Anita Sirgo, histórica militante comunista durante la dictadura, encarcelada y torturada por su papel en la ‘huelgona’ de 1962, siguió luchando por la democracia y la justicia social hasta su muerte.
“Saliamos a las cinco de la mañana y regábamos de granos de maíz los caminos a la mina para que los esquiroles se dieran la vuelta y no fueran al tajo”. Lo recordaba como si fuese ayer Anita Sirgo, sentada en la misma cocina en la que organizaba con otras mujeres la gran huelga de 1962, la que, por primera vez desde el fin de la Guerra Civil española, puso en apuros al régimen franquista. Fue durante una larga entrevista que le hizo esta periodista en su casa en 2018, en uno de los edificios de tres plantas en los que siguen viviendo muchas familias mineras de Lada (Langreo), en las Cuenques de Asturies.
Solo allí arraigó la huelga general revolucionaria promovida por los socialistas en 1934 –que daría lugar a la conocida como Revolución de Asturies–; allí estableció el franquismo cuatro campos de concentración para explotar como mineros a presos republicanos tras la Guerra Civil; y allí se alumbró la mayor insurrección laboral a la que se tuvo que enfrentar el franquismo hasta ese momento. En 1962, mientras la dictadura lavaba su imagen en el ámbito internacional mediante un supuesto milagro económico, el precio de alimentos básicos como el pan o las patatas se habían encarecido entre un 50 y un 200%.
Y en las minas, donde trabajaban hombres, niños, mujeres y presos republicanos, las condiciones eran decimonónicas. “No tenían derecho ni a una muda. Llegaban por la noche con el uniforme empapado por el agua de los túneles y no nos daba tiempo a secarlos ni poniéndolos de inmediato sobre la cocina de carbón. Tampoco tenían derecho a una ducha caliente en un sitio cerrado”, explicaba con la indignación intacta Sirgo, que había comenzado su lucha por la democracia a los nueve años. Entonces, actuaba de enlace entre el Partido Comunista y los guerrilleros que, como su padre, sobrevivían organizando la resistencia en los montes. Solo lo vio una vez sin saber siquiera que era su progenitor. Nunca consiguió saber en qué cuneta lo enterraron tras fusilarlo. Su tío también fue ejecutado, sus abuelos y su madre encarcelados durante la posguerra.
“La participación de las mujeres fue decisiva desde el inicio, por ejemplo, con el reparto de la propaganda que permitió que se extendiera más allá de las Cuencas”, explica Vega. Anita Sirgo, Constantina Pérez y Celestina Marrón, entre otras, coordinaban el reparto de las octavillas entre las mujeres que las escondían debajo de sus ropas y que llegaron así a todos los rincones del país. También organizaron la recaudación del dinero y de la comida en los comercios y en los chigres que hicieron posible que miles de familias resistieran dos meses sin ingresos cuando ya antes de la huelga vivían en la subsistencia más mísera. “Y aún así se pasó mucha hambre y eso que teníamos una muy buena solidaridad con las tiendas, que nos daban fiao”, recordaba Sirgo en aquel encuentro con esta periodista.
La caja de resistencia incluía envíos a los 120 huelguistas que fueron deportados a otras comunidades autónomas, a las familias de los 198 que fueron despedidos y a los 356 que fueron encarcelados en el primer mes. “Las mujeres hacen algo que no habían hecho en las huelgas anteriores: piquetes. Y se hacen fuertes precisamente jugando su rol de género tradicional como esposas, madres y amas de casa para transgredir. Esto le crea una contradicción a la Guardia Civil porque no puede entrar a saco a reprimirlas”, explica Vega. “Y cuando intentaban detenernos a alguna, nos entrelazábamos los brazos al grito de ‘Todes o nenguna’”, añadía Sirgo.
Ante el riesgo de que la huelga se extendiese a otros sectores, Franco aploma y envía a uno de sus ministros a negociar con los mineros a Asturies, una decisión sin precedentes y excepcional teniendo en cuenta que las minas eran entonces empresas privadas. Finalmente, el Consejo de Ministros aprueba que por cada tonelada producida de carbón se destinen 75 pesetas a la subida de los salarios. Pero las represalias no se harían esperar.
En 1963, el régimen nombra a un nuevo capitán de la Guardia Civil en las Cuencas con el mandato de aplacar cualquier nuevo conato de rebelión. Nada más llegar a Mieres, Antonio Cairo Leiva ordena que se personen en la comisaría Tina Pérez, Anita Sirgo y su marido, el también luchador comunista antifranquista Alfonso Braña. El primero en llegar es él. Poco después, ellas dos juntas. Cuando las encierran en un calazozo, Sirgo intuye que su marido está en la celda de al lado y golpea la pared con uno de sus tacones –se compró su primer par para el día de la boda y no volvió a salir a la calle con zapatos planos–. Él le contestó golpeando también. Después llegaron los gritos, los llantos, los puñetazos. Y ellas escuchando. Después fueron ellas quienes los recibieron mientras les pedían nombres, localizaciones, implicaciones políticas. Cuando Leiva y el cabo Pérez se cansan de torturarlas sin obtener respuestas, las rapan. En 1963. Como habían hecho durante la Guerra Civil y la posguerra con sus tías, madres, vecinas. La cineasta Amanda Castro contó su historia en el cortometraje A golpe de tacón.
Tras ocho días de violencia y vejaciones, les ordenan que se cubran la cabeza con un pañuelo para ser puestas en libertad. Se niegan. Salen con las cabeza altas y rapadas. Sirgo había perdido la audición de un oído y Pérez moriría dos años después como consecuencia de las enfermedades que sufriría a partir de entonces. Sirgo no puede asistir a su entierro porque el Partido Comunista la ha obligado a exiliarse en París después de que le arrojase un tacón a un Guardia Civil en una nueva protesta. “Allí, unos camaradas me enseñaron lo poco que sé de leer y escribir. Pero, por lo menos, ahora ya no me engaña nadie”. Volvió a los dos años “porque era peor que estar presa, lejos de mis fías y del mi home”. Lo dice sentada en la misma mesa de la cocina en la que, alrededor de unas tazas y una cafetera, siete mujeres como máximo –“no había derecho a reunión”– pergreñaron cómo sostener una huelga que recordó al franquismo que no había forma de exterminar las ansias de dignidad y justicia de una parte del país. Precisamente la que había sido castigada con un genocidio se había levantado movida por el compañerismo.
Luchadora hasta el final
Una vez que llegó la democracia, Sirgo siendo un referente en la lucha obrera de las Cuenques Mineres y de toda Asturies. Siempre presente en las grandes huelgas y manifestaciones, su militancia abarcaba todos los pilares que constituyen una democracia digna: además de las grandes movilizaciones en defensa de los puestos de trabajo de la minería y de los astilleros, Sirgo se movilizó en contra de la invasión ilegal de Irak, en defensa de la educación, la sanidad y las pensiones públicas, una de las batallas en las que más participó en los últimos años. En 2014, fue también una una de los primeros denunciantes asturianos que se unieron a la querella argentina. Registró una denuncia por torturas, junto con Fausto Sánchez García y Vicente García Solís, y cuatro nietos de represaliados y desaparecidos de Asturias.
En junio de 2023, acudió en silla de ruedas a la inauguración del centro social al que le habían puesto su nombre en Lada, su pueblo. Allí, con una pulsera con la bandera republicana y el brazo en alto, fue recibida con aplausos por más de 200 personas en un homenaje organizado por el sindicato Comisiones Obreras. Ella no desperdició un segundo de su discurso con palabras huecas: «No podemos dejar la lucha», espetó. Ya entonces tenía 93 años. Y seguía siendo eterna.
Muere Anita Sirgo, referente de la resistencia antifranquista