Políticos y sociales: Solidaridad carcelaria durante el franquismo.

Publico.es | Acacio Puig, integrante de La Comuna | 20-3-2026

La dictadura franquista nunca reconoció categorías como las que dan título a este artículo. Para el franquismo, el conjunto de la población penitenciaria solo constituía “la delincuencia”.

Los hombres y mujeres presos eran pues clasificados como delincuentes comunes o delincuentes contra el orden público. Los primeros habían sido encarcelados por delitos contra la propiedad, delitos de sangre o se les había aplicado la llamada Ley de Peligrosidad Social, heredera de la Ley de Vagos y Maleantes (conocida en el ambiente carcelario como ‘la gandula’) que permitía detener, juzgar y condenar con la mayor impunidad a Homosexuales y gentes difusamente incómodas para el régimen.

Los segundos eran detenidos, juzgados y condenados en calidad de “alborotadores”, causantes de desórdenes, por más que sus actividades forzosamente clandestinas, consistieran en imponer y usar las libertades prohibidas, es decir: hacer información y proponer alternativas desde la edición de publicaciones y manifiestos, imponer manifestaciones, organizarse en colectivos, sindicatos y partidos clandestinos, reunirse. Aquella  conquista-práctica de los derechos de expresión, reunión y manifestación, era perseguida y castigada. Para perseguir penalmente estas actividades se desarrolló la batería de leyes y tribunales llamados ‘de Orden Público’.

En cuanto a las expresiones de oposición política armada, suponian un riesgo mayor de perder la vida por torturas, salvajes condenas y eran calificadas siempre como delitos de terrorismo. El terrorismo abarcaba así desde las prácticas de autodefensa popular (las que hacían posible manifestarse frente a la brutalidad de las fuerzas represivas al servicio de aquel orden) hasta expresiones más radicales de política armada (atentados, expropiaciones y en algún caso ajusticiamientos de torturadores y caciques del régimen). Para estos casos la dictadura normalmente recurría a la legislación y jurisdicción militar (‘Consejos de Guerra’ y otros instrumentos).

Tiempos pues difíciles, en los que el compromiso socio-político suponía asumir riesgos, porque vivíamos en un estado blindado por una inmensa “ley mordaza” y protegido por fuerzas de la policía nacional, guardia civil, policía política (la BPS) y en última instancia, el ejército.

En ese contexto, la línea que separaba al ‘delincuente’ social del político era tenue: la delincuencia común o la diferencia sexual muchas veces no eran sino expresiones también de resistencia y rebeldía, si bien no necesariamente articuladas en un discurso político coherente.

Un relato en primera persona

Porque lo que presento no es producto de lecturas ni comentarios ajenos. Sencillamente recojo vivencias propias que, desde la lucha política clandestina en el Madrid del tardo franquismo acabaron con mis huesos en la cárcel de Carabanchel.

Una primera petición de la fiscalía militar de trece años de prisión por asociación ilícita (LCR), propaganda y terrorismo, se transformó en el posterior traslado de mi sumario al TOP (Tribunal de Orden Público) y en una condena a cinco años de cárcel.

De modo que durante los años 1973-1974-1975 y parte del 1976, fui uno más de los inquilinos forzados del la Prisión de Carabanchel-Madrid, un espacio de enorme historia antifascista que mediante un acuerdo contra natura entre el alcalde de Madrid (Gallardón) y el dirigente del PSOE (Rubalcaba) concluyó siendo demolido. Demoler (o ‘rehabilitar’ haciéndolas irreconocibles) cárceles emblemáticas forma parte, para esas gentes, de la estrategia de olvido de la memoria de la resistencia real al franquismo.

Aquellos setenta fueron años de saturación progresiva de las cárceles. El crepúsculo del franquismo transcurría en una situación internacional de avance de las iniciativas anticapitalistas (éxito de la lucha de liberación en Vietnam,  Unidad Popular en Chile, radicalización juvenil en Alemania, Francia e Italia -el famoso mayo 68 y sus secuelas-, conquistas sociales durante los “treinta gloriosos”, Revolución de los claveles en Portugal…) y también  de desgaste del miedo que paralizaba a generaciones víctimas de los castigos que la dictadura inflingió a los vencidos de la Guerra de España (ejecuciones extrajudiciales, campos de concentración, cárceles, intoxicación ideológica…miedo).

La dictadura franquista optó, desde el inicio de los años setenta, por una política de dispersión de presos políticos y eso fue evidente en cárceles emblemáticas como la madrileña de Carabanchel, un lugar de paso también de presos que llegaban a Madrid por traslados, hospitalizaciones o nuevos juicios en el TOP u otros tribunales.

Las afinidades

En Carabanchel, la dispersión favoreció “el contagio” y el apoyo mutuo entre sectores de presos sociales y presos políticos. Presos políticos estábamos entonces detenidos en todas las galerías: menores en el Reformatorio, peligrosos y ‘terroristas’ en la Séptima, en tránsito junto a Homosexuales y delitos sin sangre en la Quinta, y la mayoría en la Tercera, galería reconocida de facto como la Galería de Presos Políticos.

Nuestra tradición organizativa nos llevaba a la organización en Comunas, agrupamientos asamblearios basados en compartir recursos (comida, libros…) y agrupamientos de debate y autodefensa vindicativa (frente a las directrices penitenciarias, las carencias médicas, las arbitrariedades y castigos propinados por el funcionariado y… las mafias de matones con funciones similares a las de los “Kapos” en campos de concentración).

Esa vida comunal llamaba mucho la atención de algunos presos sociales con los que establecimos lazos, dado que compartíamos algo importante: el espacio represivo del centro de detención (horarios, disciplina, sanciones, infectas condiciones médicas e higiénicas, ausencia de derechos…). Además se establecieron lazos generacionales porque edades similares, común procedencia mayoritaria de barrios populares, rechazo compartido de las miserias de un régimen que arruinaba nuestras expectativas existenciales… constituían un territorio suficiente para empezar a compartir ideas y para establecer afinidades.

Existían también divergencias

Los presos políticos luchábamos por el reconocimiento de nuestro estatus y la aplicación del Estatuto de Preso Político, era el modo de denunciar la horrenda “democracia orgánica” con que pretendía homologarse el franquismo con “occidente”,

Una  caricatura de democracia corporativa que no reconocía más libertades que las que otorgaba a los afectos a su régimen, heredero del fascismo histórico desde 1936.

Además los presos políticos ampliábamos nuestra acción a la lucha organizada por la mejora de las condiciones de vida en cárceles y penales,  al apoyo solidario a luchas del exterior (huelgas, campañas contra juicios políticos, conquista de las libertades…).  Nuestros medios iban desde los Plantes, los comunicados y manifiestos al exterior, los encierros en celda, las huelgas de comunicaciones y las huelgas de hambre.

Los presos sociales, desorganizados, protestaban contra las arbitrariedades y represión carcelaria recurriendo a métodos individuales, como las autolesiones y a iniciativas más colectivas (las llamadas “pajarracas”) que suponían broncas y alborotos en las galerías, desafíos ruidosos  a las agresiones o contestación a trágicos desenlaces como el que llevó al suicidio de un preso transexual al que la persecución interna y el cese por las bravas de tratamientos hormonales llevó a defenestrarse desde lo alto del pasillo de su galería (“el palomar”).

Recordamos que durante los años 1973 y 1974 los presos políticos “dispersados” constituimos un ejemplo de organización y reivindicación en las galerías Séptima, Quinta y Reformatorio de Carabanchel. También un ejemplo de apoyo a los presos sociales mediante la sensibilización a nuestros abogados sobre acosos y autolesiones, notas de prensa al exterior e incluso mediación en casos de abusos y protección en otros. Respecto a lo último, señalamos que a inicios del 1974, en la Séptima galería, un preso social  apodado “el Yeyé” estaba en lista para ser apaleado por los funcionarios tras una fuga frustrada desde la Séptima galería.  El Yeyé, muy asustado y sin fuerzas para autolesionarse,  acudió al apoyo del grupo de presos políticos que en esa galería estaban y  que decidió escoltarle durante toda la jornada durante las horas de patio.

La ostentosa protección se extendió al resto de la gente: no se jugó al frontón ni la cotidianeidad transcurrió como era habitual. El malestar apuntaba a la solidaridad.

El funcionariado tomó nota de la tensa situación y no salió al patio  limitándose a vigilar desde las ventanas de la galería.

A pesar de la posterior suerte del Yeyé, una vez encerrados en las celdas-dormitorio (fue apaleado), la dirección de la cárcel “tomó nota” del desafío y unos días después, ese grupo de presos políticos fue trasladado a la Tercera Galería. Se trató pues de una pequeña victoria y de un ejemplo: la lucha, de uno u otro modo, pagaba.

La “contaminación reivindicativa” tuvo otros muchos episodios y conexiones amistosas con compañeros, presos de los llamados ‘sociales’, es decir no procesados por delitos ‘políticos’, que años más tarde  iban a liderar la COPEL (Coordinadora de Presos en Lucha) como Daniel Pont, Carlos Iglesias, Eusebio Sánchez y tantos otros.

La historia de la COPEL se forjó más tarde, pero se incubó en aquellos años de afinidades. Cuando muerto Franco e iniciados los movimientos transaccionales en la alta política, los presos sociales comprobaron que iban a ser los excluídos de los indultos y la Ley de Amnistía (aquel siniestro decreto que perdonaría los crímenes de cuarenta años de franquismo). A partir de esa constatación, el núcleo de la COPEL afianzó vínculos organizativos, tejió lazos con el exterior (abogados, organizaciones, intelectuales…), coordinó núcleos activos en las principales cárceles del país y   planificó una resistencia que desembocó en los motines y ocupaciones que exigieron (y lograron) su libertad.

Libros como “Cárceles en llamas”, de César Lorenzo, publicado en 2013 por la editorial Virus, dan buena cuenta de aquella épica lucha por la dignidad protagonizada por quienes la dictadura calificaba simplemente como “delincuentes comunes”… escoria de la tierra.

Para nosotros, aquellos presos sociales, su organización y conquistas, y su fraternidad como víctimas con nosotros, los ‘políticos’, fueron y siguen siendo, una muestra de compañerismo y un estímulo en la lucha por la igualdad y la justicia social.

Políticos y sociales: Solidaridad carcelaria durante el franquismo