Manuel Hernández. “Yo vi matar a Blas Infante”

YO VI MATAR A BLAS INFANTE

DIARIO 16 ANDALUCÍA | JOSÉ ALMOGUERA | SEVILLA | 9-12-1990 (*)

DIFUNDE: Grupo de trabajo “Recuperando la Memoria de la Hisoria Social de Andalucía (RMHSA_CGT.A)

Manuel Hernández, un viejo cabrero de ochenta y siete años, estaba con su ganado la noche del 10 de agosto del año 1936 cuando vio cómo fusilaban a dos hombres en la antigua carretera de Carmona, a unos pocos kilómetros del casco urbano de Sevilla en aquel entonces, hoy conocido como Polígono Calonge. Manuel Hernández, transcurridos cincuenta y cuatro años de aquel luctuoso suceso, asegura que uno de ellos, que pudo llegar a un cortijo cercano, era Blas Infante. El miedo le hizo callar hasta hoy a este viejo cabrero, que recuerda a Diario 16 Andalucía los pormenores de aquella noche trágica.

Ha tenido que vencer su miedo y esperar a que la edad, ochenta y siete años, no sea más que un simple punto de recuerdo para contarlo. Manuel Hernández, más conocido como Manolo el cabrero, vio cómo mataron a Blas Infante una calurosa noche del 10 de agosto de 1936. Junto a él Juan El Granaino, también cabrero y compañero suyo. Ambos se juraron no decir nunca nada, ya que se jugaban ni más ni menos que la propia vida. Ahora, muerto ya El Granaino y convencido por alguien que no quiere que el dato histórico se pierda de que el peligro ha pasado, Manolo lo cuenta. «Sí, yo lo ví. Lo veía todas las noches. El Granaino y yo veníamos aquí con las cabras para aprovechar los pastos. Vivíamos allí abajo, junto al aeropuerto viejo, y el Cortijo Calonge era el sitio donde comían los animales ya que habían sembrado cebada. Como hacía mucho calor sacábamos las cabras por la noche y siempre pasaba igual, a eso de las tres o las cuatro de la mañana venía un camión, a veces dos, cargados de gente, los bajaban, durante dos meses más o menos desde el alzamiento. El sitio era allí, en el terraplén que había junto a la Renault en plena carretera de Carmona y que hoy está muy rebajado, cerca ya del nuevo puente sobre el ferrocarril que, claro está, no existía. El que había era pequeño, estaba más a la derecha y por debajo pasaba el Tamarguillo».

—¿Solo durante dos meses?

—Bueno, aquí sí. Luego siguieron, pero ya en las tapias del cementerio.

Manuel se sienta. Sus piernas, ayudadas por un bastón, están tan torpes como lúcida su mente. Conoce palmo a palmo este lugar que durante años pateó con sus cabras, y cuenta que junto «al eucalipto aquél», hijo del que había que era mucho más grande, estaba la venta de Vicente, que ya desapareció tragada por las naves industriales. Cuando habla de aquellos días se emociona.

«Yo pasaba por ahí todas las mañanas para llevar leche a Sevilla y aquello era horrible. Los dejaban hasta que venía un camión del Ayuntamiento, creo que era el camión de la basura, y se los llevaban no sé adónde. Un día la Guardia Civil vino a verme y me prohibió pasar por aquel sitio. En el fondo hicieron bien, porque si un día me ven, seguro que me matan a mí también».

—Manuel, y aquel 10 de agosto. ¿Qué pasó exactamente?

—Ese día, antes de la hora normal, llegó un coche negro. No se pararon donde siempre, sino algo más adelante, casi llegando a la curva de lo que hoy es la fábrica de la Estrella del Sur. Allí se paró, bajaron a dos hombres, los pusieron de espaldas y dispararon contra ellos. El Granaino y yo estábamos muy cerca, solo a unos metros, y nos tiramos al suelo cuando pararon. Lo vimos todo. Estuvimos allí tirados hasta que el coche se fue. Cuando pasó un rato nos levantamos y vimos cómo uno de aquellos dos hombres, vestido de oscuro, se levantaba también. Yo le dije al Granaino «vámonos de aquí, corre», y nos marchamos.

—Usted, Manuel, dice que ese hombre era Blas Infante y esta versión no concuerda con la historia oficial que dice que lo mataron junto a la Gota de Lecha, allí donde la Fundación Blas Infante compró unos terrenos para levantar un monumento en su memoria.

—No, allí donde está levantado el monumento no fusilaron nunca a nadie, ya que no existían taludes, estaba más alejado de la carretera y además está muy cerca del sitio donde vivían las monjas. A estos dos señores les dispararon bastante más abajo, donde yo les digo.

—¿Y podemos decir con certeza que era Blas Infante?

—En realidad, yo, en aquel momento no lo sabía. Solo vi cómo sacaban del coche negro a aquellos dos hombres y les disparaban. Luego se fueron. Lo de que era Blas Infante me enteré más tarde.

Sin rematar

Cuando Manuel habla lo hace con una seguridad que aleja toda duda. Narra la historia una y otra vez hasta en sus mínimos detalles. Siempre concuerda. Siempre se emociona. Aprieta su mano contra la empuñadura del bastón y lo eleva para señalar el sitio exacto. «Allí, sí, allí. Cerca de aquel plátano joven. ¡Pero si solo estábamos a unos metros!»

—¿Y cómo es posible que uno de aquellos hombres se levantara? ¿No lo remataron?

—No, casi nunca remataban a nadie. Les disparaban y no se acercaban a ellos después. Un día sé que fusilaron al cura del cementerio porque denunció que muchos llegaban vivos y los enterraban. Formó un escándalo para que al menos los remataran y lo que hicieron fue matarle a él para cerrarle la boca.

—Dicen los historiadores que a Blas Infante lo fusilaron justo donde está levantado su monumento, y que murió gritando «viva Andalucía libre».

—¡Qué va, hombre! Le dispararon ahí, donde yo digo, lo que pasa es que quedó vivo y se fue para el cortijo de las monjas, pero fue ahí. Por supuesto que no gritó nada. Estos dos hombres no gritaron nada. Había gente que gritaba diciendo «¡no matarnos!, ¡qué hemos hecho!» y cosas así, pero ellos no dijeron nada. Los sacaron del coche y les dispararon.

—Manuel, ¿quién lo mato? Se cuenta que existía un personaje que se llamaba El Legionario y que iban guardias civiles.

—No, no iban guardias civiles. Yo nunca vi fusilar a guardias civiles ni miliares, ni siquiera a moros. Los moros hicieron por aquí verdaderas barbaridades, pero no los vi fusilar nunca. Los únicos que fusilaban eran falangistas y requetés. Aquellos eran falangistas.

—¿Iban de uniforme?

—No, iban de paisano, de señoritos. Pero yo sé que eran falangistas, eso se nota.
Manuel calla algunas cosas. Cuando se le pregunta cómo se libró él estando viviendo allí responde que su «señorito» era requeté y que a él y al Granaino les respetaban porque sabían para quién trabajaban, pero no quiere hablar de ese «señorito suyo». ¿Llegó a fusilar también? Siempre la callada por respuesta.

—¿Qué pasó después?

—Nosotros nos fuimos de allí corriendo y cuando llegamos por la mañana a dar de comer al ganado en la fuente que había en la entrada de La Gota de Leche, como hacíamos a diario, nos encontramos a aquel hombre muerto, en la misma fuente. Tenía un solo disparo aquí, en el costado, y se ve que había ido allí a beber y ahí se quedó. Yo fui a las monjas a avisarlo y hablé con el vaquero. Le dije que ese hombre estaba muerto, y el vaquero me respondió que me callara, que aquel hombre era un andaluz muy grande que por la noche había ido a pedir agua. Él en persona aviso a las monjas y estas le contestaron que ni lo tocara. Cuando lo vieron cerraron la puerta y le dijeron que a ese hombre no se le podía dar ni agua. Yo lo vi allí muerto, y El Granaino y el vaquero. Me acuerdo de su cara. Supongo que se fue hacía la fuente a beber y allí murió.

—¿Y se lo llevaron en el camión?

—No, vino un coche negro y se lo llevó.

—¿El mismo de la noche anterior?

—No sé, eso no lo sé. Nosotros dimos de beber a las cabras y nos fuimos. De lejos vimos un coche negro que llegó y se lo llevó.

El camión

—¿Ese día no vino el camión con gente para fusilar?

—Sí, algo más tarde de que mataran a esos dos hombres. Pero se quedaron más atrás, donde siempre.

—¿Existe esa fuente?

Y Manolo el Cabrero, apoyado en su inseparable bastón se dirige hacia una columna de piedra rematada por una cruz de hierro que se encuentra en la antigua entrada del cortijo de la Gota de Leche, hoy vacío y abandonado. No la separa ni un par de metros del recién colocado asfalto de la nueva carretera del aeropuerto. Todo el que pasa con coche la ve. Allí Manuel se sienta y señala en su base, dos hierros rotos. Uno servía para apretar, mientras del otro salía el agua. La fuente existe, ella fue el último testigo mudo de la solitaria (muerte) de un andaluz universal a quien hoy todos reivindican y entonces no dieron agua. Junto a ella pasa la carretera y más atrás, en una explanada de amarillo albero y rodeada de tela metálica, el monumento a medio construir de la Fundación Blas Infante. «No sé cómo se han llevado por delante la fuente las máquinas esas, no lo sé, pero ahí, bajo esa cruz murió él».

Y el viejo cabrero vuelve a asegurar que aquel hombre vestido de oscuro a quien él vio morir aquella noche del 10 de agosto era Blas Infante. Aquel «andaluz muy grande» como lo denominó el vaquero del cortijo de las monjas. Nadie más pudo verlo salvo sus asesinos.

«Seguro que si se enteran nos hubieran matado a nosotros también».

(*) Gracias a la buena memoria de A. Ragel recuperamos este artículo.