María Zambrano: “¿Volver a España? Que sea lo que Dios quiera…”
En 1981 José Miguel Ullán entrevistó a María Zambrano y le preguntó si iba a volver a España. Como tantas figuras del exilio, aun dudaba. Ese mismo año recibió el Premio «Príncipe de Asturias» y en 1984 volvió a España, ya con 80 años, recibiendo un tardío reconocimiento. Como Rosa Chacel, Francisco Ayala, José Bergamín y otros que volvieron tardíamente del exilio, aún hizo importantes aportaciones a la cultura española ya en su etapa democrática. Por desgracia, otros, como Max Aub, no alcanzaron a vivir esa situación. En este artículo Zambrano evoca las figuras cercanas de su juventud (su maestro Ortega, Emilio Prados, García Lorca, Octavio Paz, Lezama Lima), así como sus cambiantes sensaciones e ideas sobre la vida, los lugares de residencia y el paso del tiempo.
José-Miguel Ullán*
Se habla insistentemente de la escritora María Zambrano (1904) cara a la concesión del próximo premio Cervantes. Esta mujer, que nunca ha regresado del exilio emprendido en 1939, fue profesora de filosofía en Madrid, México, Cuba y Puerto Rico. Su obra, durante largo tiempo silenciada en España, se revela ahora para las nuevas generaciones como una de las cimas más altas del pensamiento español contemporáneo. Tras la publicación de Claros del bosque (Seix Barral, Barcelona, 1977) María Zambrano prepara nuevos libros para Ediciones Taurus, Alianza Editorial, y La Gaya Ciencia desde su lugar actual de residencia, Ginebra. De ello habla en esta entrevista, a la par que evoca la figura de su maestro, Ortega, y corrige, con delicadeza extrema, la imagen que de ella se tiene entre nosotros.
Pregunta. Hace unos años, al hablar con usted, ambos teníamos la certidumbre de que era inútil inventarle resonancia alguna a sus escritos dentro de España. Hoy, en cambio, nada hay que inventar en tal sentido. Sus libros están despertando un enorme interés. ¿A qué atribuye este fenómeno?
Respuesta. En primer lugar, conviene reducir tal fenómeno. Porque a mí me ha pasado una cosa: siempre, siempre he tenido personas, unas conocidas y otras desconocidas, que han creído en mí, en mi persona y en mi vida. Me cuesta trabajo añadir que también en mi obra, pero, en fin, de alguna manera la tengo que llamar… Siempre. Eso no me ha faltado nunca. No he estado sola y abandonada. El abandono, sí, claro que lo conozco. Pero no ése. Siempre he tenido correspondencia con alguien. Por ejemplo, con Lezama.
P.: Ese cauce epistolar se correspondía mal con la ausencia de testimonios públicos.
R.: Sí; yo no me daba cuenta de que, como dicen en México, estaba ninguneada. Yo no me enteraba. Claro, sí, me enteraba cuando las revistas no me pedían nada, incluso de manera explícita y hasta ensañada. Sí, esa saña la he visto. Y entonces ya no tenía más remedio que enterarme. Me daba cuenta de que, si quería publicar algo, no tenía dónde, si bien es verdad que durante muchos años no existían muchos dónde en España. Pero ya está. Allá ellos.
P.: Puede hablarse de desconocimiento general. Sin embargo, algunas personas conocían tu existencia y tu escritura.
R.: ¡Y cómo! A veces, algunas de esas personas inclusive han mantenido correspondencia conmigo, han dicho en ciertas ocasiones cosas muy encomiásticas, pero han sido muy pudorosas. Tal vez creyeron que la humilde violeta se iba a ruborizar. Ellos sabrán.
P.: Es muy posible que las modas le otorgaran buena conciencia a ese grupo de conocidos pudorosos.
R.: En primer lugar, me cogió el antiorteguismo. Como yo nunca he desconfesado de Ortega ni he movido el manubrio del orteguismo. Yo siempre he dado la cara por lo que le debo a Ortega como discípula, por lo que de su pensamiento cuenta y debe contar para España. Y eso, pues claro, para hacerlo y que saliera bien, había que tener un manubrio o, en fin, algo que yo no podía tener ni lamento no haber tenido.
P.: El exilio…
R.: También me ha cogido lo del exilio. ¡Qué desconfesado, el exilio! Yo nunca he desconfesado del exilio. Nunca he dicho que salí de España y que luego cuando volví, ¡ay!, ¡ay, qué bien!… En fin, para qué voy a hacer la caricatura de actitudes que tú conoces muy bien. Nunca; es decir, no he sido ocasionomista, para decirlo con un término filosófico y no emplear otro más duro. No, no he ido a favor de la corriente.
P.: ¿Ninguna ambición frenada?
R.: De tener que pagar ciertos tributos, mejor no publicar nada, dejarlo todo dentro de una gaveta, esperar a que pasen cientos de años y ver si acaso entonces todo lo escrito ha ganado en fragancia y belleza. No, yo no te voy a decir que no tenga ambición alguna. Pero vanidad, no. Y si la tengo es muy infantil, como cuando te pregunto a veces: “¿Y no me dices que es bonito?”. O sea, una vanidad de niña, de quien espera que le den el bombón. Pero vanidad, vanidad en serio, no. Ambición sí debo de tener alguna. Porque uno no es tan transparente, aunque lo quiera. Si lo fuera, ¡qué estación final! Pero cuando uno va a ser transparente, retrocede. Y se va a buscar el cogollo oscuro, porque quiere vivir todavía, porque quiere ser más: es decir, no más que nadie, sino más, con esa avidez que es la vida. Yo no puedo renegar de la vida. Me gusta. Estoy en buenos términos con ella. Entonces, claro, tengo que tener alguna ambición. Pero envidia, no; porque es antivital y fea.
P.: Después de Ortega, ¿ha ocurrido algo en la filosofía española?
R.: Han ocurrido muchas cosas; o sea, ha ocurrido él mismo. Él no tenía una estructura –para usar una palabra no en el sentido de ahora, sino en el de siempre– que pudiéramos llamar trágica. Él era un hombre que, como bien dijo José Gaos, pertenecía a la Ilustración. Él no podía con la tragedia de España. Y empecé a percibir la traducción que yo hacía de su pensamiento sin darme cuenta. Él decía que la vida es drama entre el yo y las circunstancias. Y yo, de estudiante –decía que la vida es tragedia. Un día me dije: “Pero no, si el maestro no dice eso. Dice que es drama”. Pues ahí está. Él no podía afrontar la tragedia de España. Que no es el único, lo sabemos bien. Pero ahora hablamos de él. Así que lo primero le pasó a él. Entonces fue muy amargo, yo me di cuenta, aquel silencio suyo que precedió a la guerra. Y cuánto amor. Él era de la aurora. Y él, periodista maravilloso, gran escritor y hombre lleno de caridad intelectual, no podía soportar no tener dónde escribir: “Es que no tengo dónde escribir”… A José Antonio Maravall se lo llegó a decir de forma muy graciosa cuando le confesó que estaba sentado en una piedra con el trasero al aire… Sentirse así ese hombre, ¿no es hermoso?
P.: Usted ha contado que llegó incluso a proyectar un pliego de cordel.
R.: Un día, sí, se le ocurrió la idea de publicar un artículo en un pliego de cordel. Quería colocarlo en la plaza Mayor de Madrid, al lado del pliego de romance de toros, para que, como él decía, el español viese todas las mañanas un artículo suyo y lo leyera. El de la torre de marfil, ¿eh? ¡Vaya!
P.: Pero nunca llevó a término ese proyecto.
R.: Los que teníamos noticia de ello, sólo tres personas, nos impusimos el mayor secreto. Pero un día, paseando por la Gran Vía, alguien que se había distinguido por sus mediocres ataques contra Ortega me dijo que estaba al corriente del tema. Inmediatamente llamé a don José y acudí a verle. Se lo cuento. Y entonces, durante más de una hora, la cuestión era saber por qué yo había conocido a aquel tipo que estaba al tanto. Aquello era alucinante. Yo no podía más. Hasta que él terminó diciéndome: “Todo ocurre porque usted ha salido de su casa”. Y no me hablaba nada del pliego de cordel. Entonces creo que lloré. Porque he llorado varias veces. Sí, el maestro me ha hecho llorar. Y ya me vio tan afligida que me dijo: “No se preocupe. Todo se sabe porque yo se lo conté a quien no debía”. Esto lo retrata mucho, ¿sabes? Por eso te lo cuento.
P.: ¿Era Ortega una persona afable?
R.: A él le importaba muchísimo que le quisieran, que le quisieran los españoles, los anónimos, los que iban por la calle. Caminaba solo, a la caída de la tarde se mezclaba en los cafés multitudinarios, quería oírles hablar, observar el ritmo… Él estaba muy angustiado por el ritmo que tenía la gente al andar. Iba por la calle y decía: “¡Arritmia!”. Le parecía un indicio muy malo. Sufría enormemente.
P.: Y después de Ortega, ¿nadie?
R.: Me gustaría decir que alguien. Pero no digo más. Y querría.
P.: ¿No le escriben los filósofos españoles?
R.: A mí no me escriben los filósofos. Me escriben los poetas.
P.: Usted ha conocido intensamente a Emilio Prados, Lezama Lima, Octavio Paz…
R.: A Octavio le conocí cuando llegó a España, en plena guerra, en viaje de novios. Él y su mujer eran dos ángeles. Era una maravilla Octavio. No quiero decir con ello que después… No. Era una maravilla. Yo nunca había visto a un poeta en un escenario. Eso no se usaba. Y una mañana, en un acto que cerraba el Congreso de Intelectuales Antifascistas, en Barcelona, salió Octavio a recitar: Has muerto, camarada… No se me olvida la identidad del poema, del poeta, del público. Es algo que no olvidaré. Después, claro, siguió la amistad en México y luego en París. Y después no sé… Entre Octavio y yo hay una cosa pendular. Yo podría preguntarle: “Oye, ¿es que me quieres de verdad?”. Pero a lo mejor él podría preguntarme: “¿Es que estimas mi obra de verdad?”. ¿Comprendes? Quizá sea la distancia. ¡Tantas cosas han ocurrido! Pero ahora, ahora, estoy bien con Octavio. Siempre me manda recado para que le envíe colaboración. ¡Ay! Pero sí me quiere Octavio. Y yo a él.
P.: Ya en México, Emilio Prados estuvo viviendo en casa de Octavio Paz. ¿Cómo eran sus relaciones? ¿No son dos poetas antagónicos?
R.: A Octavio siempre le recuerdo perfecto, dueño de sí, sereno, ecuánime, ponderado. Nunca le he visto perder la razón. Un día, recuerdo, Emilio estuvo insoportable: “La poesía lo puede ser todo menos razón de ser. ¿Pero qué es eso de razón de ser?”. Así, todo el tiempo. Y Octavio, perfecto. Emilio tenía el encanto de la palabra. La gente hacía corrillo en la calle para escuchar lo que él contaba. Eso sí lo ha dado España, ¿ves?, el encanto de la flauta mágica. Lo tenía Valle-Inclán. Y Ortega, si hubiera querido. Federico García Lorca también lo tenía. Era juglar. Y sabemos que era más que un juglar. ¡Aquella mímica! Porque también él quería que le quisieran. Y nunca estuvo seguro. Claro que llevaba la muerte encima, y eso debe de producir un temblor, un aleteo muy grande. Y como llevarla, la llevaba. No era la idea ni el concepto; la preocupación, tampoco. Era, simplemente, la muerte. Tremendo.
P.: Retornando a Ortega; ¿qué discípulos le rodeaban cuando usted le frecuentó?
R.: Discípulos, Morente, Gaos, Zubiri –si él no dice otra cosa–, una servidora y Julián Marías –que no dirá que no–, además Antonio Fernández y Paulino Garagorri.
P.: ¿Y cómo eran sus clases?
R.: Éramos unas veinte personas. Ese era el esplendor. Yo nunca vi un auditorio compuesto de marquesas, condesas y duquesas. Nunca lo conocí.
P.: Después de la guerra, ¿tuvo usted algún contacto con el maestro?
R.: No. No. No… Él nunca me ha escrito. Julián Marías me dio el remedio. Me dijo: “A mí tampoco me ha escrito. Pero yo, sabiendo que no me escribiría, he ido a Lisboa a verle. ¿Por qué tú no haces lo mismo?”. Y yo le respondí: “Porque no soy tú. Y yo no me persono. Si él quiere, sabe dónde estoy”. Y, sí, sí, ha hablado de mí, ha dicho cosas muy bellas. Dicho, dicho…Algunas, muy divertidas: “¡Ah, esa espléndida muchachita!” (Risas). ¡Ay Dios! ¡Esa espléndida muchachita! Así, por lo visto, me quería ver o me veía. Sí, muchos errores ópticos se produjeron. Ya ves que la terminología no la he olvidado. Muchos errores ópticos. Y no sólo ópticos. Todo ha sido un error de perspectiva. Y en algunos casos tales errores son de las entrañas. Cuando eso ocurre, todo es más difícil. Claro, yo he pagado el antiorteguismo. Tal vez, curiosamente, porque nunca he sido orteguista. Él lo supo. Y él no quería orteguistas ni creo que tampoco discípulos.
P.: Fenecido el antiorteguismo, no por ello se hizo visible lo que usted escribía.
R.: Porque antimarxista no he sido nunca: Dios me libre de esa profesión; pero ni que decir tiene que tampoco podía ser marxista. Y el marxismo de la generación del cincuenta es evidente que tampoco jugaba a favor de mi visibilidad.
P.: Actualmente, diversas editoriales españolas tienen anunciados nuevos libros de usted.
R.: ¡Qué cosas le suceden a una! Cuando se decide una a publicar, firma unos papeles y recibe algún dinerejo, no hay manera de avanzar… ¡Qué cosa! ¡Qué obstáculo indecible! Y es que escribir es algo que nace naturalmente, espontáneamente, sin darse cuenta, como se respira… Pero si tienes que dar el respiro a la fuerza, entonces ya no respiras. En fin… Yo, como escribir, en vida he escrito lo que está a la vista, lo que no lo está, lo que quizá no lo esté nunca. Pero es que escribo así, sale solo. Cuando está el libro, el compromiso, el tener que darlo, ¡qué angustia! Y, bueno, ¿qué tengo ahora entre manos? Sí, varios libros. De alguno de ellos lo tengo todo. Pero tengo que corregirlo. Y, ¡qué horror! Para corregirlo tengo que leerlo. Y luego tengo que darlo, desprenderme de ello. Es atroz. Algo cambia dentro al tener que entregarlo así. Uno retrocede.
P.: Usted ha publicado algún adelanto de un libro titulado De la aurora. ¿Qué encierra?
R.: La metáfora de la aurora. ¿Y qué es la aurora? Un suceso de la luz y del hombre al mismo tiempo. Invencible. Y vencida siempre, puesto que se reitera. Es el arranque de la luz, que nunca se cumple, pero que nunca se vence. En el cielo, en el hombre, en la historia… Trágicamente en la historia, como sabemos. E incluyo un pequeño tratado sobre la llama, la llama que salió con la aurora. Y está el mirar la llama, el asimilarse a la llama, el estar dentro de ella, el no poderla seguir, el extinguirse, la extinción que no cesa, la incesante esencia de la luz y del fuego. Claros del bosque era de la luz y del agua. A mí me guían los elementos. Me llevan.
P.: ¿Hacia dónde?
R.: Lo que uno busca es el conocimiento en el instante mismo de la muerte. Así que en la llama estoy. ¡Qué lugares tan hermosos frecuento!
P.: Prepara, asimismo, una antología.
R.: Sí; en ella irá un largo prólogo con el título de todo lo que he escrito. ¡Ay, me lo quería callar! Me lo quería callar, ¿Pero y si me muero sin decirlo? Este es el título: Prólogo a un libro desconocido. Se llamará así todo. Es un título que doy ya para todo.
P.: ¿Es una confesión final?
R.: Sí. Quiero que abarque todo, tanto lo editado como lo inédito. Y ese es el título. ¿Ves? Yo me lo quería callar. Y llegas ahora tú y te lo digo.
P.: Se habla mucho en España de las dificultades materiales que usted tiene, a menudo ligadas abusivamente a su ausencia de España. ¿Le resulta muy doloroso abordar, siquiera de pasada, el tema?
R.: ¡Uy, qué lata! Todo eso es otro error de perspectiva. Yo no acepto ese equívoco. Con ello no quiero decir que mi vida económica no sea insegura, problemática o difícil, pero no es ese el argumento. Uno se indigna ante tanta inesencialidad.
P.: ¿Volver a España?
R.: He ido mucho y me he vuelto.
P.: ¿Son viajes metafóricos?
R.: Metafóricos, es decir, reales. He ido. Y me he vuelto. Es que es terrible, es que es terrible volver al cabo de tanto tiempo. Yo siento la llamada. Yo quiero ir. Pero lo que no quiero es tirarme por la ventana. Hay algo que todavía se resiste. En mi pueblo natal, Vélez-Málaga, han decidido dar mi nombre a una calle. Al mismo tiempo, han derrumbado la casa donde nací. La llamada es así de contradictoria. En fin, que sea lo que Dios quiera. Eso sí que es andaluz: que sea lo que Dios quiera. Eso dijo Federico García Lorca cuando arrancó el tren: “Que sea lo que Dios quiera”.
No hay que perder el compás
La quietud de costumbre, que nunca llega a ser costumbre. La claridad de la memoria, que es instantánea. O la pasión de un permanente acuerdo con la quietud y con la claridad, mientras la luz de mayo atardece y escucha.
—Cuando te fuiste de Madrid, ¿qué imagen última de esta ciudad viajo al exilio contigo?
—Me llevé la imagen de algo invulnerable, de algo durable, de algo que no podía ser destruido, de algo indestructible. Era una imagen perteneciente a una categoría, más que de la historia, de la vida, sí, de la vida, pues que para mí la vida rebasa con creces a la historia. La vida es la engendradora de la historia. A la vida solamente engendrada por la historia no la tengo en gran aprecio; eso es lo más efímero. Los momentos históricos sólo son verdaderamente históricos cuando en ellos hay algo viviente, universal. Y Madrid, para mí, era histórico de esta última manera. Hasta el punto de que yo no podía cantar o cantarme algunas canciones como Puente de los franceses, porque se me llenaban los ojos de lágrimas. Y es que en aquella época mía, y de todos, siempre que nos reuníamos los exiliados, desde antes del exilio, cantábamos. Y así, sin transición pasaron las canciones de Lorca, con distinta letra, a convertirse en las canciones de la guerra, en las canciones de un Madrid luchando por su legítima defensa. A ese Madrid, que resistía cantando, me lo llevé en mi corazón. Y tenía, en verdad, la universalidad del corazón. Porque aquel pueblo de Madrid, ¡que los dioses me perdonen!, era el pueblo más universal que he conocido.
—Al regresar del exilio, ¿coincidió la primera imagen entrevista con aquella última que de Madrid te habías llevado?
—Yo vine, para poderlo soportar, mirando la luz. Cuando, por una luz anaranjada, supe que ya sobrevolaba España, entonces, sí, entonces me dio un golpe el corazón. Porque durante mi largo exilio ya me había dado cuenta de que hay espacios, lugares, países color naranja, o sea de sacrificio –México, por ejemplo– y otros azules –como Italia– sin vocación sacrificial. Y, claro, yo acabé encontrándome mejor en los países azules, donde el sacrificio, aunque lo haya, no aparece; en Asís, ¿te acuerdas?, no aparece el sacrificio. Y, al ver otra vez la luz anaranjada, entonces dije: “Sí, estoy en España”. Y, ¿para qué negarlo?, sentí también un poco de temor. Porque ninguna víctima va al sacrificio presentándose. Yo diría que el que se presenta a sí mismo como sacrificado es… un remedo, por no decir otra cosa peor, por no decir que es alguien que está dispuesto a explotarlo.
—Bajo esa luz anaranjada, ¿qué has ido descubriendo?
—No sé, no sé lo que me ha pasado bajo esa luz. Tengo que inventarlo.
—¿Y qué color le inventas a ese entorno invisible?
—Claro, a mí el cantarillo siempre me lleva a la fuente…, me lleva al sacrificio. Pero el gusto, el reposo y la paz me llevan al azul celeste. Desde este hogar de ahora, desde esta habitación donde estamos, he visto el mismo poniente de antaño; que no es azul, sino color malva, es decir, con algo ya rojizo en su seno. Y, al final del crepúsculo, cuando aparece algún puntito rojo o anaranjado, entonces yo me encuentro más en mi casa. Ahí asoma la dificultad de mi ser, de la cual no me agrada hablar en exceso. No me gusta embeberme en mi ser; por el contrario, querría un poquitico descansar de ser.
—¿Tienes hoy la sensación de que tu juventud se asentaba sobre un Madrid poblado de mitos?
—No, no, no… Al trasladarnos de Segovia a Madrid, yo iba a la Universidad, que en aquella época era ir a ninguna parte, especialmente si era la Facultad de Filosofía. ¡Ah!, pero en esto tengo mi orgullo: creo que la transformamos los estudiantes. Y los jóvenes de entonces no queríamos mitos, sino algo nuevo, algo inédito, algo respirable y fragante. Hasta en arquitectura, la cúpula no nos iba; nos iba mejor el campo, un campo que no fuera mitológico, el campo en el que gozar de una vida no albergada en mito alguno. Y, fíjate, me fue difícil, pues yo soy muy dada a descubrir mitos y a alimentarme de ellos.
—¿Qué intelectuales, míticos o no, destacaban en aquel madrileño ayer?
—Ortega, desde luego. Y Valle-Inclán, que era el más mitológico de todos. Verlo bajar por la calle Alcalá era algo total, era un absoluto, que es lo propio de los mitos. Ortega era más madrileño y, además, se empeñaba grandemente en no parecer y en no ser símbolo ni mito. Iba eso mucho con su razón vital, que, de tener algún mito, sería el de la vida. Pero no, no se dejó cazar. Hubiese sido terrible para el pensamiento de Ortega y Gasset dejarse cazar por el mito de la vida.
—¿Algún otro personaje acude a tu memoria?
—El ritmo, el andar. Y esto sí que ya no he podido recuperarlo, pues los coches lo absorben todo. El poder entrar en un café… El poder estar esperando un tranvía: 19, Puerta del Sol-San Francisco… Porque vivíamos por los llamados barrios bajos –¡ahora el Madrid de Felipe IV!–, en la calle de Don Pedro, esquina a la plaza de los Carros… A mí aquello me parecía prodigioso. Y aquellas verduleras, que se metían conmigo. Y aquellos albañiles, que silbaban cuando yo pasaba, porque era delgadísima: “¡Apártate, que va a pasar la señorita y no cabe!”. ¡Qué estilo! Hasta que un día iba yo, tan delgaducha, y a lo mejor vestida de verde, como una lechuga, con mis libricos bajo el brazo. Los albañiles, como siempre, me silbaron. Pero aquel día yo tropecé. Entonces, inmediatamente los albañiles abandonaron el andamio, me recogieron los libros, los desempolvaron y me los dieron. A partir de ese instante, se acabó la burla. Era la caballerosidad. Y aquel modo de hablar madrileño, que no era un dialecto, sino un ritmo, un decir más sin palabras añadidas o estribillo, sólo gracias al ritmo.
—Hablaste de Segovia, en España, sueño y verdad, como un lugar de la palabra. Madrid, ¿lugar de qué sería?
—Del ritmo. ¡Cualquiera resiste los movimientos de hoy!, pero entonces Madrid tenía un ritmo, y un compás. No había que perder el compás. Y eso no es el ser como Don Rodrigo en la horca, ¡válgame Dios!, que es lo más ajeno a la vocación de Madrid. La vocación de Madrid ha sido siempre la de no perder el compás. Sí, eso lo viví durante la guerra y durante la paz que la precedió. No había que perder el compás. Cayeran rayos o centellas, nadie perdía el compás. Tal vez por eso los albañiles me reconocieron como suya, porque al caer, no perdí tampoco el compás. ¡En qué andamios trabajaban ellos! Eso sí que era para perder la cabeza. Pues bien, tampoco, tampoco la perdían.
—¿Y llega hasta ti algún eco de los movimientos actuales de Madrid?
—Pues no creo que me lleguen muchos… Hace poco me habló un amigo, un gallego muy madrileño, de cierta obra de teatro que ahora se representa en Madrid y donde hablan en ese nuevo lenguaje…
— (Risas)
—Hombre, idioma no se le puede llamar. De eso había un poco en Madrid. Pero había muy poco lenguaje, había mucho idioma y mucho ritmo. ¿Y ahora? Pues ahora, amigo mío, ¡yo qué sé!, si estoy aquí quietecita y no salgo a ninguna parte.
—¿Por qué sitios madrileños sientes predilección mayor? ¿Qué lugares recuerdas con más intensidad?
—Una tarde que me llevaron a Leganés –¡cuidado!, a un instituto de segunda enseñanza que lleva mi nombre–, les dije a mis acompañantes que, al pasar por el Manzanares, detuvieran el coche un momento. Al detenerse, alguien me dijo: “Aquí lo tienes”. Y yo supliqué de pronto: “Llevadme corriendo”. ¿Por qué? Me da vergüenza decirlo, pero es que me dieron hasta ganas de tirarme de cabeza en aquellas aguas.
—¿Hay rincones más apacibles?
—Otra vez me acercaron al que fue mi segundo domicilio madrileño, en el número 3 de la plaza Conde de Barajas. Era de noche. Y yo me sentí impulsada a dar unos pasos hacia la puerta de mi antigua casa…Me dispuse a esperar al sereno. Hasta que me di cuenta de que ya no: aunque esté la plaza, aunque esté la casa con sus balcones, aunque pervivan las siete acacias y otros niños jueguen al corro en torno a ellas… Aunque todo esté, me dije; tú no puedes ya vivir ahí. No se puede reanudar con aquel ayer. Sería una farsa. Por eso consideré una fortuna el encontrar este piso, al lado del Parque del Retiro. Es un piso lleno de faltas… y de sobras, pero dentro de un barrio en el que no viví.
—Desde este retiro, ¿te atreves a sospechar cómo está España?
—Me temo que no. Pero veo los informativos de televisión con cierta frecuencia y eso me quita la gana de vivir, no ya en España ni en el Mundo, sino en el Universo. Es terrible lo feo que está el mundo. No hay un rostro de verdad, un rostro, puro o impuro pero un rostro. El mundo está perdiendo figura, rostro, se está volviendo monstruoso. Y ahí, hasta San Juan de la Cruz viene en mi apoyo; “La dolencia del amor, que no se cura sino con la presencia y la figura…”. ¿Cómo amar a un mundo que no tiene presencia ni figura? ¿Cómo hablar siquiera de él? Hay momentos en que se me aparece de inmediato la posibilidad de no volver a hablar nunca. Pero luego me acuerdo, y me río, de esas personas a las que le da por hablar del silencio y no acaban nunca. Es que todo lo que sea un proyecto, un programa, me parece rechazable. Casi todo es, ¡ay!, programa: el silencio, lo que Dios quiera, a la deriva… Y hay un programa que ni necesita ser programado: el no pensar. Sí, encuentro que el mundo se está vaciando de pensamiento. Es horrible.
—¿Ninguna esperanza?
—¡Ya lo creo!
—¿En qué?
—No lo sé… La he depositado mucho en la España que no conocía, en ésta que ahora piso, por imaginar que, pese a todos los males posibles, aquí estaba a salvo la vida, se respiraba. Pero no sé si ahora yo podría participar de esa vida, porque la esperanza no es nunca objetiva: es la esperanza de participar. Tal vez lo que yo sienta es que no hago aquí na… Me acuerdo de un proverbio árabe que le gustaba citar a Ortega: “Bebe en el pozo y deja tu sitio a otro”. Pero esa idea, por así decir –y me he puesto a hablar madrileño: por así decir–, de estar quitando el sitio a otro, la verdad, ha ido siempre conmigo. De pequeña, yo no quería crecer, yo quería ser más niña, yo no quería ocupar lugar. A mí me daba mucha vergüenza ocupar un sitio físico, un sitio en el espacio. Y sigue dándome vergüenza. Cada vez más.
*José-Miguel Ullán (Villarino de los Aires, Salamanca, 1944-Madrid, 2009), cursó sus estudios en Salamanca y Madrid. Durante su estancia en Francia (1966-1976) siguió los cursos de Pierre Vilar, Roland Barthes y Lucien Goldmann en la École Pratique des Hautes Études de París. Paralelamente a su creación literaria, Ullán desarrolló una abundante actividad dentro del periodismo cultural. Dirigió, en París, las emisiones en lengua española de France Culture (ORTF). Fue subdirector de la revista de artes plásticas Guadalimar y codirector de Cuadernos Guadalimar. En Televisión Española dirigió y presentó la serie titulada Tatuaje. En Radio Nacional de España hizo los programas Otra canción y Acércate más. Fue subdirector del periódico Diario 16, donde fundó el suplemento ‘Culturas’. Columnista del diario El País, fundó la colección Poesía/Cátedra y fue director literario y fundador de la editorial Ave del Paraíso. Durante varios años coorganizó el Salón de los XVI, formó parte del comité de selección de pintura y escultura en Europalia/España y fue responsable de artes plásticas en la Comisión Organizadora del IV Centenario de San Juan de la Cruz (1991). Organizó exposiciones de artistas mexicanos en España (Frida Kahlo, Manuel Álvarez Bravo, Juan Soriano, Vicente Rojo, José Luis Cuevas, Julio Galán y la colectiva Pintado en México). Obras suyas —que él llama “agrafismos”— han formado parte de abundantes muestras de “poesía visual”. Ilustró la revista literaria El signo del gorrión. También expuso en la 49 Bienal de Venecia, de 2001, y en la Universidad de Concepción (Chile), en 2005. Los poemas de Ullán han pasado también a formar parte de diversas composiciones musicales de Carlos Pellegrino, Luca Mosca y, muy especialmente, con Luis de Pablo. Autor de una copiosa obra poética y ensayística, con títulos como Manchas nombradas, Rumor de Tánger, Visto y no visto, Razón de nadie, Ardicia (Antología poética, 1964-1994), Amo de llaves, Ondulaciones (Poesía reunida 1968-2007), Tortuga busca tigre o Lámparas.
Fuente: Fronterad, revista digital 6 de junio de 2024
Esta entrevista ha sido recogida en el libro Qué me dices. Entrevistas, publicado por libros de la resistencia.