La nieta argentina que acudió a Zapatero para poner una placa a su abuelo fusilado

La nieta argentina que acudió a Zapatero para poner una placa a su abuelo fusilado

La mujer, nieta de un republicano fusilado en un pequeño pueblo de León, amigo del abuelo del expresidente José Luis Rodríguez Zapatero, movió cielo y tierra para colocar una placa en una de las tantas fosas comunes olvidadas en España

 

23/02/2020

publico.es

ANDRÉS ACTIS*

Parada frente a la fosa donde enterraron a su abuelo, María del Carmen Fernández citó un concepto del filósofo Walter Benjamin sobre la importancia de la memoria. Hay que aprender a pasarle a la historia un cepillo a contrapelo, dijo. Los pobladores de Olleros de Alba, localidad perteneciente al municipio de La Robla, en la provincia de León, la escuchaban con atención. Una extraña, una catedrática argentina a la que no habían visto nunca por allí, nieta de uno de los once fusilados que estaban siendo homenajeados, los interpelaba con un implacable y emotivo discurso. El cepillo a contrapelo, explicó luego, sirve para rescatar el pasado olvidado de las generaciones que fueron pisoteadas por los vencedores de la historia. “Pasarle el cepillo a contrapelo a la historia podrá acaso hacernos sentir más justos, más sinceros con nuestro pasado”, sentenció entre aplausos.

Lo de sentirse más justa, más sincera y en paz con parte de su historia familiar martirizó a María del Carmen desde el momento en el que entendió que no había ninguna “tragedia” en la muerte de su abuelo materno. Benigno Cañón, un labrador republicano, padre de seis hijos, no había sido víctima de una “guerra”, como le habían contado de chica. Su mundo infantil –comprendió de adulta– se había construido con una mentira que sirvió para que Dorinda y Cipriano, sus padres, mirasen para adelante, para Argentina, el país elegido para escapar del dolor y del hambre; y no para atrás, para la España de la muerte y de la sangre derramada.

Esa mentira, ese relato, supo María del Carmen con los años, no fue un paraguas que solo se abrió en su casa. Fue el modo que eligió un país, el de sus padres, el de sus abuelos, para olvidar su gran agujero negro. La forma más rápida, y menos dolorosa, de pasar página. Pero el cepillazo a contrapelo que María del Carmen decidió pasarle a la historia de España sacó a la luz la verdad: su abuelo materno, su madre y sus tíos habían sido víctimas del franquismo.

A Benigno lo fusilaron a mediados de 1937. El Ejército nacional se lo llevó detenido sin dar demasiadas explicaciones de su casa, en Cubillas de Arbas (Villamanín). Los soldados tenían la orden de trasladarlo a la cárcel de San Marcos. Pero en el camino, en Olleros, la patrulla decidió su fusilamiento. Lo enterraron junto a otros diez republicanos en una fosa que cavaron al lado de un árbol. La tumba permaneció en el olvido durante cincuenta años. El Primero de mayo de 1987 fue reconocida. El Ayuntamiento de La Robla construyó un alambrado para marcar y preservar el lugar. Más tarde, los familiares colocaron una placa con la leyenda “la sangre que en su día derramasteis ha servido para regar nuestros campos de paz y libertad”.
Alcanza con esa placa?, se preguntó María del Carmen durante muchos años. ¿Por qué no figuran las identidades arrebatadas?, ¿por qué al lado de esa fosa no está el nombre de mi abuelo?, ¿o acaso la placa anónima no es la metáfora más lacerante de una memoria rota, de una memoria mutilada, de una memoria quemada, de una desmemoria, de un duelo incompleto?

Fue a principios de 2005 cuando esta docente e investigadora (63 años), especialista en Historia de la Educación, decidió ponerle fin a ese duelo incompleto. El nieto del amigo de su abuelo había jurado meses atrás como presidente de España. “Fue como una señal”, recuerda hoy, quince años más tarde. El capitán Rodríguez Lozano formaba parte de aquel relato fragmentado de su infancia. Había ayudado a su abuelo a esconderse de los nacionalistas. Con el tiempo supo que ese general -al que también habían fusilado- era nada menos que el abuelo de José Luis Rodríguez Zapatero.

Para ese entonces, el Gobierno argentino de Néstor Kirchner (2003-2007) había puesto en marcha su política de Verdad, Memoria y Justicia. Los indultos, la amnistía y las leyes del perdón –como se conocieron a las leyes que paralización los procesos judiciales contra los militares que secuestraron, torturaron y asesinaron durante la última dictadura (1976-1983)- daban paso a nuevos juicios; a leyes reparatorias (pensiones a las víctimas); a las restituciones de niños apropiados; y a la señalización de todos los espacios donde funcionaron los centros clandestinos de detención, entre otras políticas públicas.

El fin de la impunidad para los represores argentinos fue “la otra señal” que movilizó a María del Carmen a sentarse en su ordenador, abrir una página en blanco de Word y escribir el siguiente encabezado: “Excmo. Sr. Presidente del Gobierno Español D. José Luis Rodríguez Zapatero. De mi mayor consideración”. La carta al nuevo presidente tenía varias consideraciones y una única solicitud: su ayuda para que el Ayuntamiento de La Robla colocase otra placa al lado de la fosa común donde estaba enterrado su abuelo con su nombre y el de los otros diez fusilados. A continuación el contenido de la misiva:

Soy única hija de padres españoles llegados a la Argentina en la década del 50. Nací y crecí en un hogar compartido con mis tíos y abuelos paternos. Palabras como “guerra”, “Franco”, “antes de y después de la guerra”, “rojos” formaron parte de mi mundo infantil, junto con la permanente mirada triste de mi madre y sus lágrimas a escondidas. Desde muy pequeña supe que a mi abuelo materno lo habían matado en una guerra. A medida que iba pasando el tiempo, me fui enterando de lo realmente sucedido.

Mi abuelo Benigno Cañón, republicano, que vivía en el pueblo de Cubillas de Arbas, Villamanín, León (donde aún siguen viviendo mis tíos) junto a su esposa y sus seis hijos, había sido una de las tantas víctimas del franquismo. Cuando el Ejército nacional llega al pueblo en 1937, lo detienen y en el traslado a la cárcel de San Marcos, una patrulla decide su fusilamiento, es enterrado en una fosa, junto con 10 republicanos, en el pueblo de Olleros.

Debido a mis actividades académicas en la Universidad Nacional de Rosario viajo con frecuencia a la Universidad de Barcelona y por supuesto voy a León y a Cubillas a visitar a mi familia. Y también a la fosa, a llevar flores y a imaginar en silencio todo lo que podría haber compartido con mi abuelo si no lo hubieran matado. Siempre escuché hablar del capitán Lozano, amigo de mi abuelo, ya que, según relata mi tío, fue él quien le sugirió a mi abuelo que no volviese al pueblo, cuando estaba escondido, porque lo más seguro era que lo detuvieran. Hace dos años me enteré que el capitán Lozano era su abuelo.

Este año, cuando, junto con mis hijos, voté en las elecciones generales, no pude evitar pensar en mi abuelo. Cuando Ud. salió electo, volví a pensar en qué sentiría mi abuelo si supiese que el nieto de su amigo es el actual presidente. Y me conmoví profundamente cuando en su discurso de asunción citó palabras de su abuelo.

Hasta aquí las consideraciones, ahora llegó el momento de realizar la petición: como creo profundamente en la función de la memoria histórica, es que llevo tiempo bregando por poner una placa en la fosa con los nombres de los que allí están enterrados. El Ayuntamiento de La Robla todos los Primero de mayo realiza un homenaje en la fosa, junto con los familiares. Valoro ese gesto, que entiendo necesario, pero no suficiente. Me parece que lo importante es devolver una identidad que fue robada. A mi abuelo no sólo le quitaron la vida, también le quitaron su historia y su identidad. Creo que es hora de restituírsela. Y este es un deber de los poderes públicos.

Como no dudo de su sensibilidad y de su convicción política frente a este tipo de hechos, y en ese marco comprendo la actual creación de la Comisión Interministerial para el estudio de las víctimas de la guerra civil y el franquismo, es que me animo a escribirle esta nota. Me llevó muchos años hacerles comprender, primero a mi madre y luego a mi familia, que mi abuelo no era el responsable de los sufrimientos que padecieron (la casa de mi familia fue utilizada como cuartel y mi abuela obligada a vivir en el establo junto con sus hijos, mi madre y sus hermanas tuvieron que ir a servir a casa de familias franquistas, etc.), así como me llevó mucho tiempo convencerlos de la importancia de que la fosa cuente con una placa y que en ella esté el nombre de mi abuelo. Siento que estoy cumpliendo con mi deber como nieta, como ciudadana española, y como una mujer que sabe que es imposible construir sobre la mentira y el olvido.

En nombre de la amistad que unió a nuestros abuelos, le solicito me ayude a que el Ayuntamiento de La Robla decida colocar la placa. Sin otro particular, reciba de mi parte un afectuoso saludo y todo mi agradecimiento, quedando a su disposición.

La carta llegó a España en el portafolio de Aníbal Fernández, por aquel entonces ministro del Interior argentino, quien tenía una visita agendada por varios países de Europa. María del Carmen se la hizo llegar mediante un contacto que tenía en el Ministerio de Educación de la nación. Nunca supo si se entregó en mano. Tampoco si Zapatero la leyó.

La respuesta del Palacio de la Moncloa llegó fruto de una segunda gestión. Una catedrática amiga la puso en contacto con Ludolfo Paramio, quien era director del Departamento de Análisis y Estudios del Gabinete de la Presidencia del Gobierno. “Le prometo que voy a hablar con la vicepresidenta Fernández de la Vega”, le escribió el funcionario luego de muchos intercambios de correos.

Meses más tarde, María del Carmen recibió un correo electrónico de Carmela del Valle, secretaria de la Comisión Interministerial para el estudio de la situación de las víctimas de la guerra civil y del franquismo. La funcionaria le contaba que había recibido su petición y que se había comunicado con el alcalde del Ayuntamiento de La Robla, José Luis García Fernández, también socialista, para informarse sobre el estado de la fosa de su abuelo.

Pudo averiguar que la sepultura estaba cercada con una “valla metálica”, que todos los Primero de mayo los familiares se acercaban a “depositar flores” y que en su momento “una asociación pretendió exhumar los cadáveres, idea que debió abandonarse ya que no volvieron a ponerse en contacto con el Ayuntamiento”. En el final de su carta, Del Valle daba el visto bueno para la colocación de una placa con los nombres de los fusilados. “El alcalde señala que la placa la pondría el Ayuntamiento sin ningún problema y que se podría colocar el próximo Primero de mayo (2006)”, rezaba el último párrafo de la nota.

“La única condición que me pusieron era la aceptación de todas las familias, yo tenía que contactarme y preguntarles”, recuerda María del Carmen sobre aquella carta. Fue su tío Benigno, el más movilizado por el deseo que llegaba desde Argentina, quien tocó puerta por puerta para obtener las aprobaciones: “Nadie quería la exhumación, esa propuesta, que no era la mía, tenía una negación rotunda. La placa con los nombres fue bien aceptada. Para ese entonces solo quedaba viajar y encabezar el acto”.

María del Carmen viajó junto a Gustavo, su marido. Llegó a Cubillas, el pueblo de familia, el día anterior, el 30 de abril de 2006. Recuerda que durmió mal y poco. Que el pecho se le encogía a cada paso. Pisó la tumba de su abuelo cerca del mediodía, con un sol radiante y ante la mirada de los familiares de las otras víctimas que ya estaban en el lugar. La saludaron, la abrazaron y le agradecieron su pequeña (inmensa) gesta.

El primero en tomar la palabra fue el alcalde de La Robla. Dio un discurso breve y protocolar. Luego fue el turno de María del Carmen, la segunda y última oradora. Dio un paso al frente, sacó un par de hojas de su abrigo y leyó un discurso que preparó en el escritorio de su casa, en Argentina.

“Tengo la convicción que se trata de un acto de reparación para con nuestros familiares, pero además de un acto vinculado a la memoria, la ética y la justicia”, dijo entre sus primeras palabras. Luego se detuvo en la “memoria” como concepto clave y fundante de toda sociedad.

“La memoria es el lugar donde se encuentran aquellos hechos transcurridos en el pasado y que sin ella resulta imposible construir horizontes del presente, y a su vez es desde el presente que podemos conocer estos hechos, identificarlos y nombrarlos. La transmisión del pasado como legado, como herencia recibida es lo que permite que las sociedades tengan continuidad, es el puente entre los que ya no están y los que llegan, es la posibilidad de que pueda ser considerado y escuchado el conjunto de voces presente y aquellas otras voces que pertenecen al pasado y al futuro”, puntualizó.

Y continuó: “En nuestro modo de borrar o de traer a la memoria el pasado se evidencia el hecho de que somos el resultado de las acciones de las generaciones precedentes, y que cuanto más nos empeñemos en dejar atrás la memoria, cuanto más la olvidemos negándola como horizonte de nuestra historia, más intimaremos con ella. Porque su sombra se despliega en nuestra actualidad de manera perpetua y si la negamos, las generaciones futuras habrán de pagar el empeño de nuestro olvido. Todo lo que soñemos hoy, todo lo que imaginemos hoy no puede eludir este tema. Hacerlo implicaría apostar por un olvido que tarde o temprano volverá con el peso de su reclamo sobre nosotros”.

El último párrafo lo leyó con la mirada en alto y con la voz ya quebrada por la emoción: “Hoy en esta cita, nos proponemos devolverles la identidad a nuestros familiares, identidad que les fue quitada en el momento en que les quitaron la vida. Hoy y aquí les estamos restituyendo el nombre. Cada uno de sus nombres no permanecerán más borrados en la historia. Por el contrario, a partir de ahora serán recordados y honrados como se merecen, como siempre se merecieron”. Hizo un silencio, dobló los papeles y sin bajar la vista, remató: “Esperemos que sepan perdonar nuestra demora”.

*Nota al lector: la tercera persona es una de las tantas máximas del periodismo narrativo. Sin embargo, el texto que acaban de leer bien podría haber sido narrado en primera persona. La historia es parte de mi vida. María del Carmen es mi madre y Benigno, mi bisabuelo)

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