Las víctimas de la represión militar en la provincia de Sevilla (1936-1963)

Índice

Prólogo

Introducción

I. El golpe militar.

II. La ocupación de la provincia. Los primeros pasos.

III. La ocupación de El Aljarafe, el río Guadalquivir y la Vega.

IV. Intentos republicanos de reacción al golpe militar. La columna Cañete.

V.Quince pueblos en doce días. La sublevación avanza sin resistencia.

VI. 5-20 agosto: La Sierra Norte cae en poder de los rebeldes.

VII. La Sierra Sur último baluarte republicano.

VIII. La organización de la represión y sus métodos.

IX.Represión contra todos.

X. Prisiones, hambre y dictadura

XI. Las cifras de la represión.

Anexos

Introducción

Parece ser que en los tiempos que corren no es históricamente correcto hablar de “genocidio”, “exterminio” u “holocausto”, para referirse a los crímenes del franquismo. De tal manera proliferan los nuevos adjetivos que millares de víctimas como las que se produjeron en la provincia de Sevilla, corren el riesgo de considerarse “bajas colaterales” de una guerra “entre hermanos”. El siguiente paso sería considerar la dictadura de Franco como un régimen no especialmente represivo sino autoritario, y terminar señalando como colofón que “las dos partes hicieron lo mismo”.
No es extraño. A grandes crímenes grandes mentiras y mientras más crímenes más mentiras. Causa desazón comprobar cuantos eruditos contadores de víctimas comparan las cifras con los exterminios nazis y así establecen una jerarquía de criminales en la historia, de forma que solamente a partir de unas cifras determinadas podremos considerar genocidas a aquellos que se levantaron contra el poder legal de la II República y la eliminación que hicieron de sus adversarios políticos. Por este camino va a resultar que difícilmente se puedan siquiera considerar criminales a los responsables de las algo más de ochocientas víctimas de ETA y mucho menos a los del GAL o el Batallón Vasco-español, habida cuenta de unas cifras tan exiguas comparadas con las grandes matanzas de la historia.
Los rigoristas de los términos, tan preocupados porque las denominaciones que se utilicen no sean especialmente duras con el franquismo, no dudan en utilizar palabras y adjetivos fuera de todo rigor histórico, asumiendo sin problemas el lenguaje impuesto por los sublevados por la fuerza de las armas. No les importa llamar una y otra vez “ejército nacional” a lo que no era ningún ejército, ni por supuesto nacional. Olvidan una y otra vez, que los soldados que se colocaron bajo los mandos sublevados, estaban licenciados por decreto desde el mismo 18 de julio y que, desde ese mismo momento, dejaron de ser un ejército para convertirse en bandas armadas, que es exactamente lo que eran. Pero aquí no parece que interese el rigor y la fidelidad histórica. Llaman a Franco general, aunque saben que no lo era, porque fue expulsado del ejército con baja en su empleo, condecoraciones y hasta trienios. Y fue expulsado legalmente por quién tenía la autoridad para hacerlo. Pero nunca hemos visto a ninguno de estos nuevos y pudorosos defensores del rigor llamar exgeneral a Franco, cuando es el único término admisible bajo dicho rigor histórico. Tampoco le llaman bandido, que es como el diccionario define al que está perseguido por un bando, cual era el caso de Franco, procesado en rebeldía por rebelión militar por el tribunal Supremo de nuestro país. Y así seguimos, hablando de guerra civil para definir una guerra de clases e intereses, y discutiendo el sexo de los ángeles sobre si el franquismo era o no fascismo.
El lector tendrá que disculparnos si optamos por no escuchar al corifeo de tantos “puristas” y llamamos a las cosas por su nombre. Los asesinos fueron asesinos y por muchos años que pasen los genocidas fueron genocidas, porque así se comportaron cuando quisieron eliminar a todos los que tenían ideas políticas distintas, los ladrones lo fueron y como ladrones murieron y los torturadores, aunque estén en el cielo, fueron torturadores. Que nadie crea que un uniforme, una camisa azul, una sotana o dinero o poder, pueden ocultar a las huestes que siempre manchan la historia. Hay demasiados culpables en los miles de crímenes que se llevaron a cabo en la provincia de Sevilla como para jugar a los términos por quienes, cada vez más, están cuestionando los contenidos y objetivos de la represión. Por cierto, tampoco esta palabra gusta. Tal vez prefieran cambiarla por la “reprimenda” del franquismo. No sería extraño, los tiempos cambian que es una barbaridad y ahí está el nieto de Franco para decir que su abuelo no fue un dictador, todo lo más un poco antidemócrata que no firmaba penas de muerte, sino indultos.
En definitiva, los golpistas eran la parte “mejor” de la sociedad, como dijera Manuel Fraga, y, en todo caso, hubo algunos “excesos”, pero nada más. De uno de estos “excesos” trata este trabajo.
Dos años después del golpe militar de julio de 1936, al final del verano de 1938, Santiago Garrigós, comandante de la Guardia Civil que dirigía la Delegación de Orden Público de Sevilla, recibió de Valladolid la petición de los datos de “rojos” fusilados, desaparecidos, detenidos, huidos, etc. hasta esa fecha, así como, por supuesto, los “asesinados por los rojos”, y seguramente debió pensar que por arriba se habían vuelto locos. ¿A qué venía la solicitud de esa información? ¿Para qué interesaba saber la represión en cifras? Garrigós, responsable directo de la política represiva de Queipo de Llano desde el 12 de noviembre de 1936, desconocía que la Nueva España quería demostrar con números en la mano los crímenes “rojos”, de tal forma que, comparados con la “justicia” de Franco, se vería con claridad la diferencia entre los seguidores de Dios y los de Moscú. Se quería demostrar con datos que no eran nada comparados con las 500.000 víctimas de los “rojos” que, una y otra vez, Queipo vociferaba en la radio.
Pero pronto se dieron cuenta que esas quinientas mil víctimas eran como el millón de manifestantes que continuamente sacaban a la calle la iglesia o la derecha en los últimos años, algo que solamente existía en su imaginación.
Cuando los datos de los territorios ocupados por los sublevados en esa fecha, empezaron a llegar a Valladolid, las cifras hablaron por si solas de la matanza que en nombre de Dios y la Patria se había llevado a cabo, así que los papeles fueron guardados en un cajón y ahí estuvieron hasta que alguien, no hace mucho tiempo, decidió que no se podrían ver por ahora. Por suerte para la historia, el cuadrante original que hicieron en Sevilla, así como los oficios de todas las comandancias de los pueblos de la provincia con sus estadillos correspondientes, se han conservado como prueba casi irrefutable de que los milagros existen, aunque lamentablemente sólo se tengan los datos de dos provincias: Sevilla y Álava.
En Sevilla los datos “oficiales” detallaban 7.963 fusilados y 2.159 desaparecidos hasta septiembre de 1938. También señalaban 487 víctimas de los “rojos”, a los que, por establecerlo así la orden de Valladolid, no se les identificaba como “fusilados”, sino como “asesinados por los rojos”. Siempre fue muy importante para los sublevados separar el lenguaje en todo, hasta en los crímenes: tú asesinas, yo fusilo.
Eran unas cifras escalofriantes, más de diez mil personas asesinadas en una proporción superior a veinte por cada víctima derechista. Eran el doble incluso de las amenazas de diez por uno que radiaba Queipo de Llano. Y, pese a la monstruosidad de las cifras, estas se demostraron inferiores a la realidad. Y no solamente porque después de septiembre de 1938 se siguió asesinando gente, sino porque los datos “oficiales” que se enviaron a Valladolid estaban muy manipulados en varios casos importantes.
Más adelante entraremos en el detalle minucioso de estas cifras. Bástenos por ahora saber que la provincia de Sevilla fue especialmente masacrada por los rebeldes y posiblemente sea, junto a Córdoba y Badajoz, la que más sufrió la sevicia de los militares sublevados. Y hablamos en términos cuantitativos, porque si nos atuviéramos a la proporción de los crímenes cometidos sobre la población, sería Huelva, sin duda, la que más y mayor represión sufrió. En cualquier caso, no parece importante destacar unas cifras sobre otras cuando en todo el territorio ocupado por los rebeldes se practicó la misma venganza, aunque fuera en proporciones diferentes. Los crímenes de guerra que se llevaron a cabo reflejan con nitidez el interés de los militares golpistas en destruir todo vestigio republicano, empezando por los dirigentes y militantes de las organizaciones políticas del Frente Popular y los sindicatos cuyas ideas políticas buscaron exterminar. Habían perdido las elecciones, pero conservaban las armas y no fue ninguna sorpresa histórica que la gran mayoría de los militares salieran en defensa de los intereses que representaban.
Y hablamos siempre de represión militar, porque militares fueron los responsables de todos esos crímenes. Ya está bien a estas alturas de la investigación, que se siga dibujando una imagen represiva de falangistas y derechistas deteniendo y asesinando y los militares luchando en los frentes. U otra peor aún: los militares por encima de “la guerra entre hermanos”.
Todos y cada uno de los crímenes que se cometieron se llevaron a cabo o bien en las violentas ocupaciones de los pueblos por las columnas o por órdenes específicas de militares. Y como toda excepción confirma la regla, podemos citar la ciudad de Sevilla, donde se cometieron más de tres millares de asesinatos y solamente en tres casos (tres) se ha podido documentar que escaparan al control y orden de los militares sublevados. Nos referimos a Agustín Herrera Cabrerizo, albañil de 30 años, asesinado el 23 de agosto de 1936, Agustín Veguilla Alcántara, agente de seguros de 56 años, asesinado tres días después, ambos a manos de la “Brigadilla de Ejecuciones” de Falange sin orden del delegado militar gubernativo, y el ventero falangista Rafael Pío Chaves, el 5 de septiembre de 1936 en un asesinato de la misma brigadilla por encargo de un tercero. Incluso podríamos incluir un cuarto, el asesinato del limpiabotas trianero José López Aguilar en la acera del cine Coliseo de Sevilla el 26 de marzo de 1937, por el también limpiabotas y falangista Manuel Sobrado Muñoz. Cuando le descerrajó un tiro a plena luz del día, el asesino fue detenido por policías que estaban en los veladores y llevado a comisaría. Allí dijo que López Aguilar había pronunciado “frases ofensivas para la dignidad de las fuerzas nacionales”, y cuando los policías quisieron exculparlo y dijeron que se encontraba algo embriagado, Sobrado negó que lo estuviera y además le contestó al juez militar que estaba “satisfecho de lo que ha hecho sin estar arrepentido de los hechos realizados”. El auditor Bohórquez, tan celoso siempre de la “justicia”, le devolvió al juez el procedimiento ordenándole que investigara las “frases ofensivas” que hubiera pronunciado la víctima, no fuera a suceder que dichas frases justificaran el asesinato. Pero era evidente que Manuel Sobrado no iba irse de rositas matando a quién quisiera y saltándose la disciplina y la jerarquía militar, así que lo condenaron a 17 años y 4 meses.
Conocemos varios casos similares en la provincia y en todos ellos se demostró a cívicos, requetés y falangistas, que solamente los militares estaban facultados para ordenar la muerte de un “rojo”. Incluso jefes locales de Falange experimentaron muchas veces la vara disciplinaria cuando se saltaron la jerarquía para matar. Las derechas locales tuvieron un destacado protagonismo en el asesoramiento de los comandantes militares y señalando a aquellos izquierdistas que querían ver eliminados, de la misma forma que el papel de las milicias derechistas consistió en ayudar a los militares a cumplir todas sus órdenes practicando registros, detenciones, realizando interrogatorios, muchas veces con palizas y torturas, “requisas y confiscaciones” (como se llamaban los robos y saqueos) y, por supuesto, formando parte en numerosas ocasiones de los piquetes de ejecución, pero siempre, siempre, bajo órdenes militares.
En el fondo es verdad que no tiene mayor importancia que los crímenes los llevaran a cabo camisas azules o uniformes caquis, pero la historia intenta ser una disciplina rigurosa y dar al César lo que es del César. Sin olvidar, obviamente, el entusiasmo que los falangistas pusieron en cumplir las órdenes represivas. De todas formas, deberíamos recordar que desde el 4 de agosto de 1937 todos los militares sublevados, todos, los generales, jefes, oficiales y clases de los Ejércitos Nacionales de tierra, mar y aire, en activo o en servicio de guerra, pasaron a militar en Falange. Esta afiliación obligatoria y masiva tras el decreto 333 que sancionó los estatutos de la FET y de las JONS4, la utilizó el dictador para imponerse en el seno del partido único, pero no dejaba de ser engorrosa y de ahí que se disimulara durante tanto tiempo. Ni Hitler consiguió jamás lo mismo de la Wehrmacht. ¿Cómo era posible que los militares, baluartes de la sociedad, de la Patria, por encima de las clases y de la política, bajo las únicas órdenes de Franco y de Dios, estuvieran en su totalidad afiliados a Falange? Era obvio que a muchos militares, especialmente monárquicos e incluso franquistas, no les gustó para nada esta afiliación descarada que los dejaba al descubierto y tener que enviar dos fotografías para el carné (como hicieron todos), así que decidieron callarla y ocultarla. Más o menos lo que siguen haciendo algunos hagiógrafos del franquismo.
La ocultación en las dictaduras forma parte indisoluble de ellas. Hasta decretos firmados por el dictador se declararon no publicables por su carácter reservado. Decretos que no aparecían en el Boletín Oficial del Estado por ese amor que los militares siempre han tenido a las órdenes secretas. Comprenderá el lector que, si no dudaban en realizar esas prácticas de ocultismos, que no harían con la represión cuando ésta, sin lugar a dudas, es el más preciado secreto de todas las dictaduras, como ya nos dijera hace años el historiador cordobés Francisco Moreno. Ese celo en ocultar los crímenes se mantuvo durante toda la vida del régimen, de ahí la dificultad añadida con que siempre tropieza una investigación como esta. En los últimos años de la década de los cuarenta, por ejemplo, la Guardia Civil estaba llevando a cabo una durísima represión de los movimientos guerrilleros con el asesinato de muchas personas denominadas “cómplices” o “enlaces”. La mayoría de estos asesinatos se producían bajo el supuesto “intento de fuga” y en la provincia de Sevilla hemos identificado a varias decenas de víctimas, pero sabemos la dificultad que entraña poder conocer cuántas fueron realmente. Estaban dispuestos en la medida de lo posible a mantener en secreto lo que estaban haciendo. El 24 de abril de 1948, el gobernador militar de Sevilla le mandó al jefe de la 138 Comandancia de la Guardia Civil el telegrama nº 855 Urgentísimo y Secreto que acababa de recibir del Capitán General. Léase con atención lo que decía el texto:
Como ampliación a la Instrucción Regional 248-1 remitida con escrito nº 803 de 14 del actual y a partir del recibo de la presente Orden se servirá V.E. cumplimentar lo siguiente referente a las noticias que deben ser cifradas:
1º.- Noticias de bajas de rebeldes que por su entidad puedan dar lugar a pensar que no se han producido en lucha normal sino como consecuencia de orden de represión que tenga la Guardia Civil. Aunque según las normas dadas deben ser comunicadas en lenguaje claro con el fin de darle la menor publicidad posible, se comunicará en telegrama cifrado.
2º.- Noticias de bajas de rebeldes producidas por intento de fuga o cosa análoga. Por las mismas causas se comunicarán en lenguaje cifrado. En ambos casos se prescindirá de detalles innecesarios, bastando solo con dar el número de bajas y término del pueblo. Acúseme recibo”.
Obsérvese que, aparte de esas bajas por orden de represión que tenga la Guardia Civil (órdenes que no aparecen nunca, obviamente) y de que los muertos por intento de fuga bastarán solo con dar el número, se denominan rebeldes a los que están reprimiendo. Sin embargo, en toda la documentación oficial existente, los rebeldes pasaron a ser delincuentes porque así lo dispuso Franco expresamente, que no estaba dispuesto a llamar guerrilleros a los que luchaban contra la dictadura. Así, el día 21 de enero de 1947, el capitán general de la II Región, le envió al gobernador militar de Sevilla, para su traslado a jueces, Guardia Civil, Policía y a todas las unidades militares, el siguiente telegrama:
Por disposición de S.E. tengo el honor de participar a V.E. ordene a los jueces de su jurisdicción que en lo sucesivo deben eliminar de las sentencias, autos de procesamiento y en todas diligencias a practicar, los calificativos de Guerrillas y Guerrilleros, pues es frecuente que a los componentes de las partidas armadas que vienen cometiendo robos, secuestros y asesinatos, se califiquen con las referidas palabras, olvidándose con ello de la verdadera situación criminal de estos delincuentes que no son más que una nueva floración de los bandidos y criminales comunes que en otros tiempos existieron en España, elevando la condición de estos bulgares asesinos hasta la estimación de un valor ideológico y político que no encuadra en la realidad de la actuación de estos delincuentes. Es por tanto del mayor interés evitar este confucionismo que pueda dar lugar a campañas del exterior al denominar como guerrilleros a quienes proceden como auténticos bandoleros, asesinos o forajillo.
Comprenderá el lector las dificultades que plantean muchos casos para identificar algunas muertes como víctimas de la violencia represiva de la dictadura cuando se ocultaron muchas veces su número, su nombre y su causa.
Pasados los primeros días del golpe, cuando incluso la violencia de las columnas se utilizaba por Queipo de Llano y los comandantes militares como ejemplo amenazante para aquellos que se resistían, y una vez que quedó evidenciada la magnitud de las represalias que se estaban adoptando, se vio necesario ocultar la represión. Para ello era imprescindible, al margen de la censura más absoluta a la información, llevar a cabo dos medidas concretas: no inscribir a los asesinados en los registros civiles y no enterrar sus cadáveres bajo identificación sino en fosas comunes. La información quedaría en las comandancias militares, en la delegación militar gubernativa de Orden Público y, por supuesto, en la Auditoría de Guerra y en la II División. Nadie podría tener acceso, por tanto, a la documentación o pruebas que acreditaran la matanza. Además, era una garantía importante para los responsables en caso de que el curso de los acontecimientos se volviera adverso para ellos y tuvieran que responder ante algún tribunal.
La falta de inscripción de las muertes en los libros de defunciones y, por supuesto, en los libros de enterramientos de los cementerios, constituyen en sí mismas las pruebas inequívocas del deseo de taparlo todo. En un primer momento y cuando empezaron a producirse los primeros asesinatos, hubo varios pueblos donde los jueces municipales se interesaron por inscribir sus defunciones, como era lógico. Tenemos varios ejemplos de estas actuaciones. Cuando Castejón ocupó Valencina del Alcor la columna mató a dos vecinos del pueblo, José Beltrán Flores y Francisco Pabón Oliver, que fueron registrados en el libro de defunciones el mismo día. A continuación, se llevaron amarrados en cuerda un grupo de trabajadores detenidos y después de atravesar Castilleja de Guzmán y a la salida del pueblo, decidieron eliminar unos cuantos, de la misma forma que actuaba el ejército en las aldeas rifeñas después de tomarlas. En este caso dejaron siete cuerpos acribillados que, cuando se fue la columna hacia Sevilla, fueron recogidos en una carreta y llevados al cementerio de Castilleja. En ese mismo momento, el juez municipal procedió a inscribir su muerte, de tal forma que podemos conocer las identidades de los siete hombres asesinados por Castejón, aunque en la causa de la muerte, al igual que los muertos de Valencina, se anotase: colisión con la fuerza del Ejército. En ninguno de los dos pueblos volvería a inscribirse a nadie durante la guerra.
En La Puebla de Cazalla, los dos muertos que se produjeron el día 31 de julio de 1936, cuando se ocupó el pueblo, fueron inscritos el mismo día en el registro civil. De la misma forma y horas después de su muerte, inscribieron a Tomás Pliego, hermano del alcalde huido, al que asesinaron el día 2 de agosto en la puerta de la iglesia de San Francisco. Otro asesinato más el día 5, el del aguador Antonio Díaz, tuvo el mismo tratamiento. Así se llegó hasta el día 7 de agosto que empezaron los asesinatos en grupo con sacas desde la cárcel. La primera de ellas estaba formada por seis hombres que llevaron a la tapia del cementerio y tras darles muerte fueron inscritos poco después. Igual ocurrió con la saca del día siguiente, 8 de agosto, con cinco hombres más asesinados, que también fueron anotados en el libro de defunciones. Eso sí, en la causa de la muerte se ocultaba el motivo y aparecía un escueto: hemorragia interna. Pero alguien dio la orden en ese momento de que no se inscribiera a ninguno más de los asesinados en el registro. Y la orden se cumplió: ya no se volvió a registrar a las más de cien víctimas que se darían en las sacas siguientes.
Si analizamos el caso de Peñaflor, podemos observar la inscripción de 17 casos entre septiembre y octubre de 1936, en los días siguientes a su asesinato, con la causa de heridas recibidas en el Movimiento Salvador de España. Ahí acabaron las inscripciones y salvo una más que consiguió hacer la familia de Fernando Igeño en 1937, ya no hubo más durante la guerra.
Dos Hermanas también inscribió las muertes que provocó el capitán Ramos de Salas en su violenta entrada en el pueblo, e incluso llegó a inscribir el asesinato de Antonio Prior Salvatierra a manos del teniente Gallego Piedrahita, el que fuera después mano derecha del bilaureado Varela. Ahí se cortaron las inscripciones y solamente tres familias consiguieron que se registraran a sus víctimas mientras duró la guerra. Carmona, por su parte, inscribió el día 8 de agosto a doce muertos de la ocupación del día 22 de julio. Y a partir de entonces se suprimieron las inscripciones de las continuas y numerosas sacas que se llevaron a cabo, siendo muy escasos los registros conseguidos, con no pocos esfuerzos, por algunas familias.
En definitiva, si bien es cierto que, en algunas localidades, pocas por lo demás, se hicieron algunas inscripciones en los libros de defunciones por la propia inercia administrativa de funcionamiento de los juzgados municipales, dichas iniciativas fueron drásticamente cortadas y la mayor parte de las víctimas no fueron registradas. En toda la provincia solamente existe una excepción: Osuna, donde por orden del comandante militar las inscripciones de los asesinados se fueron realizando al mismo tiempo que se producían sus muertes.
Cuando solamente 370 casos (de más de diez mil asesinatos por bandos de guerra) llegaron a inscribirse en 1936, comprenderá el lector las dificultades que estas ocultaciones presentan a la investigación histórica para recuperar las identidades de las víctimas. Y si a la falta de inscripciones sumamos la ocultación en los libros de enterramientos (con la excepción también de Osuna), y la inhumación en fosas comunes, se puede deducir la importancia capital que los archivos militares, policiales y penitenciarios tienen para la historia de la represión franquista en nuestra provincia. Y ahí comienza un nuevo y grave problema: ¿dónde están estos archivos? Solamente se conservan los archivos parciales de la Prisión Provincial de Sevilla, así como parte de los archivos de las prisiones de Carmona y Cazalla. El único registro que se ha conservado intacto, aunque sin los expedientes personales, ha sido el de la Prisión de Partido de Osuna. Por su parte, los expedientes de incautación y responsabilidades políticas tampoco se han conservado, con excepción de parte de los correspondientes al partido judicial de Sanlúcar la Mayor y algunas decenas más que contiene el Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares, muy lejos de los millares de expedientes instruidos que se recogieron en el Boletín de la Provincia y que hace unos años enviamos a la página web de “Todos los Nombres”. Los demás archivos policiales que contenían los de la antigua Delegación de Orden Público y los de las comandancias militares, que se traspasaron a las comandancias de puesto de la Guardia Civil cuando terminó la guerra, desaparecieron en los años ochenta y aún esperamos conocer donde están. De la misma forma no se encuentran los archivos de estas comandancias en los fondos de la antigua 2ª División Orgánica ni en los del Ejército del Sur (nuevamente con la excepción de Osuna), sin que hasta la fecha haya habido el más mínimo interés por parte de las autoridades para encontrarlos y ponerlos al servicio de la investigación.
Pero no crea el lector que la situación de los archivos es igual para todas las víctimas. Si este trabajo se hubiera referido a las víctimas de la violencia izquierdista no hubiéramos tenido ni un solo problema para realizarlo. Es más, sin movernos de nuestra mesa, y a través de Internet, podríamos sacar sin dificultad a todas y cada una de dichas víctimas (incluso duplicadas en varios casos y manipuladas en muchos más, cuando se informan como asesinadas a personas que murieron en armas y en tiroteos y batidas o en provincias distintas). Para ello, el Archivo Histórico Nacional puso en la red la “Causa General” con todos los estadillos enviados por cada pueblo de la provincia. Y téngase en cuenta que en numerosos de esos estadillos se identifican a personas con sus nombres y apellidos como responsables de crímenes, saqueos, incendios, etc., sin ninguna prueba de ello y en una clara vulneración del derecho al honor de las personas que, en este caso, no se ha visto conveniente proteger. Es sencillamente un hecho escandaloso que mientras las víctimas de la violencia izquierdista figuran en la red gracias a la administración pública, todavía sigan sin aparecer los archivos militares y policiales fundamentales para identificar las víctimas de la violencia de los sublevados. Pero así estamos.
Alguien podría pensar que, al menos, se han conservado parte de los archivos judiciales militares. Y efectivamente es así. Pero no se olvide una cuestión importante. En Sevilla, al igual que en la zona ocupada por los rebeldes después del golpe militar, la represión masiva se llevó a cabo mediante la aplicación de bandos de guerra, es decir, asesinatos expeditivos sin procedimiento alguno decididos por los respectivos comandantes militares, y solamente una parte pequeña de la represión se llevó a cabo mediante sentencias de penas de muerte en consejos de guerra. En concreto, mientras más de diez mil personas fueron asesinadas sin procedimiento alguno, fueron 748 los sevillanos asesinados por sentencias de la “justicia” militar, más 122 de otras provincias ejecutados en la provincia. Y en todos estos casos sí sabemos cuando y cómo fueron asesinados porque, además, todos fueron inscritos en los registros civiles, paso preceptivo para que el juez de ejecutorias diera por cerrado el procedimiento sumarísimo. Pero, insistimos, el grueso de la represión en Sevilla se llevó a cabo aplicando los bandos de guerra dictados por Queipo de Llano.
Sin embargo, contra su voluntad, los archivos judiciales militares nos han proporcionado numerosas identificaciones de víctimas gracias a dos aspectos: en primer
lugar, porque varios de los procedimientos que se iniciaron en los primeros momentos después del golpe ofrecían información sobre muchos detenidos con sus declaraciones y filiaciones. Posteriormente, estos procedimientos fueron cerrados y sobreseídos a medida que fueron asesinados los procesados, pero, afortunadamente, los datos de las víctimas quedaron registrados. Y en segundo lugar por los informes que la policía y, sobre todo, la Guardia Civil enviaban a los jueces militares cuando estos se interesaban por determinadas personas y estas ya habían sido asesinadas. Además, los informes sobre un detenido contenían muchas veces información acerca de si algún familiar, padre, madre o hermano, le había sido “aplicado el bando de guerra”, porque dicha información se utilizaba como un elemento acusatorio. Sirva como ejemplo de esta fluidez informativa la catalogación que hicimos en su día de los procedimientos del Consejo de Guerra Permanente de Huelva. Al mismo tiempo que se registraban los datos de 4.157 personas encartadas, obtuvimos información relativa a la suerte de 1.278 personas más citadas en los procedimientos, haciendo constar que en muchos casos esa información constituía el único rastro documentado de personas asesinadas o desaparecidas.14 En la provincia de Sevilla, como podrá observarse en los datos que se incorporan a este trabajo, son numerosas las víctimas recogidas gracias a citas e informes obrantes en procedimientos judiciales militares.
Un trabajo colectivo
En un trabajo de este tipo, más allá de la información que los archivos han proporcionado, resulta fundamental todo lo que contribuya a conocer las identidades de las víctimas. Y entre estas aportaciones figuran, en primer lugar, el celo y tenacidad de algunas personas que durante años se dedicaron pacientemente a recopilar los nombres, o a veces los apodos, de sus vecinos asesinados o a recoger de sus padres y abuelos esos nombres para poder transmitirlos después. En este sentido hay que mencionar aquí, entre otros, a Florencio Vera, de Paradas, Manuel Espada, de Dos Hermanas, Manuel Algaba, de Brenes, Antonio Rosado, de Alcalá del Río, Juan Moreno, de Villanueva de San Juan, Manuel Peralías, de Gerena, Luis Yañez, de Coria del Río, Manuel Colchero, de Tomares, Francisco González, de Santiponce, etc. Gracias a estas personas se conocen algunos crímenes de los que no quedó rastro documental, salvo la inscripción de nacimiento de los afectados, los cuales hoy, un siglo después y sin haber sido inscritos jamás, siguen vivos en los registros como tantos miles de víctimas. Por ello, la tarea de estas personas, que debieron superar todo tipo de dificultades, debe ser reconocida.
Junto a esta encomiable labor, hemos de significar el destacadísimo papel que en los últimos años han desempeñado muchos investigadores locales para adentrarse en las profundidades de una historia tan negra y poder iluminar muchos sucesos jamás escritos y recuperar de esta forma la identidad de decenas de víctimas. Hemos recopilado sus publicaciones y tenido en cuenta sus datos inéditos, y hemos mantenido contacto con la mayoría de ellos, a los que conocemos y apreciamos desde hace tiempo. En varios casos han tenido la deferencia de actualizar sus datos o cotejarlos con los que les hemos enviado para depurar todos los errores posibles, y no han dudado en colaborar en cuantas solicitudes de información les hemos hecho. Quisiéramos dejar aquí nuestro especial agradecimiento a Ramón Barragán, Javier Gavira, Joaquín Octavio Prieto, José Antonio Fílter, Manuel Velasco, Francisco Gil, Antonio Jiménez, Francisco de Paula Galbarro, Faustino Díaz, Ruperto Capdepont, Joaquín Caro, José Iglesias, José Hormigo, Juan José López, Eva M. Fernández, Félix Montero, Javier Castejón, José Antonio Álvarez, Eva Ruiz, Antonio Lozano, Santiago Fernández, Clara Luisa Ortiz, José Álvarez, Francisco Díaz, Primitivo Librero y Juan Antonio Velasco, entre otros. Su numerosa bibliografía está recogida al final del trabajo. También historiadores como Leandro Álvarez Rey, Juan Ortiz Villalba o Francisco Espinosa Maestre han resultado de gran utilidad por la abundante información sobre víctimas que ya dieron hace años en diferentes trabajos y que hemos recogido en éste.
Numerosos familiares de víctimas, cuya lista sería muy amplia, han prestado también con su testimonio una eficaz colaboración para incorporar a muchas personas de las que no se poseía información alguna, y en todo momento hemos contado con la página web “Todos los Nombres”, con la que colaboramos hace años y que, sin duda, ha prestado y presta un valioso servicio a la recuperación de la memoria de millares de víctimas.
No olvidamos tampoco a aquellas personas que han facilitado nuestro trabajo en los archivos y en los registros civiles de la provincia y especialmente damos las gracias a Ángel García, en el archivo del Tribunal Militar Territorial Segundo de Sevilla y Agustín Pinto en el Archivo Histórico Provincial de Sevilla. También en su día contamos con la colaboración de Rocío de los Reyes, responsable del Archivo Intermedio de la Región Militar Sur, que apoyó amablemente nuestra tarea, así como el personal del Archivo Histórico de Defensa (Madrid) y el Centro Documental de la Memoria Histórica (Salamanca).
En la primera fase del trabajo de campo intervinieron decisivamente los investigadores e historiadores Miguel Guardado Rodríguez y José Díaz Arriaza, al igual que en la última etapa contamos con el auxilio de María Dolores Nepomuceno, y en todo momento he contado, como siempre, con el apoyo y ayuda de otros compañeros y amigos, como Francisco Espinosa, José Luis Gutiérrez Molina, Ángel del Río y Fernando Romero, al igual que con la historiadora Encarnación Barranquero y el arqueólogo Andrés Fernández desde Málaga y con Maribel Brenes desde Granada.
Por último, señalar que este trabajo ha sido posible llevarlo a su término gracias a la Asociación Memoria Histórica y Justicia de Andalucía, que recabó del Ministerio de Presidencia la aprobación del proyecto y obtuvo del mismo la financiación necesaria. Fue precisamente la decisión de esta Asociación de llevar a cabo la elaboración de un censo general de las víctimas del franquismo en la provincia de Sevilla, lo que ha dado lugar a la elaboración de este trabajo, pues no parecía oportuno presentar solamente unas relaciones de víctimas sin enmarcarlas en el contexto en el que se produjeron.
Un trabajo como este es siempre un trabajo incompleto y en continua actualización. Esperamos con interés y atención las comunicaciones que familiares o investigadores quisieran hacernos llegar sobre errores producidos o para incorporar los nombres de centenares de personas que aún faltan por identificar. También esperamos poder conocer en un futuro el destino de muchos de los casos que aquí figuran como desaparecidos o en paradero desconocido y deseamos anticipar las gracias a esta colaboración tan necesaria. Hasta última hora hemos recogido en los anexos de este trabajo todos los nombres posibles de víctimas y numerosas veces en los últimos meses tuvimos que reabrir la base cerrada para nuevas incorporaciones. Incluso en el momento de redactar esta introducción nos llegan nueve casos más que no recogen dichos anexos: Rosalía Castillo, de Sevilla, madre de Calixto Garrido Castillo, asesinada en el verano de 1936; Ana Pileto González Lamadrid, de 32 años y vecina de la calle San Luis, 16, de Sevilla, también asesinada en igual fecha; Ana Valle Fernández, vecina de Torre Alháquime (Cádiz) y asesinada en Morón de la Frontera en agosto de 1936; Juan Manuel Barroso Valle, de Pruna, muerto de “asfixia por suspensión” en la cárcel de Morón el 20 de abril de 1939; Rafael Muñoz Mesa, cartero sevillano de 46 años desaparecido en agosto de 1936; Antonio Gandullo Santos, de 66 años y vecino de Guillena, muerto en la Prisión de Figueirido en Pontevedra el 20 de octubre de 1939; Agustín Velásquez Olmo y Manuel Trigueros Puntas, también vecinos de Guillena asesinados, el primero de ellos en El Real de la Jara y Rafael Madrigal Trujillano, de 31 años, de Villanueva de San Juan y en paradero desconocido desde diciembre de 1936. Es un ejemplo más de que un trabajo como este siempre estará inconcluso y no dejará de recibir nuevos nombres y rectificaciones.
De otra parte, queremos indicar que en los textos de este trabajo hemos recuperado parcialmente otros anteriores sobre la misma temática, como La represión militar en la provincia de Sevilla (2008) o el informe que hicimos sobre el Mapa de Fosas de la provincia para la Comisaría de la Memoria Histórica (2009).