Las trampas de la memoria histórica

TV3 estrena el documental ‘Urraca, cazador de rojos’, un trabajo sobre Pedro Urraca, el policía franquista que detuvo al presidente de la Generalitat, Lluís Companys

Urraca, cazador de rojos, de Pedro Echave y Felipe Solé, se estrenó el martes pasado en la televisión pública catalana. El documental nace de la novela Entre hienas, de Loreto Urraca, publicada por Editorial Funambulista, pero, con buen criterio, elimina la ficción para centrarse en los hechos, a los que contribuye con nuevos datos.

Con una factura impecable, combina con pulcritud el testimonio de historiadores, víctimas y periodistas de investigación, y cuenta dos historias paralelas. Por un lado, los trabajos y los días de Pedro Urraca como azote del exilio republicano en Francia. Por el otro, la catarsis de su nieta Loreto cuando descubre la historia de su abuelo, lo que la llevó a investigar, denunciar e incluso abjurar de su familiar directo y escribir Entre hienas.

Pedro Urraca es uno de esos personajes siniestros que merodean entre las grietas de la guerra para sacar provecho del dolor ajeno. Rotas las jerarquías del talento y las normas de la civilidad, aparecen estos seres dispuestos a subir en la escalera del poder a cualquier precio. Policía de carrera, Urraca cambió de bando en plena Guerra Civil para decantarse por el ganador. Actuó con el celo del converso. Asignado como agregado de policía de la embajada de España en la Francia de Vichy, su alias de agente encubierto era Unamuno. Su tarea principal fue detener (ilegalmente) y deportar (contraviniendo los tratados internacionales) a los miembros destacados de la República española que por diversos motivos no lograron huir del cerco nazi. El destino de la mayoría de ellos fue el pelotón de fusilamiento. También trabajó en complicidad con la Gestapo en la estafa de familias judías y quizá tuvo que ver en el soplo que llevó a la captura del líder de la resistencia Jean Moulin. Tras la liberación de Francia, fue condenado a muerte en ausencia por crímenes de guerra. En Bélgica, donde había huido bajo el amparo del Gobierno de Franco, continúo con su carrera diplomática hasta su tardía jubilación.

Loreto Urraca es el anverso de su abuelo. No conozco otro caso en España, salvo las memorias de Esther Tusquets, donde los hijos o nietos de victimarios se atrevan a encarar la historia de sus ancestros con la valentía con que lo ha hecho Loreto. En España todos somos víctimas, nunca victimarios. Su trabajo no se limita a la novela. Sigue activo gracias a su página web, donde está la documentación de su abuelo, las famosas listas de «rojos a cazar», pasajes de su diario, los informes que remitía al gobierno de Madrid, y las cartas personales con que acompañaba esos informes. Son estremecedoras: en medio del naufragio de Europa, Pedro Urraca se vanagloria del destino que se le abre, sus lujos en la escasez general y sus viajes de placer en un entorno de garitas cerradas.

Entre los republicanos que deportó Urraca estuvo Julián Zugazagoitia, intelectual bilbaíno, novelista precoz, ministro del interior y autor de Guerra y vicisitudes de los españoles (Tusquets), libro que recuerda, en el tono aterido, La balada de Benicarló de Azaña. El otro líder republicano que deportó Urraca, lo que explica el interés de TV3 por estrenar el documental, fue Lluís Companys, mi bisabuelo.

Conocí a Loreto Urraca en persona gracias la mediación de su editor y mi amigo Max Lacruz, unas semanas antes del estreno del documental. Le agradecí su libro en nombre de mi madre, María Luisa, que vive en México. Ella no conocía la fotografía que Urraca le hace a Companys antes de cruzar la frontera, para documentar que lo entrega vivo, la postal que redactó su abuelo apresuradamente a su mujer ni el nombre del policía de la Gestapo que los acompañó en el viaje y que luego reapareció en España, escondido de la justicia alemana de posguerra.

Las dos horas que pasamos juntos Loreto y yo pasaron como un suspiro. Un suspiro de España. Me contó con detalles muy personales de cómo descubrió a sus abuelos, tardíamente, y el horror que le causaba su abuela, cómplice y vector de su marido; la atmósfera claustrofóbica del siempre oscuro piso del «Embajador» Urraca, como lo llamaba todo el mundo, y el contraste con el vibrante Madrid de su juventud, lleno de optimismo y rebeldía. Y, claro, también me habló de lo que luego vería el documental: el shock que fue para ella descubrir en un artículo de prensa la historia oculta de sus abuelos.

Imagino que le sorprendió conocer mi lectura matizada de Companys. Noble por vía materna, terrateniente por vía paterna, entregó su vida a las dos causas que negaban sus orígenes: la República y los trabajadores agrarios. Alumno del elitista Liceo políglota de Barcelona, dedicó su fortuna familiar a defender trabajadores en desdicha. Incómodo para los gobiernos de la Restauración, peligroso para la dictadura de Primo de Rivera, visitó la cárcel con una indiferente asiduidad. Bohemio irredento, periodista noctámbulo de redacción imprecisa y combativa, con demasiados pájaros en la cabeza, Companys fue un marido disoluto, pero, según contaba mi abuela María, un padre cariñoso y presente. Odiado por los miembros más radicales de Estat Català, los escamots de Dencàs y los hermanos Badia por no ser un verdadero catalanista, para Indalecio Prieto y Juan Negrín, sin embargo, su celo en la vigencia de las competencias autonómicas del estatuto de Núria en plena guerra puso en riesgo el esfuerzo bélico republicano.

El 6 de octubre de 1934, proclamando la «República Catalana» dentro de la «Federación Ibérica» cometió el error político más grave de la historia de Cataluña contemporánea, cuyos ecos siguen reverberando hasta nuestros días. La repetición cumple, eso sí, la célebre cita de Marx en el 18 de Brumario de Luis Bonaparte: «La historia ocurre dos veces: la primera como una gran tragedia y la segunda como miserable farsa». Gran tragedia con Companys, que esperó en su despacho a ser detenido y que en el juicio se atribuyó toda la responsabilidad; miserable farsa con Puigdemont.

Le confieso a Loreto que siempre me he preguntado qué pensaría yo de Companys si fuera nieto de un industrial textil asesinado por una cuadrilla de milicianos, o si fuera sobrino nieto de un sacerdote apaleado hasta la muerte por defender su convento de las purificadoras llamas revolucionarias. Luego, me consuelo pensando por qué tiene Companys que cargar con los asesinatos ocurridos en la retaguardia por los sindicalistas de la FAI y la CNT. Me consuela también el amargo retrato de Companys que hace el líder de las milicias antifascistas Juan García Oliver en sus memorias (El eco de los pasos) como traidor al «comunismo libertario» y defensor del defenestrado orden burgués.

Loreto y yo compartimos una certeza: las batallas de los abuelos no deberían seguir condicionando la vida de una democracia como la española. Nadie debería revindicar como propias las batallas de los mayores. Entre otras cosas, porque nuestros venerables ancestros se mataron sin miramientos, con verdadero odio cainita. La memoria histórica, ese oxímoron, no es una, sino muchas, y debería dejar las páginas del BOE y las maderas nobles del consejo de ministros y reverberar tan sólo en el debate académico, la prensa y la esgrima periodística.

Invitado a dar el discurso de apertura por el quincuagésimo aniversario del Congreso de Escritores Antifascistas de Valencia, Octavio Paz recordó una visita a las trincheras en el Madrid heroico y asediado, pero también criminal, de 1937. El odio había deshumanizado por completo a ambos bandos. No había seres humanos, había «alimañas sedientas de sangre». «Arpías carroñeras». «Buitres asesinos». Ahí, cuenta Paz, en Ciudad Universitaria, logró oír unas voces bajas al otro lado de su posición. Una pedía fuego para su mal liado cigarrillo de trinchera. Otras se lamentaban de la madre enferma, la amada ausente. Paz preguntó en voz baja al responsable del grupo que los llevaba que quiénes eran esos que susurraban, y el comisario contestó: «Son los otros». Paz dice que descubrió ahí, para toda la vida, que «los enemigos también tienen voz humana». Los otros no son sino nuestros semejantes.

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