Antonio de la Cueva Delgado: La voz dormida

A mi tía Carmen y a todas las mujeres que nunca
abandonaron el deseo de saber y nunca
traicionaron su memoria.

Durante el inicio del otoño del año pasado, me encontraba como viene siendo habitual en mi, en el festival de Cine de San Sebastián, donde entre tantas películas se estrenaba la última de Benito Zambrano, con el título que hoy doy nombre a este escrito. Una historia de tiempos de silencio, donde se relata el sufrimiento de aquellas mujeres que perdieron una guerra y la agonía que vivían sin conocer cuál sería su final. Basada en la novela de la escritora fallecida Dulce Chacón, refleja las penurias y desolación de miles de españoles, que morían en las cárceles por hambre, frío y enfermedades, si antes no eran fusilados.

Decía Benito que llorar viendo arte es bonito, te reconcilia. La cuestión es que para mí fue una caja de resonancia que alzaba la voz dormida de los perdedores y recuperaba su memoria. Esa que tantas tardes de sábado, ya sea al fresco o al calor de la camilla, según la estación del año, mi tía compartía conmigo y a veces con otros contertulios, en una amena conversación. De pronto, todos aquellos relatos que me habían contado, tenían su expresión ahí delante de la pantalla, en el anonimato de miles de espectadores, que contemplaban al igual que yo, con mucha atención, la secuencia de imágenes que marcaban un guión oído mucho antes por mí, gracias a los recuerdos de mi tía.

El impacto que me dejó la contemplación de la película, levantó un deseo de compartir algo tan familiar con ella y mi madre, prometiéndome que algún día las llevaría a verla en algún cine de Sevilla. Sin embargo, el tiempo iba muy rápido para ella, que ya marcaba con sus palabras, sin saber sabiendo, que este año era bisiesto, y que siempre traía malos presagios. Así fue para ella, pues apenas entrado el año, caminó hacia el sueño eterno, en plena lucidez y autonomía, en una vida digna que llevaba a gala, estando siempre pendiente de sus seres queridos, cuando era ella de quien los demás tendríamos que haber estado atentos, pues su edad hacia tiempo había entrado en el invierno de la vida.

La voz dormida incomoda porque habla del dolor, de un dolor inmenso, y asusta, asusta mucho porque habla de memoria y la memoria asusta. Por eso algunos nos quieren desmemoriados, porque el olvido entierra las culpas. Sin embargo, mi tía Carmen siempre estuvo bien despierta y con su voz en alto, para que las generaciones que continuaban la cadena familiar supieran lo que pasó, al menos al abuelo; como fueron sus sufrimientos en la cárcel, como la familia se partió ante la huida y después encarcelamiento. El empobrecimiento y la miseria de una madre que sola se tuvo que hacer cargo de una familia numerosa, cuyos niños y niñas se tuvieron que hacer hombres y mujeres aceleradamente, sin apenas vivir infancia. Y de cómo el abuelo tuvo su vuelta, y de nuevo marcando el compás de la familia, alzándola, para construir desde la pérdida.

Efectivamente en 1939, tras el fin de la Guerra Civil Española, la Dictadura Franquista convirtió las cárceles en un almacén de reclusos, donde todos eran hacinados y tratados en pésimas condiciones. De hecho, la cárcel en la que se basa la novela es la madrileña cárcel de mujeres de las Ventas, que fue construida para un número de 450 personas y superaba por aquella época 4.000 reclusas.

Mi tía siempre contaba que su padre le pedía a Asunción, su mujer, mi abuela materna, que en vez de llevarle un queso bueno, le diese más quesos de peor calidad, para que al menos cundiesen y pudiesen ser compartidos por todos los que estaban hacinados en la celda. Primaba la cantidad por la calidad para que todos pudiesen comer. También me habló de las noches, terribles noches de muerte, donde había fusilamientos y nunca se sabía si vendrían por él. Sólo el silencio de la celda, una larga espera, hasta que alguna voz digna, gritaba en el último adiós, en el último suspiro, por aquellos ideales vencidos. Todo eso se ve reflejado en la película, mientras sentado en una cómoda butaca, un nudo en la garganta y un pellizco en el estómago, me hacía sentir lo duro de aquellos relatos reales, que siempre me habían contado, desde mi adolescencia.

Como dice la escritora, la guerra no acabó para todos el mismo día. Tras la dura contienda armada se puede entender el horror, sobre todo si son guerras civiles, pero la guerra sucia, de exterminio, el terrorismo de Estado, es más terrible todavía porque va disfrazado de legal, y no hay defensa posible.

Sin embargo, no quisiera detenerme en aquellos años de la postguerra, que me fueron contados, pues mi generación por suerte no los vivió, al menos con la magnitud de los primeros años, aunque sí nos sacudió la dictadura, pues en nuestra juventud llegó la democracia, que hoy en día con la voracidad del capitalismo y la crisis económica provocada, parece que han hundido las ideas para dar paso a las cifras con la prima de riesgo, pues ya no cuentan las ideas políticas sino las maniobras económicas.

En cambio, mi tía era una mujer llena de ideas, con una curiosidad que se aproximaba más a la de un niña que a una persona de la tercera edad. Durante su infancia tuvo que madurar demasiado pronto, pues todos tenían que colaborar en las tareas de la casa y en el sustento diario. Cuando la situación mejoró algo, ya en su vida adulta, era una mujer que impartía clases en su taller de corte y confección, a las mujeres del pueblo, que querían saber del arte del patronaje del tejido, bien para saber hacer en casa o como medio de subsistencia o de apoyo económico familiar.

A sus cerca de 80 años de edad, quería introducirse en un mundo desconocido para casi toda su generación, que es Internet; hasta el punto que un día le quise hacer una demostración con un pequeño ordenador portátil, pues estaba convencida de que quería tener uno en casa. Al mismo tiempo, no dejaba de leer, novelas históricas o de ficción, algunas de ellas voluminosas, que devoraba con la avidez de una niña, pues muchas veces, a la próxima semana que volvía a encontrarme con ella, ya andaba en otra trama novelística, de la que me hacía partícipe, en aquellas charlas en su camilla, que ahora que escribo estas palabras, me producen desgarro, porque ya nunca las podré compartir. Otras veces, siempre preocupada por no perder la memoria, andaba enfrascada haciendo jeroglíficos en estas revistas que se compran en los kioscos de prensa y que están llenos de sopas de letras o acertijos. Y así tenía esa lucidez y brillantez, que le hacía ser una persona abierta, despierta y crítica al mundo actual; sobre todo a la política y a los acontecimientos que estaba viviendo ella, al igual que todos nosotros, con respecto a la crisis económica global. De lo familiar era capaz de trascender al marco de lo público, y como si fuese una profesora, mejor dicho una tertuliana experimentada en temas de actualidad, como las que escuchamos en la radio, en el programa de la ser «Hora 25», se convertía para mí en una ventana al mundo. ¡Vaya paradoja!, su sobrino con carrera y que vive en Sevilla, tenía menos para decirle, que ella que vivía en el pueblo, atendiendo las tareas de su casa y atenta a su vecindad. Así que todas esas tardes de sábado, ella me esperaba con inquietud, con deseo; creyendo que yo le abriría algo nuevo o no sabido por ella. Sin embargo, más bien le servía para entrar en conversación con alguien más abierto que su entorno de vecinos, que la pudiese escuchar en sus hipótesis e interpretaciones de este caleidoscopio que es la realidad. Algo que quizás con las mujeres de su generación no podía compartir en la dimensión que ella se proponía. Sin embargo, luego era discreta y capaz de moverse en una conversación más cotidiana y liviana, donde todas las demás opinaban, siempre desde esa puerta abierta, espacio creado para el encuentro entre vecinas y familiares, que todos los días compartían, en un único momento del día en el que cesaba la soledad por unas horas o un rato. Todavía a su edad conducía un pequeño turismo, que era y todavía es de mi madre, bien para visitar familiares, últimamente casi todos enfermos, pero también para salir los domingos y dar un paseo con su hermana, sobrina y otros familiares, y parar en una venta para merendar.

Su historia es la de muchas mujeres, que con poco supieron inventar y seguir adelante con deseos de vivir, pero sobre todo con deseos de saber. Hasta en su últimos momentos, postrada después de largas horas esperando para ser socorrida, en el mismo hospital, sin apenas tener habla, dado el alcance de su infarto cerebral, nos decía a los sobrinos que estábamos allí acompañándola, que estuviésemos atentos a lo que decía el médico.

Menuda lección nos has dejado tía, y vaya vacío más tremendo, pues ahora qué vamos a hacer los demás sin tus ocurrencias, pensamientos, sin tu conversación. ¡Sí!, ya lo sé que desde el cielo nos dirás que continuemos conversando, que no nos dejemos engañar por las palabras fáciles, y sobre todo y hasta el último momento, que sigamos conversando en compañía y con lucidez. Acaso, ¿hay algo más importante y que nos dé tanta compañía como las palabras compartidas?

Supongo que ahora que estás en el cielo, has organizado una tertulia con los abuelos, con los tíos y con mi padre, que deben estar asombrados y al día de tus lúcidas conversaciones, aunque supongo que el abuelo es el que más tiene que conversar contigo, pues gran parte de lo que fuiste y de tu deseo de saber, se lo consagraste a él. Hasta siempre tita. Como dice nuestro poeta Federico García Lorca en sus primeros versos de Alma Ausente: «No te conoce el toro ni la higuera, ni caballos ni hormigas de tu casa. No te conoce el niño ni la tarde porque te has muerto para siempre».
 

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