Alemania y el fracaso de la memoria histórica
En marzo de 1960, Konrad Adenauer, el canciller de Alemania occidental, se reunió con su homólogo israelí, David Ben-Gurion, en Nueva York. Ocho años antes, Alemania había accedido a pagar millones de marcos en reparaciones a Israel, pero los dos países aún debían establecer relaciones diplomáticas. El vocabulario de Adenauer en esa reunión fue inequívoco: Israel, dijo, es una “fortaleza de Occidente” y “puedo decirle ya que les ayudaremos, que no les dejaremos solos”.
Seis décadas después, la seguridad de Israel es Staatsräson [razón de estado], como dijo Angela Merkel en 2008. Esta expresión la han invocado repetidamente, con más vehemencia que claridad, los dirigentes alemanes en las semanas posteriores al 7 de octubre. La solidaridad con el Estado judío ha servido para sacar brillo a la orgullosa imagen que Alemania tiene de sí misma como el único país que hace del recuerdo público de su pasado criminal los fundamentos de su identidad colectiva. Pero en 1960, cuando Adenauer se reunió con Ben-Gurion, aquel presidía una reversión sistemática del proceso de desnazificación decretado por los ocupantes occidentales del país en 1945, ayudando a suprimir el horror sin precedentes del genocidio judío. El pueblo alemán, según Adenauer, también fue una víctima de Hitler. Es más, de acuerdo con él, la mayoría de alemanes bajo el nazismo había “ayudado gratamente a sus conciudadanos judíos en cuanto pudo”.
La munificencia de Alemania occidental hacia Israel tenía motivaciones más allá de la vergüenza o el deber nacional, o los prejuicios de un canciller descrito por su biógrafo como un “colonialista de finales del siglo XIX” que detestaba el nacionalismo árabe de Gamal Abdel Nasser y se entusiasmó con la agresión anglo-franco-israelí contra Egipto en 1956. A medida que se intensificó la guerra fría, Adenauer llegó a la conclusión de que su país necesitaba una mayor soberanía y un papel más destacado en las alianzas económicas y de seguridad occidentales: el largo camino de Alemania hacia Occidente pasaba por Israel. Alemania occidental se movió rápido después de 1960, convirtiéndose en el proveedor de armamento a Israel más importante, además de ser el principal habilitador de su modernización económica. El propio Adenauer explicó después de jubilarse que dar dinero y armas a Israel era esencial para restaurar la “posición internacional” de Alemania, añadiendo que “el poder de los judíos, incluso hoy, especialmente en América, no debería ser subestimado.”
En la Alemania de posguerra floreció un filosemitismo estratégico, parasitario de los viejos estereotipos antisemitas
Esta “argucia política sin principios”, como la llamó Primo Levi, era tal, que aceleró la rehabilitación de Alemania muy pocos años después de que se conociese la dimensión plena de su antisemitismo. En la Alemania de posguerra floreció un filosemitismo estratégico, parasitario de los viejos estereotipos antisemitas, pero ahora combinado con imágenes sentimentales de los judíos. El novelista Manès Sperber fue uno de a quienes repulsó este fenómeno. “Vuestro filosemitismo me deprime”, escribió a un colega, “me degrada como un cumplido que está basado en un absurdo malentendido… Nos sobreestimáis a los judíos de una manera peligrosa e insistís en amar a todo nuestro pueblo. No he pedido esto, ni lo deseo para nosotros ni para cualquier otro pueblo, el ser amado de este modo.” En Germany and Israel: Whitewashing and Statebuilding (2020), Daniel Marwecki describe cómo las visiones de Israel como una nueva encarnación del poder judío despertaron fantasías alemanas latentes. Un informe de la delegación germano-occidental al juicio a Eichmann en 1961 se maravillaba por “el tipo de juventud israelí, nuevo y muy ventajoso”, personas “de gran altura, con frecuencia rubios y de ojos azules, libres y conscientes de sus movimientos, con caras de contornos bien definidos”, que no exhiben “prácticamente ninguna de las características que acostumbrábamos a ver como judías”. A la hora de comentar los éxitos de Israel en la guerra de 1967, Die Welt lamentaba las “infamias” alemanas sobre el pueblo judío: la creencia de que “carecían de sentimiento nacional, no estaban dispuestos a dar batalla, pero sí inclinados siempre a aprovecharse de los esfuerzos de guerra de otros”. Los judíos eran, en realidad, “un pequeño pueblo, valiente, heroico, genial”. Axel Springer, que publicaba Die Welt, fue uno de los mayores empresarios en dar trabajo a nazis jubilados durante la posguerra.
Imaginarse a los israelíes como guerreros arios —Moshe Dayan era como Erwin Rommel, de acuerdo con el diario Bild— no era una contradicción, sino un imperativo para algunos de los beneficiarios del milagro económico alemán. Marwecki escribe que Adenauer hizo “depender de la gestión israelí del juicio” a Adolf Eichmann un importante préstamo y el suministro de equipos de defensa: el canciller había quedado conmocionado al saber que el Mossad había descubierto a Eichmann pocas semanas después de su reunión con Ben-Gurion (no sabía que un fiscal alemán judío había informado secretamente a los israelíes sobre el paradero de Eichmann) y temía lo que Eichmann pudiese revelar. Adenauer hizo considerables esfuerzos para asegurarse que su confidente más cercano, Hans Globke, no fuese señalado como un exponente de las leyes raciales de Nuremberg en el juicio. Muchos detalles sórdidos permanecen bajo secreto en los archivos clasificados de la cancillería y los servicios de inteligencia alemanes. Bettina Strangneth encontró suficiente en los archivos como para mostrar en Eichmann before Jerusalem (2014) que Adenauer había recurrido a la CIA para eliminar de un artículo de la revista Life una referencia a Globke. También sabemos ahora que un periodista y fixer llamado Rolf Vogel robó, siguiendo instrucciones de Adenauer, archivos potencialmente incriminatorios de un abogado germano-oriental en el Hotel Rey David de Jerusalén.
Para el alivio de Adenauer, sus nuevos aliados israelíes protegieron a Globke, manteniendo su meta de lo que Marwecki describe como “la estructura de intercambio específica de las relaciones germano-israelíes”: absolución moral de una Alemania insuficientemente desnazificada y todavía profundamente antisemita a cambio de dinero y armas. También convenía a ambos países retratar a los adversarios árabes de Israel, incluyendo a Nasser (“Hitler en el Nilo”), como las auténticas encarnaciones del nazismo. El juicio a Eichmann subestimó la persistencia del apoyo nazi en Alemania mientras exageró la presencia nazi en los países árabes, para la exasperación de al menos un observador: Hanna Arendt. Ésta escribió que Globke “tenía más derecho que el ex-muftí de Jerusalén a figurar en la historia de lo que los judíos han sufrido realmente por parte de los nazis”. También señaló que Ben-Gurion, aunque exoneró a los alemanes como “decentes”, no hizo ninguna mención de árabes decentes.
En Subcontractors of Guilt: Holocaust Memory and Muslim Belonging in Postwar Germany, Esra Özyürek describe cómo los políticos, funcionarios y periodistas alemanes, ahora que la extrema derecha está en auge, han puesto el día el viejo mecanismo de higienizar Alemania demonizando a los musulmanes. En diciembre de 2022 la policía alemana desarticuló un intento de golpe de estado de los Reichsbürger, un grupo extremista con más de veinte mil miembros que planeaba un asalto al Bundestag. Alternativa para Alemania (AfD), que tiene vínculos neonazis, se ha convertido en la segunda fuerza del país, en parte debido a la mala gestión económica de la coalición liderada por Olaf Scholz. Y, a pesar del indisimulado antisemitismo de incluso políticos destacados como Hubert Aiwanger, el vice primer ministro de Baviera, “los alemanes blancos de origen cristiano” se ven a sí mismos “habiendo alcanzado su destino de redención y redemocratización”, según Özyürek. El “problema social alemán general del ansemitismo” se proyecta a una minoría de inmigrantes árabes, que son aún más estigmatizados como “los antisemitas más impenitentes”, necesitados de “educación y disciplina adicionales”.
Tanto el antisemitismo como la islamofobia han aumentado en Alemania tras el ataque de Hamás, el asalto y la táctica de tierra quemada de Israel en Gaza y la represión del gobierno alemán hacia las muestras públicas de apoyo a Palestina
Tanto el antisemitismo como la islamofobia han aumentado en Alemania tras el ataque de Hamás, el asalto y la táctica de tierra quemada de Israel en Gaza y la represión del gobierno alemán hacia las muestras públicas de apoyo a Palestina. El presidente de Alemania, Frank-Walter Steinmeier, ha apremiado a todos aquellos en Alemania con “raíces árabes” a desautorizar el odio hacia los judíos y condenar a Hamás. El vicecanciller, Robert Habeck, le siguió con una advertencia aún más explícita a los musulmanes: solamente se los tolerará en Alemania si rechazan el antisemitismo. Aiwanger, un político con debilidad por los saludos nazis, se ha unido al coro achacando el antisemitismo en Alemania a la “inmigración incontrolada”. Denunciar a la minoría musulmana de Alemania como “los mayores portadores de antisemitismo”, como apunta Özyürek, supone obviar el hecho de que cerca del “90% de los crímenes antisemitas están cometidos por alemanes blancos de extrema derecha”.
Netanyahu también ha aprendido de los esfuerzos posbélicos de Alemania para blanquear su historia. En 2015 afirmó que el Gran Muftí de Jerusalén había convencido a Hitler para asesinar a los judíos en vez de simplemente expulsarlos. Tres años después, tras criticar inicialmente una decisión del partido Ley y Justicia en Polonia de criminalizar las referencias al colaboracionismo polaco, apoyó la propuesta legislativa que sancionaba con multas estas referencias. Desde entonces ha legitimado el revisionismo de la Shoah en Lituania y Hungría, elogiando a ambos países por su heroica lucha contra el antisemitismo. (Efraim Zuroff, un historiador que ha ayudado a llevar a juicio a muchos antiguos nazis, lo comparó con “elogiar al Ku Klux Klan por mejorar las relaciones raciales en el Sur”.) Más recientemente, Netanyahu acompañó a Elon Musk a uno de los kibbutz atacados por Hamás pocos días después de que Musk tuitease a favor de una teoría de la conspiración antisemita. Parece como si desde el 7 de octubre hubiese estado leyendo atentamente el protocolo del juicio a Eichmann. Con regularidad, anuncia que está luchando contra los “nuevos nazis” en Gaza para salvar a la “civilización occidental”, mientras miembros de su cohorte de supremacistas judíos le hacen el coro: la gente de Gaza son “subhumanos”, “animales”, “nazis”.
Esta retórica de venganza de una fortaleza de Occidente asediada encuentra eco en Europa y Estados Unidos
Esta retórica de venganza de una fortaleza de Occidente asediada encuentra eco en Europa y Estados Unidos. Los nacionalistas blancos se identifican desde hace tiempo con Israel: un estado etnonacional que viola la legalidad internacional, la diplomacia y los protocolos éticos con su lenguaje de homogeneidad étnica, política inquebrantable de expansión territorial, asesinatos extrajudiciales y demoliciones de hogares. Hoy, una manifestación extrema de lo que Alfred Kazin llamó en una anotación de su diario personal en 1988 un “Israel militante, temerario, que-os-jodan-a-todos” también sirve como paliativo a las muchas ansiedades existenciales de las clases dirigentes angloamericanas. En Our American Israel (2018), Amy Kaplan describió cómo una élite estadounidense proyecta sus miedos y fantasías en Israel. Pero el filosemitismo de estado que conforma la relación de Alemania con Israel pertenece a otro tipo de convolución y ferocidad.
Poco antes de la ofensiva de Hamás, Israel se aseguró, con la bendición estadounidense, su mayor acuerdo de armas con Alemania. El Financial Times informó a principios de noviembre que la venta de armas alemanas a Israel había estado creciendo desde el 7 de octubre: la cifra para 2023 es más de diez veces superior a la del año pasado. A medida que Israel comenzó a bombardear hogares, campos de refugiados, escuelas, hospitales, mezquitas e iglesias en Gaza, y los ministros del gabinete israelí promovían sus planes de limpieza étnica, Scholz reiteraba la ortodoxia nacional: “Israel es un país comprometido con los derechos humanos y la legislación internacional y actúa de manera acorde”. Cuando la campaña de asesinatos indiscriminados y destrucción de Netanyahu se intensificó, Ingo Gerhartz, comandante de la Luftwaffe, viajó hasta Tel Aviv para elogiar la “precisión” de los pilotos israelíes; también se hizo fotografiar, en uniforme, donando sangre para los soldados israelíes.
En una ilustración más desconcertante de la simbiosis germano-israelí de posguerra, el ministro de Sanidad alemán, Karl Lauterbach, retuiteó, dando su aprobación, un vídeo en el que Douglas Murray, un portavoz de la extrema derecha inglesa, afirma que los nazis eran más decentes que Hamás. “Miradlo y escuchad”, retuiteó Karin Prien, vicepresidenta de la Unión Cristiano-Demócrata y ministra de Educación en Schleswig-Holstein. “Esto es muy bueno”, escribió Jan Fleischhauer, un antiguo colaborador del semanario Der Spiegel. “Muy bueno”, dijo a su turno Veronika Grimm, miembro del Consejo Alemán de Expertos en Economía. El Süddeutsche Zeitung, que en 2021 “destapó” a cinco periodistas libaneses y palestinos que trabajaban para la Deutsche Welle como antisemitas, expuso con pruebas igualmente endebles al poeta e historiador del arte indio Ranjit Hoskote como un calumniador de los judíos por comparar al sionismo con el nacionalismo hindú. Die Zeit alertó a los lectores alemanes de otro escándalo moral: “Greta Thunberg simpatiza abiertamente con los palestinos”. Una carta abierta de Adam Tooze, Samuel Moyn y otros académicos que criticaban la declaración de Jürgen Habermas en apoyo a las acciones de Israel provocó que un editor del Frankfurter Allgemeine Zeitung afirmase que los judíos tienen un “enemigo” en las universidades en los estudios poscoloniales. Der Spiegel publicó una portada con el retrato de Scholz junto con su afirmación de que “necesitamos deportar a gran escala de nuevo”.
“Funcionarios alemanes”, informaba The New York Times —con retraso— a comienzos de diciembre, “han estado peinando publicaciones en redes sociales y cartas abiertas, algunas de las cuales se remontan a más de una década”. Instituciones culturales que reciben financiación del estado han penalizado a artistas e intelectuales con orígenes en el Sur Global que muestran el más mínimo atisbo de simpatía hacia los palestinos, retirando premios e invitaciones; las autoridades alemanas incluso buscan ahora disciplinar a escritores, artistas y activistas judíos. Candice Breitz, Deborah Feldman y Masha Gessen son solamente los últimos en ser “aleccionados”, como escribe Eyal Weizman, “por los hijos y nietos de los perpetradores que asesinaron a nuestras familias y ahora se atreven a decirnos que somos antisemitas.”
¿Qué ha quedado de la tan laureada memoria histórica y cultura de la memoria de Alemania? Susan Neiman, que escribió con admiración de la Vergangenheitsbewältigung [gestión del pasado] en Learning from the Germans (2020), ahora afirma haber cambiado de opinión. “El balance histórico de los alemanes se ha desequilibrado”, escribió en octubre. “Esta furia filosemítica… se ha usado para atacar a judíos en Alemania.” En Never Again: Germans and Genocide after the Holocaust, que examina la respuesta alemana a los asesinatos en masa en Camboya, Ruanda y los Balcanes, Andrew Port sugiere que “el otrora admirable balance con el Holocausto puede haber encallecido involuntariamente a los alemanes. La convicción de que han dejado atrás el racismo virulento de sus antepasados puede haber permitido, paradójicamente, la expresión desvergonzada de diferentes formas de racismo.”
Esto sirve hasta cierto punto para explicar la extendida indiferencia en Alemania hacia el destino de los palestinos, y la convicción de que cualquier crítica a Israel es una forma de intolerancia (una posición que niega el propio apoyo histórico de Alemania a muchas de las resoluciones de la ONU contra las infracciones israelíes). Port podría haber reforzado este argumento debatiendo el fracaso de Alemania a la hora de reconocer plenamente, y aún más pagar reparaciones, por el primer genocidio del siglo XX: los asesinatos en masa cometidos por los colonos alemanes en África Sur-occidental entre 1904 y 1908. Port encomia demasiado la cultura de la memoria alemana, que ha mantenido una apariencia de éxito únicamente debido a que la clase dirigente alemana ha tenido, hasta hace poco, muy pocas ocasiones para exponer sus espejismos históricos, en comparación, pongamos por caso, con los partidarios del Brexit que sueñan con una fuerza y autosuficiencia imperiales.
En realidad, los intentos oficiales por promover la imagen de una Alemania presente denunciando su pasado se han enfrentado a considerables resistencias internas. Rudolf Augstein, fundador y editor de Der Spiegel y otro de los primeros patrones de antiguos nazis, comentó en 1998 que el Memorial del Holocausto en Berlín había sido diseñado para satisfacer a las élites de la “costa Este” estadounidense. La memoria histórica es demasiado volátil como para ser fijada por instituciones políticas y culturales, siempre ha resultado muy poco probable que una educación moral colectiva pueda producir una actitud estable y homogénea a lo largo de generaciones: hay muchos otros factores que determinan lo que se recuerda y lo que se olvida, y sobre el subconsciente nacional alemán pesa un siglo de secretos, crímenes y encubrimientos. En un discurso en Weimar en 1994, Jurek Becker, un raro novelista judío que vivió tanto Alemania oriental como occidental, culpó del resurgimiento del neonazismo violento en la Alemania unificada a los nazis que, tolerados e incluso aupados por los halcones de la guerra fría, continuaron prosperando en Alemania occidental:
Vieron que el recuerdo del pasado nazi se había vuelto tan moderado como era posible, que no era brutal, y, allí donde era posible, intentaron prevenirlo… Se apoyaron los unos a los otros y se proporcionaron influencia los unos a los otros. Impidieron el progreso de aquellos que habían descubierto sus pasados. Dijeron que no todo lo que había ocurrido en aquella época había sido malo, que no se podía arrojar al niño con el agua sucia de la bañera. En algún momento llegaron a la idea de afirmar que el fascismo había sido simplemente la respuesta al verdadero crimen de nuestra época, el bolchevismo.
Muchos hombres bien situados trabajaron para comprometer la comprensión de los alemanes occidentales de su complicidad con el Tercer Reich. Franz Josef Strauss, un veterano de la Wehrmacht en las “tierras sangrientas” de Europa oriental que llegó a ser el ministro de Defensa de Adenauer y más tarde primer ministro de Baviera, pensaba que la mejor manera de cumplir con “la tarea de dejar el pasado atrás” eran los acuerdos de defensa con Israel. Ralf Vogel, que afirmó que “la Uzi en manos del soldado alemán es más efectiva que cualquier panfleto contra el antisemitismo”, ahora se nos presenta como un primer exponente de este modo de dejar el pasado atrás, lo que Eleonore Sterling, una superviviente de la Shoah y la primera catedrática de Ciencias Políticas de Alemania, llamó en 1965 “una actitud filosemítica funcional” que reemplaza “un verdadero acto de aceptación, arrepentimiento y futura vigilancia”. El diagnóstico implacable de Frank Stern en The Whitewashing of the Yellow Badge (1992) sigue hoy en pie: el filosemitismo alemán, escribió, es ante todo un “instrumento político”, usado no solamente para “justificar opciones en política exterior”, sino también “para evocar y proyectar una posición moral en los momentos en los que la calma doméstica está amenazada por fenómenos antisemitas, antidemocráticos y de extrema derecha.”
Ésta no es la primera vez en la que se han empleado invocaciones a la Staatsräson para ocultar deformaciones democráticas. En 2021, por ejemplo, mientras perseguía acuerdos de defensa con Israel, Alemania desafió el derecho de la Corte Penal Internacional a investigar crímenes de guerra en los territorios ocupados. A mediados de diciembre, con veinte mil palestinos masacrados y epidemias amenazando a los millones de desplazados, Die Welt todavía afirmaba que “’Palestina libre’ es el nuevo ‘Heil Hitler’.” Los dirigentes alemanes continúan bloqueando las llamadas unitarias a un alto el fuego. Puede parecer que Weizman exagera cuando sostiene que “el nacionalismo alemán ha comenzado a ser rehabilitado y revivificado bajo los auspicios del apoyo alemán al nacionalismo israelí”, pero la única sociedad europea que ha intentado aprender de su pasado de agresión tiene claras dificultades para recordar su principal lección. Los políticos y formadores de opinión alemanes no solamente no están a la altura de su responsabilidad nacional hacia Israel extendiendo su solidaridad incondicional hacia Netanyahu, Smotrich, Gallant y Ben Gvir. A medida que un racismo völkisch y autoritario crece en su propio país, las autoridades alemanas se arriesgan al fracaso en su responsabilidad ante el resto del mundo: la de no ser nunca más cómplices de un etnonacionalismo asesino.