País Vasco. La incansable lucha de un hombre para rescatar a su tío del Valle de los Caídos

► “Nuestros familiares deben descansar donde nacieron y vivieron”, dice Juan Ramón Sertucha, que trabaja desde hace años para que trasladen a su tío al cementerio de su pueblo

► Gogora ha publicado un informe en el que detalla que en el Valle de los Caídos están enterrados los restos de al menos 1.231 vascos 

► La de Juan es una historia de lucha por la memoria de este tío y también la de otros dos familiares que fueron víctimas del franquismo

ELDIARIO.ES | RUBÉN PEREDA | 23-6-2019

Juan Ramón Sertucha llega a la entrevista puntual, con ganas de contar las historias: tanto las de sus familiares como la suya, que es un relato de búsqueda de justicia y de lucha por la memoria. Lleva 15 años inmerso en ella, tratando de recuperar los restos de sus familiares, por lo que no desperdicia el tiempo en banalidades. Hace servir dos cafés, y a continuación abre su maletín, en el que guarda pedacitos de historia; no de la Historia con mayúscula, sino de esa historia con minúscula que escribe la gente de a pie y que, por desgracia, muchas veces se difumina con facilidad. Desde partidas de nacimiento de comienzos de siglo (el anterior) hasta actas de defunción fechadas en los años treinta, pasando por listados de presos. También hay fotografías, imágenes que dan vida a su tío y su abuelo. Él los mantiene con vida y los lleva siempre consigo. Juan se aclara la garganta y comienza a relatar.

Santiago Sertucha, al que Juan pasa a referirse enseguida como Santi, era el hermano pequeño de su madre. Vecino del barrio de Astrabudua, en Erandio, se alistó en el bando republicano y luchó en las filas del batallón Fulgencio Mateos. Todo esto lo narra Juan apoyándose en la exhaustiva documentación que guarda con celo en su maletín; entre ella, apuntes manuscritos por él mismo para poner orden entre el caos de folios y más folios. Al caer el frente, Santi fue apresado y pasó en la cárcel de Santander la primavera de 1937. En vez de mantenerlo en prisión, lo mandaron de allí al batallón de ametralladoras sublevado de Manresa, cuya primera fila le tocó ocupar. Murió por las heridas recibidas en la batalla del Ebro en enero de 1939, cuando tenía apenas 25 años, y fue enterrado en el cementerio de Zaragoza. Descansó allí hasta mayo de 1961, momento en que trasladaron sus restos al Valle de los Caídos.

 “La familia siempre ha estado interesada en recuperar sus restos”, asegura. “El franquismo ha cometido muchas atrocidades —explica—, pero a sus víctimas nos han querido tener callados. Parece que molestamos, cuando, realmente, lo único que estamos haciendo es reclamar nuestros derechos. Tan solo queremos recuperar los restos mortales de nuestros familiares, pero desde el Estado español hay una oposición muy clara”. Por suerte se ha empezado a hablar de memoria histórica y, admite, cuentan con el apoyo de organizaciones e instituciones a nivel mundial y europeo. Hace apenas dos semanas, el Instituto de la Memoria, la Convivencia y los Derechos Humanos (Gogora) presentó ante el Parlamento Vasco un informe en el que detalla que en el Valle de los Caídos están enterrados los restos de al menos 1.231 vascos, 917 de ellos identificados. Diez familias, entre las que se cuenta Juan, han iniciado los trámites necesarios para sacarlos de allí.

15 años de trabajo y lacónicas respuestas

Con la ayuda de Gogora, Juan comenzó a reunir toda la documentación requerida por Patrimonio Nacional para recuperar los restos mortales de su tío. Partidas de nacimiento de su tío y su madre, actas de matrimonio de sus abuelos, información sobre el columbario y el nicho exacto que ocupaba e incluso el lugar que le correspondería en el cementerio de su barrio una vez fuese llevado allí. Una extensa relación de documentos que envió y a la que respondieron con un acuse de recibo. “Pero nada más”, dice, con un deje de tímida decepción en su voz, “esto es todo lo que tengo. Estoy a la espera de que el Patrimonio Nacional diga algo al respecto”.

Se reclina en su asiento. ‘Estoy satisfecho con lo que he hecho’, parece decir, ‘pero ahora me toca esperar a que hagan algo los demás’. Eso es lo que transmite la larga pausa que se rellena dando sorbos al café. La situación infunde respeto. Al final, le preguntó por sus motivos. “Soy su sobrino, el único familiar directo que le queda”, responde, con sencillez, y añade: “Tenemos que luchar para que los restos de nuestros familiares descansen donde ellos nacieron y donde residieron durante la mayor parte de sus vidas. Y esa es la motivación fundamental”.

Con ese objetivo en mente, en 2004 comenzó a solicitar información a las instituciones penitenciarias. Además de datos sobre Santiago, el tío cuyos restos yacen en el Valle, también se interesó por su abuelo, Eduardo Ramón Urrecea, y su otro tío, Julián Ramón Santiago. “Lo que me dieron era bastante pobre. De hecho, me dijeron de mi tío Julián… Esto es un verdadero desastre —lamenta, mientras hurga entre los papeles; años de trabajo y dedicación y aún no puede navegar sin problemas entre semejante caos—. Me dijeron que lo habían condenado a doce años y un día”. Este otro tío luchó con el batallón Euzko Indarra, de Acción Nacionalista Vasca, del que era teniente. Detenido, ingresó en la prisión de El Dueso, en Santoña. Allí falleció. Se detiene aquí Juan, para hacer hincapié en la causa de fallecimiento: “por causas naturales —lee, con cierta ironía en sus palabras—. Suelo decir que sí, que lo natural es que hubiese muerto, porque desde que lo detuvieron hasta que falleció lo estuvieron torturando. Vamos, que murió a base de tortura”.

“Se respetan los derechos humanos cuando conviene al poder”

Los papeles nos conducen ahora a la tercera de las historias, la de su abuelo por parte paterna, Eduardo. Patrón de remolcadores en la ría de Bilbao, fue detenido en alta mar. De la prisión de Bilbao, fue trasladado al campo de concentración de la localidad pontevedresa de La Guardia. Rebusca entre los documentos para leer la causa de fallecimiento: “caquexia”, dice, y se me queda mirando, inquisitivamente. Le digo lo que él esperaba escuchar, que desconozco por completo lo que eso significa, así que pasa a explicar, con una sonrisa irónica: “Me informé a través del Espasa y caquexia debe de ser cuando al ser humano, en el momento en que fallece, no le queda más que el esqueleto y la piel. Como suelo decir yo: se habla mucho de nazis y son muchos los políticos que acuden a Auschwitz o Mauthausen a dar homenajes, pero no es necesario que se vayan tan lejos; aquí, concretamente en el campo de concentración donde falleció mi abuelo, también tenemos ejemplos de cosas horrorosas… Y es que en España hubo campos de concentración como setas, y se podría investigar profundamente”.

Hablando de los reyes de Roma (de los políticos), Juan frunce ligeramente el ceño. “En Gogora, por ejemplo, estaban muy preocupados con las elecciones generales del 28 de abril”, comenta; se refiere a la situación de su tío Santiago: “Si hubiese llegado a ganar el Partido Popular, la recuperación de los restos mortales del Valle de los Caídos iba a ser un problema muy gordo. En cambio, al PSOE se le ve más abierto para la exhumación, aunque estamos a la espera de que se forme gobierno. Y que luego haya voluntad política. Aun así, es triste tener que estar esperando a que se solucionen asuntos políticos para poder solucionar problemas humanos”. Y añade, algo apesadumbrado: “Además, estamos en nuestro derecho. Pero aquí se respetan los derechos humanos cuando conviene al poder; cuando no, se abusa. Y esa es la realidad”.

Juan cierra su maletín, ese en el que guarda y cuida las historias de tres vidas. Según lo pliega, acierto a ver por última vez las fotografías de los tres protagonistas. Las de su abuelo, su tío y su otro tío. Eduardo, Santiago y Julián. Posan serenos y rectos, como era propio de la época. Eran otros tiempos. Sin mediar palabra, les digo que han de estar orgullosos de su nieto, o de su sobrino. Es a él, a ese hombre que me dedica una sonrisa mientras parte asiendo firmemente su maletín, al que le deben que su memoria siga viva. Y quizá, algún día, también que se haya hecho justicia y por fin descansen donde siempre lo deberían haber hecho, en su pueblo.

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