Memoria de las luchas de ahora. Por Pablo Sánchez León

Memoria de las luchas de ahora

Público.es |  Pablo Sánchez León | 7-1-2016

“A mí todo esto me recuerda décadas anteriores y negras; mucho me temo que vamos a caer de nuevo en el aburrimiento, en la grisura, en el vacío físico y moral que imperaba con nuestro papá Franco, que es también el papá de estos chicos que hoy nos gobiernan y nos mandan, y que encima dicen que nos `representan´”.

Este balance es de fines de 1979, avanzada ya la llamada transición. Todo ese tiempo nos lo habían contado hasta hace no mucho de una manera, subrayando la superación de un régimen de tiranía y represión, la altura de miras de una clase política y la madurez de una ciudadanía para abordar el futuro sin lastres ni deudas con el pasado. En los últimos años, conforme han ido quedando al desnudo las servidumbres de ese viejo relato, el cuento que se nos ofrece es cada vez más otro muy diferente. Apenas se nos dice, sin embargo, que bastante de lo que ahora se nos cuenta como de nuevas ya se dijo entonces: al menos algunos lo dijeron. Y previeron desenlaces que todavía hoy denostamos porque aún nos afectan.

¿Se puede ser testigo lúcido del presente? Pasajes como el de arriba lo muestran. En concreto este es de Eduardo Haro Ibars (1948-1988), y ha sido incluido en una cuidada recopilación crítica que está disponible en internet para su descarga gratuita. Cultura y memoria “a la contra” (Madrid, Postmetropolis Editorial, 2015) ayuda a hacer memoria, pero no solo del pasado: también ofrece una memoria del presente, de las luchas actualmente en curso; y de algunos de sus posibles desenlaces. En ello radica su valor, además de su actualidad.

“Hace un año empecé a creer que Madrid se salvaba; que iba a salir de los cuarenta años de franquismo, alegre y dicharachero, como en los buenos tiempos. Incluso hace poco tiempo tenía –contra toda razón– la esperanza de que un Ayuntamiento de izquierdas sirviera para arreglar un poco las cosas, para dar una dimensión de mayor libertad y alegría a la vida ciudadana. Una vez más, la realidad ha quitado la razón al deseo y se ha vuelto a ver aquí, en la calle, lo poco de izquierdas que es la izquierda parlamentaria y pactista”.

Al igual que buena parte de su obra periodística, este alegato procede de una de las columnas semanales de Haro Ibars en Triunfo, la revista de actualidad política y cultural donde era editor su padre Eduardo Haro Tecglen y que terminó yéndose por el sumidero de la sacrosanta transición. (¿Puede haber buenos medios de información que duren más que las transiciones y las épocas de crisis y cambio que los alumbran? Está por ver).

De gente como Eduardo Haro Ibars no interesa ni la historia familiar —la saga de la muerte de todos los hijos varones de un periodista crítico devenido intelectual— ni la personal —el mito de una actitud maldita hasta la autodestrucción y la muerte joven por el sida— sino la aportación de una escritura radical en su contexto, tan imprevisible como el nuestro, tan necesitado de una adecuada comprensión de su desenvolvimiento como el actual. Sin duda necesitamos contar otra historia de eso que en su día llamaron transición, pero también necesitamos rescatar las voces de gente como esta, que supo ver lo que estaba pasando, aunque hayan tenido que esperar décadas para verse por fin reflejados en los relatos sobre aquel tiempo.

La postura de gente como Haro Ibars nos increpa. ¿Están sucediendo cosas ahora que no vemos, metidos como estamos en la vorágine de los acontecimientos, aunque pasen ante nuestras narices, por venir refractadas por nuestros temores y expectativas hasta volverse invisibles? El educó su sensibilidad al incluirse entre quienes entonces pagaban en sus carnes el precio de la transición: la juventud marginada —y en parte conscientemente auto-marginada— que no compartía los estándares morales y culturales que en cambio acercaban a franquistas y antifranquistas educados en la misma dictadura nacional-católica. Fueron esos jóvenes parados y excluidos, completamente novedosos en el panorama social hasta entonces dominado por el pleno empleo, quienes más exploraron vías alternativas al orden de cosas que finalmente se impuso —aunque también quienes más padecieron las consecuencias del abandono institucional, y por ello mismo resultaron fácilmente invisibilizados, cuando no demonizados, acusados de “pasotas” por los clichés del emergente consenso de la transición.

Ya solo por esto su voz merece ser rescatada: porque rescató otras voces de todo un “nosotros” con el que compartió suerte y desgracia. Lejos de autoencerrarse en el malditismo, él sí fue representativo, más que muchos políticos y publicistas de entonces, mucho más que tantos de ahora. Y desde esa actitud pudo con su mirada dar la vuelta al estereotipo, lanzándolo contra quienes lo creaban y reproducían.

“Hay otro tipo de pasotas: los que no pasan pero se pasan. Estos son mucho más peligrosos, paranoicos de veras. Por temor a que violen a sus mujeres e hijas, llenan las calles de guardias y las noches de controles armados; por temor al fantasma de las drogas, prohíben a los ciudadanos comprar hasta tampax sin receta; por temor a la muerte —a la suya y a la del Estado— nos instalan definitivamente en la muerte y en la desinformación. De estos es de los que hay que hablar, cuando se analiza el fenómeno del pasotismo, del pasotismo a lo bestia”.

La postura de Haro Ibars no ha de confundirse entonces con la cómoda solidaridad retórica hacia quienes salen desfavorecidos de la crisis ni con la simple dignificación de todas las víctimas. Su empatía es hacia quienes se muestran irreductibles porque se sitúan en un lugar que permite la crítica del lugar común, del punto de vista moralmente dominante sobre cualquier asunto público y social. Desde esta perspectiva, ¿qué cosas están pasando hoy que no se ven porque no abundan posturas como la de Haro Ibars que las reflejen en sus columnas y análisis?

Hay otra actualidad añadida en su escritura dirigida a la comunidad, el “nosotros” por ella conformada y reflejada: el interés sentido por quienes le precedieron. La mencionada recopilación muestra que Eduardo Haro Ibars aprovechó las páginas de otra revista —Tiempo de Historia se llamaba— para, en esos mismos años de fines de los setenta y comienzos de los ochenta, dar espacio a la memoria. En abierta contradicción con lo que se nos ha querido inculcar que pasó entonces, él no estaba desde luego por “echar al olvido” nada de la experiencia ciudadana de los años treinta; tampoco le parecía atinado inundar las librerías de sesudos libros de historia que presentasen esos sucesos —los de la España de los años treinta— como hechos remotos. Si se dedicó a entrevistar a viejos luchadores radicales y revolucionarios que volvían del exilio fue porque estaba convencido de que esos testimonios contenían memoria de las luchas de su propio presente. Tal y como resume de forma certera Aránzazu Sarría Buil —compiladora, editora y autora del estudio introductorio a sus escritos periodísticos—, los “desafíos que reconocemos en la escritura periodística de Eduardo Haro Ibars” son dos indisociables: “[a]frontar las tinieblas de su tiempo” y a la vez “entablar un diálogo desde el presente con otras épocas”, y así “actualizar el pasado para hacerlo contemporáneo”, atributos que en efecto “nos interpelan” hoy, ante nuestras luchas y encrucijadas.

De esta doble sensibilidad y posicionamiento, hacia el presente y hacia el pasado, pudo Eduardo Haro extraer la dimensión de genealogía que tenía el poder que se afianzaba —o más bien se re-producía— una vez muerto Franco.

“Margina el Poder, el Poder económico y el Poder político —dos caras de la misma moneda—; y el poder es concretísimo, y está en manos de personas concretísimas, con nombres, apellidos y cuentas corrientes que quieren conservar, y situaciones de privilegio que quieren seguir teniendo”.

Touché. Ahora que algunos tratan de cuestionar los nuevos relatos sobre la transición arguyendo que el pasado no se puede cambiar y que la mirada presente es injusta con lo que no dejó de ser una transición a la democracia cabal y bien hecha, conviene recordar que esta denuncia de Haro Ibars aparece en un monográfico de Tiempo de Historia titulado con elocuencia “El posfranquismo. Balance de cinco años” y publicado en 1980. Como puede apreciarse, para alguna gente, no solo él, transición, lo que se dice transición a una democracia propiamente dicha, estaba aún por ver que se estuviera dando. A lo mejor es que los que nos han venido contando la transición lo han estado haciendo más bien de memoria, y no se enteraron bien de lo que entonces pasaba. A lo mejor el problema de la sacrosanta transición es que quienes la han contado no vivieron aquel tiempo siendo gente como Eduardo.

Todo esto hace auténtica la voz de Eduardo Haro Ibars, pues habla en su contexto y acerca de él, mas lo hace de una manera que resuena al hablar nosotros críticamente sobre su tiempo y sobre el nuestro. No se entiende que su escritura no sea invocada a la hora de reescribir el tiempo de la llamada transición.

Aunque tal vez sea porque su mirada parece estar aún por delante de nuestra conciencia del presente. Es al menos lo que puede intuirse al señalar su capacidad de comprensión de que las luchas fundamentales de un tiempo se producen, no en el terreno político, sino en el campo de la cultura.

Desde luego Eduardo Haro Ibars es testigo excepcional del surgimiento de la llamada CT o “cultura de la transición” y sus condiciones de posibilidad: el desencanto programado, la desmovilización.

“El horror de la calle, llena de policías y ladrones, se ve seguido por el horror de los cubículos, más o menos privados donde nos refugiamos, en familia o en pareja, pero siempre irremediablemente solos”.

En este punto, sin embargo, hay que evitar el recurso fácil a la genialidad: esta gente no buscaba —como en cambio sí otros de entonces y de ahora— resultar originales u ocurrentes ni parecer únicos e imprescindibles. Eduardo Haro Ibars no escribía lo que le daba la gana sin más, ni desde su ego: al contrario, se sentía continuador de una gran tradición de cultura crítica —de complicado pero suficiente arraigo en España, aunque desdibujada y olvidada por la larga dictadura— a cuya recepción dedicó columnas y reportajes. Esta recuperación selectiva de cultura —moderna y culta tanto como popular y tradicional, ancestral, española o mundial— es otra actividad de memoria más, de nuevo no al servicio de la simple causa de la memoria y la justicia histórica, sino de la destilación de una escritura que se muestra elegante y lúcida.

Lucidez que se nos viene de vuelta: escribimos mucho sobre la cultura heredada de treinta años de mala democracia, pero muy poco sobre la que estamos creando ahora, en este tiempo, cuando luchamos contra recortes o creemos que estamos rompiendo con los formatos y constricciones, los vicios, del pasado reciente. Eduardo Haro no era tan iluso ni autocomplaciente: quien conoce su obra periodística subraya que no reparó en denunciar “las políticas represivas institucionales” en materia cultural pero tampoco dejó de señalar “los riesgos de la mercantilización en que estaban cayendo las expresiones contraculturales” de las que se sentía protagonista.

Para este objetivo no dudaba en dar valor crítico a todos los aspectos del conocimiento que escapan a la razón, desde las drogas al surrealismo pasando por la reivindicación de todo lo socialmente marginal dotado de conciencia de serlo. Ahora bien, el objetivo no era simplemente conocer, sino transformar. Y no solo las instituciones formales, la política, sino la vida, la vida cotidiana. Tal vez esto es lo que más nos cuesta comprender: el sentido que la gente como Eduardo daba entonces a lo que hoy entendemos como “una ruptura más vital que ideológica con el orden y valores morales imperantes”. Solo una postura así permite actos críticos de escritura como este que sigue, el cual parte de un esbozo general de su contexto histórico:

“En estos últimos tiempos —desde que murió el padre de todos— se está llevando a cabo una campaña para devolvernos la seriedad a todos los que no la queremos para nada”;

para entrar en algo mucho más concreto y actual:

“se nos impulsa, por ejemplo, a votar, haciéndonos creer que nuestro voto es importante, y que las urnas son los objetos más serios del mundo; que podemos decidir nuestro futuro, cuando el futuro es algo que sigue estando en manos de los serios oficiales, que se lo reparten como quieren. Se desea encasillarnos en partidos y banderías diversos, seguramente para poder clasificar mejor nuestros cadáveres después de pasar por la cámara de gas”.

Y termina recuperando la expresión de identidad ineludible en toda postura realmente crítica:

“Pero no nos dejamos: ya nos llamen pasotas, ya decadentes, inconsecuentes tal vez, así queremos continuar. Aunque sólo sea para permitirnos el lujo de tener opiniones o, por lo menos, intenciones propias”.

Con estos recursos la escritura de Eduardo Haro Ibars alcanzó a cuestionar en profundidad y sin parangón el proceso de transición a la democracia tal y como se estaba desarrollando. Y además resultó visionaria, en la doble dimensión de explorar caminos históricos alternativos y de predecir futuros plausibles. Al poco de morir Franco, Haro Ibars afirmaba esto:

“No hay una sola faceta del arte ni de la vida en la que no se pueda ejercer una actividad que podría ser calificada de surrealista; y es que, a pesar de los muchos años transcurridos desde la redacción del primer manifiesto, en 1924, las condiciones del hombre siguen siendo las mismas: la vida sigue siendo irrisoria, y los sueños continúan sin ser comprendidos”.

“Pues bien: lo veo mal el decenio que viene. Me temo que vamos a tener que volver a la militancia, a la lucha contra un estado de cosas que se está encabronando cada vez más. A preparar la guerra. (…) [A]hora se va a volver a hablar de la lucha, de las barricadas (…) y la revolución, esa siempre por hacer, y la vida siempre por cambiar, y el aburrimiento de una España que volverá a parecerse a un pesadísimo poema de Machado”.

¿Nos hemos vuelto demasiado razonables? Porque entonces estaremos ciegos ante nuestra propia realidad. Si queremos tener un futuro digno de tal nombre, necesitamos a Eduardo para conocer el origen de nuestro presente; y necesitamos gente como Eduardo para comprender el origen de nuestro futuro.