Santiago Bedmar. En memoria de mi padre

En memoria de mi padre.
 
Santiago Bedmar / 11.09.2021
 
Una mañana del día 20 de Octubre de 1939, el juez militar, con una lista en la mano, nombró a 18 detenidos y entre ellos estaba yo.
 
Nos sacaron de la nave y, escoltados por soldados, nos subieron en un camión, sin saber que iban a hacer con nosotros, ni donde nos llevaban.
Pregunté a uno de los soldados que donde íbamos y me dijo que a Córdoba.
 
Hicimos el camino hasta la capital comentando, entre nosotros, el posible motivo de nuestro traslado. Cuando llegamos a la ciudad, nos recluyeron en el Alcázar de los Reyes Cristianos, que en aquellas fechas era la Prisión Provincial de Córdoba. La cárcel estaba repleta de presos, no se como podíamos sobrevivir y muchas veces la comparé con mi cautiverio en Higuera de Calatrava.
 
El 25 de Octubre de 1.939, cinco días después, nos llevaron a los 18 presos de Puente Genil a la Audiencia Provincial para juzgarnos. El tribunal estaba compuesto por las mismas personas que juzgaban en nuestro pueblo cuando se iniciaron las causas.
 
El fiscal era Don José María de la Lastra, que comenzó así su discurso: – ¡Señor presidente! ¡Señores del Tribunal! He aquí la morralla de la sociedad, esta es la canalla marxista que tenemos que extirpar de todos los pueblos de España. –
 
Todos dirán que son inocentes pero: ¿Quiénes han matado a nuestros curas? ¿Quiénes han quemado nuestras iglesias? ¿Quiénes han matado a nuestras personas de orden? ¿Cuántos de los nuestros han caído por Dios y por España a manos de esta chusma?-
 
-La sangre de nuestros mejores hombres y mujeres que cayeron piden el exterminio del marxismo de nuestra sociedad-.
 
Cuando terminó su largo discurso, indisponiendo los ánimos del tribunal en contra de nosotros, se dirigió al presidente con gesto triunfal: “-¡Señor Presidente! ¡Señores del Tribunal!, Todos los procesados son culpables de alta traición a la Patria, todos tienen las manos manchadas de sangre, todos prefieren cerrar el puño que extender la mano, todos son marxistas y para todos ellos sin excepción pido la pena de muerte.-He dicho”.
 
El que hacía de abogado defensor solo se limitó a pedir al Tribunal clemencia para los acusados.
 
El presidente, dirigiéndose a nosotros, dijo estas palabras: -Como sabemos de antemano que todos diréis lo mismo, que se levante uno de los acusados y hable por todos-.
 
Ninguno de los acusados hizo el menor gesto de intentar hablar. Entonces se dirigió a mí y señalándome con el dedo gritó: -Tú, el más joven, levántate y habla en nombre de tus compañeros.
 
El guardia que tenía a mi espalda apoyó su mano en mi hombro y me indicó que me levantara, no sabía que decir, y ¿para qué?. El guardia me incitaba e insistía a que hablara, pero yo no sabía ni por donde empezar, estiré los brazos y señalando al Cristo, que presidía el decorado del tribunal, sin saber como ni por que dije: -¡Señor, perdónalos, porque no saben lo que se hacen!- un murmullo se extendió por toda la sala, todas las miradas confluyeron en mí. Mi madre se levantó de su asiento y gritó, – Hijo mío, hijo mío de mi alma-.
 
Un guardia le dijo que se callara y la obligó a sentarse. Yo entonces me dirigí al Presidente del Tribunal y le dije, – Señor, el 18 de Julio sólo tenía 16 años, no sabía que ponerse al servicio del Gobierno Legal de la República era un delito de alta traición-. He servido a España, a la España que vosotros los militares jurasteis defender un día con vuestra propia sangre, nunca he quemado iglesias y, aunque fuera verdad ¡qué no lo es!, sólo he derribado edificios de piedra, infectos y podridos de mentiras; pero vosotros estáis derribando edificios humanos, templos de Cristo vivientes.-
 
¡Señor Presidente! ¿Se nos ha permitido formular una información exacta de todo cuanto se nos acusa? ¿Nos han dejado nombrar nuestro propio defensor? ¿Cómo es posible que se pueda condenar a unos hombres sin permitirles demostrar su inocencia? ¿Cómo delante de ese Cristo, símbolo del perdón y amor?, se están empleando los mismos métodos de los que lo llevaron a la Cruz.
 
Un martillazo sobre el pupitre del señor Presidente me cortó la palabra.
 
-¡Basta de discurso!- gritó lleno de ira, – Esto se acabó; -audiencia terminada-.
 
Mi madre, con cara de dolorosa, me miraba llena de pena, creía que mis palabras perjudicarían mi causa, no sabía si al actuar como lo hice había obrado bien o mal, pero si pude comprobar que al terminar la falsa de juicio muchos de los presentes se sonreían satisfechos de mis palabras.
 
Fue para mí un gran estímulo, el mismo teniente que hizo de defensor bajó del estrado, cogió a mi madre casi en brazos y, con la ternura de un hijo, la llevó a la sala de los procesados para que me abrazara.
 
Al joven teniente, ante el cuadro de mi madre abrazada a mí, se le empañaron los ojos, dando prueba que en el fondo era un hombre con sentimientos arrastrado por las circunstancias. Mi madre lloraba amargamente al creer que era el último abrazo que me daba, pero el joven militar le dio cariñosamente unas palmaditas en la espalda. -¡No se preocupe mujer! A su hijo no lo van a matar, yo se lo aseguro.-
 
Mi madre le cogió las manos y se las besaba, entonces él la abrazó como si fuera su hijo y por encima de ella me miro y me aseguró que me conmutarían la pena de muerte.
 
Cuando regresamos de nuevo a la cárcel nos llevaron a la Brigada de los condenados. Yo esperaba que en aquel lugar todos estarían tristes, pero no era así, él animo no decaía y las bromas eran continuas entre unos y otros, y casi sin acordarnos de nuestra suerte se pasaban los días. Lo peor eran las noches, cuando la luz de la Brigada se apagaba reinaba el mayor silencio, pero nadie dormía, todos esperábamos la hora fatal del amanecer cuando, antes de las claras del día, se escuchaba el tropel que producía al andar el piquete de fusilamiento.
 
Entonces, un funcionario se acercaba a la Brigada y abría la puerta, pasando lista a los que iban a morir, casi siempre no menos de veinte. A veces, la brigada quedaba casi vacía, hasta que se llenaba al día siguiente. Más de una vez me quedé solo y pensé en más de una ocasión que debía morir fusilado como mis compañeros y así poner fin a tanto sufrimiento… días y días, meses y meses, esperando la muerte y viendo morir tanto inocente.
 
En una de las sacas, como así la llamábamos, al pasar lista el funcionario oí que me nombraban. Salí fuera de la Brigada y un guardia me esposó.- ¡Por fin llegó mi hora!- pensé y mentalmente di un repaso a las caras de mis seres queridos.
 
La imagen de mi madre se clavó en mi mente. -¡Dios mío! Qué será de mi madre- decía para mí.
 
Miré las estrellas, que aun brillaban en el cielo, y me pareció que el lucero del alba brillaba más que nunca. Nos pusieron en fila y nos hacían salir del recinto de uno en uno. A la entrada del Rastrillo estaba el jefe de servicio con los expedientes de cada uno, ratificando la salida de cada condenado, cuando llegó mi turno me preguntó el oficial el nombre.- Rafael Bedmar Guerrero, contesté-.
 
Después me preguntaron el nombre de mis padres y el pueblo de origen, a lo cual le respondí sin dilación.
 
Entonces llamó al capitán que mandaba el pelotón y le dio a leer mi expediente, tras conversar unos momentos entre los dos, se dirigió a mí y me sacó de la fila apartándome de los demás y me llevaron de nuevo a la Brigada. Pero antes de devolverme a mi cautiverio trajeron a otro condenado, al cual le hicieron las mismas preguntas que a mí, y que se llamaba Rafael Bernal Herrero, natural de Hornachuelos.
 
No puedo explicar la sensación que experimenté en aquel momento, de mi mente se borraron todos mis pensamientos y un fenómeno extraño se apoderó de mí.
 
Al mirar al fondo del rastrillo, a la puerta que daba al patio de los condenados, vi como esta se iluminaba y, al salir a través de ella, miré al cielo y la estrella de la mañana parecía sonreírme.
 
Cuando entré en la Brigada, mis paisanos me abrazaban llenos de alegría al verme de nuevo, a ninguno conté la sensación que sentí al saber que no iba a morir, guardé solo para mí este recuerdo, pero en mí mente quedó gravado aquel lucero matutino que me alumbró aquella mañana, como si fuera la cara de Dios que me sonreía.
 
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