Los cimientos

Mediante dos exposiciones, el Archivo General de la Región de Murcia trata de recuperar la memoria de 400 personas de nuestra tierra que sufrieron la barbarie de los campos de concentración nazis durante la II Guerra Mundial, y que, en la mayoría de los casos, encontraron en ellos la muerte

Pedro Serrano Solana / 20 de junio de 2021 06:00h

En estos días en los que tanto se ha hablado en la Región de Murcia de reiterar homenajes ya rendidos de una u otra forma, y de darles una dimensión grande, muy grande, tan grande como una infraestructura grande y ruinosa, algunos han llegado al vergonzoso extremo de cuestionar la pertinencia de la Ley de Memoria Histórica e incluso de mentar a la Inquisición. Al mismo tiempo, lejos del foco, una institución pública muy necesaria, y, honestamente, creo que poco conocida y menos valorada, el Archivo General de la Región de Murcia, ha puesto en marcha un proyecto que merece atención, respeto y un aplauso prolongado.

Mediante dos exposiciones –‘Deportados murcianos en campos de concentración nazis’ y ‘#StolenMemory: historias ocultas tras un reloj y una pluma’- y un programa paralelo de mesas redondas y conferencias, el Archivo General de la Región de Murcia trata de recuperar –o descubrir- la memoria de 400 personas de nuestra tierra, de entre otros miles de hombres y mujeres compatriotas, que sufrieron la barbarie de los campos de concentración nazis durante la II Guerra Mundial, y que, en la mayoría de los casos, encontraron en ellos la muerte. Cualquier ser sin alma, sin principios ni valores, dirá que se trata de algo prescindible, innecesario; otros quizá se opongan abiertamente a iniciativas como ésta con el ridículo argumento de que reabren heridas –no se puede reabrir lo que nunca se cerró-, y en este caso, estoy convencido de que entre ellos hallaremos gentes que creen que tener calles y plazas con el nombre de personas vinculadas a un golpe militar y una dictadura es muy natural. No descarto que haya también un buen número de representantes del “viva la libertad” –la de tomar dos cañas y unas bravas en una terraza cuando quieran, con pandemia o sin ella-.

Proyectos como el del Archivo General de la Región de Murcia vienen a darnos una dimensión moral; vienen a enseñarnos valores democráticos, material sobre el que se cimentan los países civilizados. Esta iniciativa es muy valiosa porque, mirando atrás, a la Europa del siglo XX, nos da un mapa de los lugares horrendos a los que nos llevaron y nos pueden volver a llevar determinados discursos, discursos que han sido marginales y que se han mantenido en ámbitos privados durante unos cuantos años, pero que en la actualidad se están colando de nuevo en la esfera pública, y con la insistencia de una lluvia fina, amenazan con calar y pasar otra vez como naturales.

El pasado día 14 de junio, viendo una mesa redonda organizada por el Archivo con familiares de algunas de las personas deportadas, recordé a mi padre, a uno de sus hermanos –mi tío- y a su padre –mi abuelo-. La memoria de mi abuelo siguió viva en la de su mujer, mi abuelita de la huerta, y también en la de su hijo pequeño, mi padre, hasta el último día de su vida. Y gracias al testimonio de mi padre, y a unas someras pero voluntariosas investigaciones por mi parte en un par de archivos hace ya algunos años, la memoria de mi abuelo –que pasó su último año de vida en la Cárcel Vieja de Murcia- y la de mi tío Pepín –exiliado, combatiente en la II Guerra Mundial y condecorado por Francia- me tocan de cuando en cuando en el hombro de la conciencia, esperando que alguna vez ordene fotografías, papeles y recuerdos, y los plasme por escrito. Es mi deuda y mi responsabilidad.

Ahora bien, mi abuelo o mi tío, personas anónimas, suspiros breves, motas de polvo de la historia, forman parte de un colectivo muy numeroso que fue objeto de una injusticia, así, sin paliativos ni dobles lecturas; una injusticia que no está sujeta a interpretación. Fueron objeto de un escarnio que no se ciñó sólo al momento de su detención, encarcelamiento y muerte, o al de su huida forzosa y sus penurias en el exilio. Mi abuelo fue parte de un colectivo que sufrió el odio de sus compatriotas en su propia tierra, y que, consumada su desaparición física, añadió al dolor de la familia por la pérdida, el del señalamiento, y un sentimiento de culpa que tuvieron que cargar durante muchos años como un pesado lastre moral. Mi padre, por ejemplo, hubo de escuchar mucho tiempo después de la muerte de su padre, la velada amenaza de “sé de quién eres hijo”. Y aunque la cara de mi abuelo fuera ya para él un débil recuerdo de infancia, en su fuero interno mi padre también sabía perfectamente de quién era hijo. Por fortuna, llegados a la democracia pudo expresar lo que durante muchos años no tuvo más remedio que callar.

Aunque no se prodigaba en estos menesteres, cuando mi padre hablaba del suyo, contando vagos recuerdos propios o citando historias transmitidas por su madre y sus hermanos, no lo hacía con rencor. A veces se emocionaba de manera contenida, pero otras veces se limitaba a explicar hechos y circunstancias con la serenidad y el desapasionamiento de un notario. En ocasiones apostillaba que aquello era lo normal, es decir, que fue la norma para muchas personas. No es que le quitase importancia, es que la fuerza de todo aquello era la del colectivo y la de las razones de su calvario; eso es lo que multiplica la trascendencia de lo que sufrieron muchas personas y la que justifica la urgencia en el gesto, en la reparación moral, en la investigación y la recuperación de la memoria, que es en sí misma un homenaje, un monumento y, sobre todo y especialmente, una enseñanza; la construcción de una conciencia nacional sobre los cimientos de unas convicciones democráticas firmes, inamovibles e incuestionables. Así, con naturalidad, sin ira, sin odio, contra nadie, a favor de todas y de todos. Los cimientos sostienen el edificio de nuestro país, y si esos cimientos no son sólidos e incuestionables, el edificio se tambaleará y, en buena lógica, mucha gente querrá abandonarlo.

Es importante que, lejos de manos interesadas y de lemas electoralistas, de trincheras y de frentes, se ponga el foco en la labor de instituciones como el Archivo General de la Región de Murcia y en iniciativas como la que está desarrollando en torno a los deportados a campos de exterminio alemanes, que es fruto de investigaciones rigurosas y ofrece información y datos que pueden ser contrastados, que son verdaderos y fríos como el metal. Este tipo de iniciativas son necesarias como el respirar, más aún en estos días en los que hay quien se permite el lujo de coquetear con ideas que hace bien poco sembraron de desolación nuestro continente.

Caminar por un barrio cualquiera de nuestras ciudades y ver ciertas pintadas, por ejemplo, resulta desalentador. Escuchar ciertos discursos en nuestros parlamentos o verlos en grandes vallas publicitarias, es muy triste. Pero la respuesta está en la investigación y en la educación: en el sereno y desacomplejado reconocimiento de nuestro pasado y en la difusión de nuestra historia entre la gente, la buena gente, que es mayoría. La respuesta está en la memoria, que si ha de servir para algo es, sobre todo y más allá de homenajes, para transmitir sus enseñanzas a las generaciones actuales y futuras. Yo, que soy cándido vocacional y esperanzado pesimista, sigo creyendo que no seremos tan rematadamente gilipollas como para tropezar por enésima vez en la misma piedra; como para permitir que nos tiren abajo el edificio minando sus cimientos.

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