Muere Martín Patino, cineasta de la juventud indignada y pionero en la recuperación de la memoria histórica.

El director salmantino deja una filmografía que supo conectar, con medio siglo de diferencia, el hastío de los jóvenes antifranquistas con el movimiento del 15-M

LA MAREA | MANUEL LIGERO | redaccion@lamarea.com | 13-8-2017

Basilio Martín Patino (Lumbrales, Salamanca, 1930) abrió y cerró su filmografía enlazando tres temas que serían los pilares artísticos de su obra: la poesía, España y la juventud. Nueve cartas a Berta (1966) empezaba con los versos del Españolito de Antonio Machado: “Ya hay un español que quiere/vivir y a vivir empieza”. Su primer largometraje contaba la historia de un joven que escribe cartas a su enamorada, hija de exiliados españoles en Inglaterra, explicándole cómo es el país que su familia dejó atrás. En 2011, con 81 años y tras una década de silencio, volvió a agarrar la cámara para rodar Libre te quiero, un documental sobre el movimiento del 15-M con los versos de Agustín García Calvo (y la voz de Amancio Prada) como leitmotiv: “Libre te quiero, como arroyo que brinca de peña en peña. Pero no mía”.

Su primera película hablaba del despertar de la conciencia del joven Lorenzo (Emilio Gutiérrez Caba), estudiante de Derecho en la Salamanca en los años cincuenta, y del revuelo que entre sus familiares provoca esta inesperada actitud. A través de una relación epistolar no correspondida, Lorenzo identifica el gran tabú (el hecho de que, efectivamente, hay dos Españas) y no puede comprender el conformismo de quienes le rodean en la vieja y tranquila ciudad de provincias. Ni tampoco el suyo propio: “Me entra la preocupación de no tener ninguna preocupación”. En el testamento cinematográfico de Martín Patino, ubicado geográfica y sentimentalmente en la Puerta del Soldurante la primavera de 2011, resuena el mismo descontento juvenil y el mismo anhelo: “Alta te quiero/como chopo que en el cielo/se despereza”.

Cineasta comprometido e inclasificable, Martín Patino ha muerto en su domicilio de Madrid tras luchar varios años contra la enfermedad de Alzheimer. Resulta paradójico y trágico que alguien que consagró buena parte de su obra a la preservación de la memoria histórica muriera perdiendo los recuerdos. Pero queda su cine, implacable y lúcido, para contarnos de dónde venimos, quiénes somos y adónde vamos. Todo ello quedó reflejado en su impresionante tríptico documental: Canciones para después de una guerra (1971), Queridísimos verdugos (1973) y Caudillo (1974). Aquel gran fresco de la España franquista sólo pudo estrenarse, lógicamente, tras la muerte del dictador. La exhibición de la primera fue programada en el Festival de San Sebastián y retirada antes del pase por la intervención del mismísimo Carrero Blanco. La otras dos las realizó en la más absoluta clandestinidad.

La trilogía sobre Franco, compuesta por canciones populares, entrevistas a los funcionarios del garrote vil e imágenes del NO-DO, desprendía una tristeza y una grisura escalofriantes. Eso éramos. O fuimos. O todavía somos, quién sabe. Una sociedad que canta sus desgracias en privado, que ve cómo son atropellados los derechos más básicos de sus vecinos, un pueblo instalado en el inmovilismo y el miedo a la violencia del Estado, a la porra, al paro y al exilio. Por eso resulta tan gratificante que, antes de ser golpeado por la enfermedad, Martín Patino rodara Libre te quiero.

“Filmar el 15-M significó fotografiar la alegría”, explicaba en una entrevista con eldiario.es. “Sol era una plenitud total, inesperada. Una propina de la vida. Había vivido algo parecido otras veces, pero no igual”, decía aquel joven octogenario, soñando seguramente con la posibilidad de otra España.

Como promotor de las Conversaciones de Salamanca (1955) demostró que otro cine, diferente del oficial en aquellos años, sí era posible. Su generación (Mario Camus, Carlos Saura, Miguel Picazo, Manolo Summers) fue una suerte de Nouvelle Vague a la española, artesanal, sin un París que los inspirase y anclada en la sórdida realidad española. Como militante, no tuvo reparos en estampar su firma en la Carta de los 102 intelectuales enviada en 1963 a Fraga, entonces ministro de Información y Turismo, para protestar por la represión y las torturas a las que estaban siendo sometidos los huelguistas de la minería asturiana. Su nombre figura en aquel documento como ejemplo de una generación que enlazaba la memoria republicana con la Transición democrática: Aleixandre, Bergamín, Buero Vallejo, López Aranguren, Gabriel Celaya, Salvador Espriu, los hermanos Goytisolo, Caballero Bonald, Gil de Biedma, Carlos Barral, Juan Marsé, Fernán Gómez, Paco Rabal, Román Gubern…

Quizás lo que distingue a Martín Patino entre todos ellos es que él fue joven hasta el final. Se movió al margen de la industria y presentó siempre apuestas audaces en el terreno artístico e intelectual, saltándose a menudo las convenciones que dividen realidad y ficción. Así lo hizo en Madrid (1987), la historia de un periodista extranjero que llega a la capital para rodar un documental sobre la Guerra Civil, y en Andalucía, un siglo de fascinación (1996), una serie sobre los mitos andaluces que tocaba, entre otros temas, el episodio de los Sucesos de Casas Viejas, en una narración que mezclaba los archivos reales con el falso documental. En este sentido, no se parecía a nadie. Hacía un cine ‘raro’ que, a la postre, terminó marginándolo a la hora de los premios. Aunque eso no parecía importarle. Siguió trabajando hasta sus últimos días de lucidez como lo había hecho siempre, de forma casi underground, con un equipo muy reducido de colaboradores, en la sala de montaje de su casa del Madrid de los Austrias, tomando el pulso de la calle, enamorado de la gente y, como buen anarquista, siendo incrédulo con el poder.

Muere Martín Patino, cineasta de la juventud indignada