Las memorias del bibliotecario clandestino de Mauthausen
Pagès Editors recupera las memorias inconclusas del exdeportado Joan Tarragó, acompañadas de las reflexiones de su hijo Llibert.
Jordi de Miguel
Barcelona
publico.es
“La estación estaba casi en tinieblas, y los soldados nos hacían luz con linternas eléctricas de bolsillo. La noche estaba muy oscura, y el suelo estaba completamente helado, parecía que fuera de cristal”. 1974, Brive-la-Gaillarde, Francia. La tiniebla remonta y se cuela entre las cincuenta y dos hojas donde Joan Tarragó, el bibliotecario clandestino de Mauthausen, escribe sus memorias. “Formations für fünf!, Los, Los, geh mal, schnell, schnell! (“en formación de cinco, ¡venga, vamos, rápido, rápido!”). Por un lado los gritos ensordecedores, por otro los golpes, las mordeduras de los perros lobo y la noche tan oscura que hacía, todo ello con el hecho de que no entendíamos el alemán. Es fácil suponer el tiempo necesario para formar en la carretera por columna de cinco, novecientas desechas humanas“.
Hace sólo un año que las pesadillas que le asedian desde que salió del campo se han despejado. Con sus hijos y sus nietos en la cabeza, quiere que sus palabras formen “un granito de arena que impida el resurgimiento de la criminal bestia nazi“. Siéntate en la mesa y escribe.
No era la primera vez que Joan Tarragó (El Vilosell, Lleida, 1914 – Brive-la-Gaillarde, 1979) lo intentaba. Siete años antes le había pedido a su hijo Llibert, entonces un joven proyecto de periodista, que escribiera sus memorias. “Pero yo pensaba entonces en hacer mi vida. Y, por otra parte, había oído tantas historias de horrores escondido tras la puerta…”, dice Llibert a Público.
“Los deportados exiliados vivían en la pobreza, en pisos pequeños. Era inevitable verlo todo”
Como una delicada membrana, las reflexiones del hijo recubren los textos del padre con una prosa íntima y serena, impregnada de citas y pulso literario. Llibert Tarragó transita los meandros de la memoria, deteniéndose en la presencia fantasmagórica que ya de niño intuía en cada rincón del piso de Brive-la-Gaillarde. “Los deportados exiliados vivían en la pobreza, en pisos pequeños”, explica: “Era inevitable verlo todo”.
Verlo todo, entonces, era espiar las conversaciones del padre con aquellos extraños hombres que de vez en cuando le visitaban. O descubrir la gran cicatriz que un perro atizado por los nazis le había abierto en el muslo. Verlo todo, cuando no se tienen ni seis años, era sostener en la mano un puñado de fotos de los cadáveres de Mauthausen antes de que la madre llamase con susto. Asumir que con el padre, dañado, intocable, no se podía jugar al fútbol. Sentir el peso de todo. “En casa hervía un ambiente denso: el miedo a la guerra, el exilio… por eso huí. Mamá siempre decía que ojalá se hubiera roto una pierna pasando la frontera el 39. No tenías amigos, no tenías familiares. Vivíamos las vertientes del exilio, por un lado, y de la deportación, por otro”.
La biblioteca clandestina
A pesar de la profusión de detalles, ninguno de los textos del libro se detiene a explicar cómo ideó Joan Tarragó la biblioteca clandestina del campo. ¿Por qué? “Quizás porque la cultura no era la prioridad de los combatientes, no iba ligada a la supervivencia. Además, él no quería ningún protagonismo, las individualidades no contaban”, responde Llibert.
Joan Tarragó formaba parte de la resistencia organizada de Mauthausen. A principios de 1944, entró a trabajar en la Unterführerheim, la cocina de los suboficiales de las SS. De ahí sustrajo pan, azúcar, confitura y mantequilla para los compañeros. Un año antes, con la ayuda del catalán Picot, empezó a llenar el armario del Barracón 13 con los libros que, al entrar en el campo, se habían retenido a los deportados. Sobre todo a los franceses. Cerca de 200 ejemplares pasaron de mano en mano. Zola, Hugo, Dostoievski… La madre de Gorki era lo más solicitado, pero a Pierre Benielli le ancló en la vida La cartuja de Parma de Stendhal. “Como eran grandes obras literarias”, le confesaría el exdeportado francés por carta a Llibert, “mientras leíamos olvidábamos el infierno que nos rodeaba”.”Mientras leíamos olvidábamos el infierno que nos rodeaba”
La historia de la biblioteca del Barracón 13 no encontró eco, sin embargo, hasta que una joven Montserrat Roig en pleno proceso de escritura de Los catalanes en los campos nazis (libro del que se han incluido unos fragmentos en Heretar Mauthausen) visitó la familia Tarragó en Brive-la- Gaillarde en 1974. “Aquella visita tuvo un efecto muy fuerte sobre mi padre, tanto desde el punto de vista político, en sentido amplio, como sentimental. Fue determinante para que escribiera sus memorias ese mismo año”.
La historia de los “revivientes”
Fue justamente en el Vilosell donde Llibert Tarragó coincidió con el ahora exdiputado leridano Pau Juvillà, quien animó Pagès Editors a publicar Heretar Mauthausen. Juvillà, padre de otro Llibert. Llibert, padre y abuelo de nuevos niños que siguen preguntando. “Creo que no hubiera escrito este libro sin la presencia de los nietos. Te das cuenta de que a pesar de ser pequeños les interesa saber sobre la muerte. Y yo no exagero. Cuando hacen la pregunta, contesto: que los fallecidos no desaparecen, sino que son recuerdos”.