Luisa Casulleras, recuerdos en la casa de Elna durante el horror de la guerra

Durante la Guerra Civil, Luisa Casulleras fue una de esas pocas afortunadas que vivieron durante algún tiempo en la Maternidad Suiza o, como se la conoce popularmente, la Casa de Elna.

ELSALTODIARIO.COM | MARC SOLANES | 2-6-2019

Son las cuatro y media de la tarde y los rayos de sol entran vívidos por el intervalo que abren dos grandes cortinas blancas. Cuando llego al rellano, la puerta se encuentra entreabierta para que me abra paso en su pequeña madriguera como diciendo: “Si vienes  a mi casa, haz los honores de presentarte tú mismo”. Luisa Casulleras tiene 88 años y su discurso irradia una coherencia envidiable. Durante la Guerra Civil, fue una de esas pocas afortunadas que vivieron durante algún tiempo en la Maternidad Suiza o, como se la conoce popularmente, la Casa de Elna. Un lugar privilegiado donde, además de ayudar a dar a luz a cientos de niños y niñas durante el conflicto, Luisa refugió a unos pocos hijos e hijas de las comadronas y trabajadoras del centro.

Es de esas pocas personas despreocupadas que dejan todo abierto por una confianza ciega en la bondad humana que nuestra generación es incapaz de entender. Y, quizás, ya no lo hará ninguna otra. En la casa se respira esa moralidad perdida en cada detalle, que muestran un orden casi matemático para que los recuerdos no se confundan. Le doy dos besos de presentación y me ofrezco a llevar la bandeja del café hasta el comedor, donde se fraguará la conversación que tanto tiempo llevo (y lleva, por lo que imagino y descubro gratamente más tarde) esperando. “No sé cuánto tiempo estuvimos allí, pero imagino que mi madre debió trabajar en algo esencial para que acogieran a tres crías en aquel momento”, me explica con la mirada fija en la mía mientras tambalea una pequeña taza de café a punto de derramarse.

Mediante una conexión semántica, Luisa me explica, siempre al borde de las lágrimas, cómo llegaron hasta la Maternidad, situada en la población de Elna, desde Lleida. “Pasamos un viaje aterrador. Mi versión es un poco más suave, porqué solo tenía siete años y tengo un recuerdo un poco más amable que el de mi hermana mayor. Si ella te explicara, estoy segura de que la historia no sería la misma. Pero ella no va a hablar”.

Con este mazazo continúa explicando una historia demasiado común entre los refugiados españoles y catalanes en su exilio hacia Francia durante la guerra. Una historia demasiado tiempo olvidada por un Estado que no recuerda. Durante el trayecto explica que pasaron por Cervera, y allí tuvo lugar la trágica muerte de su padre. “Mi padre nos ordenó que fuéramos al refugio, porque justo acababan de sonar las sirenas, y mi madre replicó que bajaríamos más tarde porqué aún no nos había peinado”.

Minutos después, cayó una bomba en la calle de enfrente y destrozó toda la planta baja de la casa, escalera incluida. Su padre se encontraba en la puerta. “Soy incapaz de recordar cómo bajamos, porque la escalera ya no estaba”, me repite hasta tres veces, en una incógnita que, por insignificante que pareciera, recoge todo el dolor contenido en esas ocho décadas en las que recordar siempre ha estado prohibido.

En esta conversación ha salido a la luz una de las historias anónimas mejor guardadas del siglo XX: el testimonio de alguien que vivió en una de las instituciones de maternidad más importantes durante la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial, que permitió el nacimiento de 800 criaturas de refugiadas judías y españolas. Con el porte ligeramente encorvado hacia adelante, Luisa calcula con exactitud cada palabra que sale de su boca con unos segundos de inquebrantable pausa entre frase y frase. La bandeja que he ayudado a transportar y que reposa paciente sobre la mesa tiene, al menos, tantos años como yo. Un ejemplo del cuidado de todo aquello que ha aportado algo positivo a su vida, ni que sea para contribuir a que el café pueda tomarse en el comedor cada día del último cuarto de década de su vida.

El dolor y la paciencia de su juventud se reflejan en unas arrugas profundas que complementan todo aquello que explica con un infinito abanico de muecas y expresiones. Cuando por fin consiguieron atravesar la frontera, en el 39, vieron absolutamente destrozado su anhelo de libertad al ser confinadas en el campo de internamiento de Argelès-sur-Mer, construido por el gobierno francés ese mismo año. “No sé cuánto tiempo tardamos en salir de allí y establecernos en la Casa de Elna. Tengo esa etapa muy borrosa y hay muchas lagunas…”, explica mientras se comienza a hacer evidente la humidificación de sus ojos.

Si los recuerdos más borrosos son los de un campo de concentración, prefiero no imaginar qué debió ser lo que los ha hecho olvidar. Tiendas de campaña hechas con paja, agua extraída de cochambrosos agujeros construidos en la arena, por no hablar de la incapacidad total para defenderse de los vendavales y el frío que azotaban la playa durante el invierno. No importa el cómo ni el porqué, me dice, sino que finalmente salieron de allí para recalar en la Maternidad.

“Mi madre era sombrerera de profesión, así que todavía me pregunto cómo acabó trabajando allí ayudando a dar a luz a las decenas de refugiadas que llegaban allí procedentes de España”. Los hijos del infierno. Bebés traídos al mundo por comadronas y voluntarias que habían vivido o vivían un infierno igual o peor. Por supuesto, ella no adjetiva ni una sola vez con malas palabras nada de lo vivido. Un temperamento fuerte, rígido e inquebrantable ante una de las situaciones más atroces que pueda sufrir un niño durante la infancia.

“No había explicado esta historia ni a mis propios hijos. Es algo que no queremos recordar”, pero alguien tiene que escribirlo para que quede patente todo es dolor. Como dijo Eisenhower cuando entró en Auschwitz: “Graben todo. En algún momento algún bastardo se levantará y dirá que esto nunca sucedió”. No quiero imaginar qué me contaría su hermana mayor si accediera a hablar conmigo después de esta versión más “suave” de lo sufrido, según me explicaba Luisa al principio de la conversación. Quizás ese silencio hermético ya explica a gritos qué es lo que contaría si abriera la boca. Quizás sí que hay cosas que no deben contarlas ciertas personas, quizás hay monstruos que no deben despertarse nunca más o quizás mi instinto periodístico ha encontrado por primera vez una barrera moral infranqueable.

Meses más tarde, volvieron a Lleida en tren, una vez finalizada la guerra. “Mi madre tenia un tumor que le había crecido muchísimo y ya no podía hacer prácticamente nada por sí misma”, explica. Una vez en Lleida, fueron a Vilanova de Bellpuig, a casa de sus tíos, donde finalmente murió. Es en este momento en el que ya no existe esfuerzo en el mundo que pueda retener un reguero de lágrimas que cae sin cesar. Una de las figuras anónimas más importantes de la guerra que, en la retaguardia, logró salvar decenas de vidas. Menos la suya.

Espero hasta que logra reponerse y me despido de ella con un abrazo sincero pero calculado para no aportar más melancolía a la situación. Me acompaña hasta la puerta para despedirse y ver cómo bajo por la escalera. Es de aquellas personas que no te reciben pero que sí te dicen adiós, que dan por supuestas las bienvenidas pero que temen las despedidas, como las que tuvieron que asumir los familiares de las víctimas del conflicto. Quizás es el instinto remanente de lo vivido, de las continuas despedidas a las que se ha visto forzada durante los últimos 88 años. Quizás observa cómo bajo las escaleras una a una por si fuera mi última vez. Quizás solo se trate de eso, de disfrutar como si fuera la última vez que tienes el privilegio de algo tan sencillo como bajar una escalera. 

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