Los testigos de Jehová a los que el franquismo encarceló en un castillo de Cádiz por no querer hacer la mili

Fueron algo así como los precursores de la objeción de conciencia, aunque su fondo tenía que ver con motivos religiosos. 

madrid /25/09/2021 08:16 / Jose Carmona

Era 1968 y las visitas a la prisión de Santa Catalina de Cádiz terminaban a las seis, pero al ser su casamiento, la esposa de Fernando pudo quedarse hasta las ocho de la tarde. A esa hora no comenzó ninguna luna de miel. Fernando volvió esa noche a la misma nave donde durmió diez años. Un catre de hierro infestado de chinches, cuenta. La monotonía de un reo durante el franquismo.

“La humedad nos comía, las goteras llenaban de agua las salas, las paredes se desgajaban…”, recuerda Fernando. El concepto cárcel le quedaba grande a ese castillo desconchado a orillas gaditanas. Fernando pasó diez años entre esas ruinas, que fingían ser una prisión militar, cautivo por ser testigo de Jehová y negarse a hacer la mili. Entre 1950 y 1970, más de 1.000 hombres fueron encarcelados por este mismo motivo: negarse a hacer la mili.

El franquismo no entendía: ¿un hombre negándose a hacer la mili? Entonces no se les llamaba objetores de conciencia, se les llamaba locos. Era tan inaudito como incomprensible. Tanto que de primeras se le mandó a un psiquiátrico. O manicomio, como se decía entonces. Hay un importante vínculo de este credo con la objeción de conciencia, e incluso cierto consenso historiográfico en afirmar que fue un testigo de Jehová, Antonio Gargallo, el primer caso registrado de alguien que se negó en España a empuñar un arma. El bando golpista le llamó a filas al inicio de la Guerra Civil y él rehusó esa llamada. La consecuencia fue directa: fusilado el 18 de agosto de 1937 en Jaca. 

Los testigos de Jehová en España

Los testigos de Jehová aterrizaron en España en torno a 1910 y su impacto fue comedido y discreto. Mediante misiones de captación financiadas desde EEUU por su profeta, C.T Russell, se introdujeron en un país fervientemente católico y consiguió captar a aquellos que no terminaban de encontrarse satisfechos con las lecturas de la Biblia que ofrecía la Iglesia. Los misioneros divulgadores y la revista La Atalaya servían como puntos de referencia.

Fernando Marín pertenecía a una de esas familias que realizó la transición de un credo a otro. Él era un niño y siguió los pasos de su madre. Tras la Guerra Civil, la pluralidad religiosa era perseguida y sancionada, pero los testigos de Jehová aguantaron en clandestinidad. Tan ocultados estuvieron que desde la sede central de EEUU pensaron que ya no quedaba ninguno en España. 

“Estaban prohibidas por ley las reuniones de mayores de veinte; nos reuníamos en los hogares y hacíamos la predicación discretamente. La acusación venia de la Iglesia católica, que nos consideraba herejes, pero la Policía sabía que no constituíamos ninguna amenaza. Aunque algunos fuimos a parar a comisarías por las denuncias de sacerdotes, enseguida nos ponían en libertad”, evoca Fernando.

Podían mantener en secreto su creencia, pero no sus actos de fe. Los testigos de Jehová, además de no celebrar sus cumpleaños o no recibir transfusiones de sangre, no pueden participar de ningún modo en conflictos bélicos, y eso implica portar armas o disparar, por lo que Fernando tuvo que descubrirse ante un tribunal militar; él no podía llevar a cabo ese ejercicio que la Patria le requería.

Las entrañas del castillo

Fernando Marín acabó en el castillo de Santa Catalina, lugar al que fueron a parar la mayoría de testigos de Jehová que se negaron a cumplir el servicio militar. Como castigo, una vez encerrados se les negaba el acceso a la Biblia, la mayor necesidad de estos milenaristas: “Primero me la traía mi mujer escondida, era una biblia pequeña. Pero con el tiempo solicitamos tenerlas de manera oficial, y las autoridades, al ver que no éramos una amenaza, nos dejaron”, relata Fernando. 

Este castillo al borde del paseo marítimo gaditano fue construido en el siglo XVI y desde el reinado de Carlos III sirvió como prisión militar hasta casi 1990. Conectado con el resto del puerto a través de un puente, ahora es tan solo una atracción turística. Una placa en la entrada recuerda las penurias que vivieron los presos testigos de Jehová. Entre sus explanadas y recintos, entre sus habitaciones ahora reconstruidas y sobre un césped verde que antaño era inimaginable, llegaron a convivir hasta 300 creyentes.

 “Estábamos juntos los testigos –sostiene Fernando– y tuvimos muy buen trato por parte de las autoridades militares. Además, teníamos el privilegio de recibir a miembros de nuestra familia”, dice en referencia a otros creyentes. De vivir en la clandestinidad a vivir presos, pero juntos. “Fue una estancia muy útil porque pudimos estudiar en profundidad y hablar de Dios”, asegura con optimismo. 

Una vez los carceleros comprobaron que los motivos para no empuñar armas no traían detrás un republicanismo velado o un comunismo latente, el trato fue considerablemente mejor que el de los presos militares comunes: “Una vez, tres presos comunes intentaron una fuga, y a uno de ellos le dispararon y le mataron –rememora Fernando–. Entonces el coronel hizo que trajeran al muerto y lo pusieran en medio del patio. Hizo salir a los presos comunes para mirar al muerto como advertencia. Cuando nosotros íbamos a salir, dijo que nosotros podíamos volver dentro porque nunca intentaríamos fugarnos.” 

Sin embargo, con un marcado acento catalán y un tono muy calmado, Fernando evita mirar hacia atrás con despecho, con amargura o con ningún tipo de odio: “Tengo un excelente recuerdo de esa etapa. Estaba en la cárcel por servir a mi Dios, que no quería que participara en ningún acto bélico. Soy un hombre de paz”, dice desde la casa en la que vive con su esposa, la misma con la que se casó en Cádiz. La vida se abrió paso y dejó a su paso la paternidad. Ahora son dos ancianos que tienen en común un hijo de 43 años. 

Una salida tardía y una vida de fe 

El maltrato a los testigos de Jehová en España no fue una cosa excepcional del franquismo. En la Alemania nazi corrieron una suerte similar aunque con finales algo más trágicos. Los testigos de Jehová se negaron a pronunciar el heil Hitler ni a alzar el brazo, al ver en toda la parafernalia fascista un sustitutivo de la fe. No podían ni querían cambiar su Dios por el Führer. Hasta el 97% de los testigos de Jehová alemanes sufrieron represión, según John Conway y su obra La persecución religiosa de los nazis

En España, no fue hasta 1967 cuando la dictadura de Franco aprobó la Ley de Libertad Religiosa, un hito dentro de la nación que evitaría la clandestinidad y el secreto, aunque no fue hasta 1970 cuando se registró a los testigos de Jehová como confesión religiosa de forma oficial.

La realidad siempre camina más despacio que las fechas oficiales y Fernando salió de prisión en 1974, día en que empezó, hasta hoy, a promulgar la fe de los testigos de Jehová. Tanto él como sus compañeros de celda han reivindicado siempre ser los que trajeron a España el concepto de objeción de conciencia, que la Constitución española regló en su artículo 30, aunque solo en lo que se refiere a la disciplina militar. 

Fernando, tal vez como virtud heredada de años intentando convencer a otros para que adopten su religión, es hablador e impetuoso, especialmente cuando vuelve a recordar el día de su boda. Le cuesta entrar en detalles; se nota que no tiene ningún interés en escarbar en el dolor, pero se ríe cuando se le pregunta por un vis a vis con su esposa para celebrar el casamiento: “No pudimos tener intimidad hasta salir de prisión, pero eso fue secundario. Casarnos fue un logro. Estábamos convencidos de que hacíamos lo correcto. Lo recordamos con mucho cariño, llevamos casados más de cincuenta años y estamos como el primer día. Nuestro hijo tiene 43 años, también testigo de Jehová”.

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