Del Estado social de derecho a la Monarquía constitucional: legitimidad de la dictadura y tránsito a la democracia en el reformismo franquista
La conferencia –transcrita, editada y ampliada para “Conversación sobre la historia”— repasa cómo, desde la segunda mitad de los años 1950 y hasta la aprobación de la Ley Orgánica del Estado (1967), el régimen apostó por una “institucionalización” de apariencia garantista y una práctica intervencionista y redistributiva con el fin de asegurar su estabilización. Sobre estas bases, que posibilitaron un singular desarrollo económico, los juristas integrados pero reformistas comenzaron a postular la necesidad de promover un desarrollo político en forma de apertura a la participación de las sensibilidades proscritas. Las monarquía parlamentaria se postuló entonces como la mejor forma para incorporar a las izquierdas sin roturas revolucionarias y no espantar a los sectores conservadores, por suponer una garantía para el mantenimiento de su estatus socioeconómico.
Sebastián Martín
Universidad de Sevilla
Introducción
Mi intervención en el asunto abordado en el seminario –La reforma franquista– va a realizarse desde un ángulo jurídico. Soy consciente de que el derecho es la resultante de factores sociales, culturales y económicos externos al propio ordenamiento, del mismo modo que tales factores resultan moldeados por el propio derecho, que no se limita a una suma de regulaciones positivas, sino que también entraña una serie de categorías culturales en el interior de las cuales tales regulaciones cobran sentido. No obstante, debido a la limitación temporal de una intervención de esta clase, se va a hacer abstracción de la dimensión jurídica del asunto tratado, y se va a exponer de modo más o menos independiente.
Se ha optado por esta vía no solo por una razón de economía expositiva, sino también desde el convencimiento de la centralidad del derecho y de los juristas en la construcción del régimen. La dictadura, en su aspecto estatal, se fue constituyendo, muy en particular, a través del derecho y se legitimó socialmente y hacia el exterior a través de categorías eminentemente jurídicas. Esto coloca al jurista, tanto en su vertiente práctica de orientador y diseñador de políticas públicas y de reformas institucionales como en su vertiente teórica de intelectual con resonancia pública, en el centro mismo de la configuración de la dictadura. Atender solo al discurso producido por los juristas como instrumento legitimador y acicate de las reformas acaso ilumine entonces, no solo asuntos de interés solo desde y para el derecho, sino concernientes más en general a la historia del Estado y la sociedad.
Mi intervención recorrerá tres cuestiones. Se partirá de una reflexión general acerca de la fisonomía del discurso jurídico franquista. Nos adentraremos después en un primer argumento legitimador del régimen, el que lo presentaba como «Estado social de derecho». Acudiremos después a otro argumento, activado desde primeros de los sesenta, que ponía el énfasis en la naturaleza monárquica de España para planear el futuro de la sociedad española una vez muerto Franco. Se concluirá con alguna consideración final.
- Rasgos y desplazamientos del discurso jurídico legitimador del régimen
Al estudioso del discurso de los juristas del franquismo durante los años 40 y 50 salta inmediatamente a la vista una evidencia: toda su argumentación se encuentra atravesada por un afán legitimador de la dictadura. No es este el tono defensivo ni el registro envolvente del discurso jurídico en tiempos anteriores, ni durante el Estado liberal, ni siquiera bajo la República, a la que solían más bien contemplar con malos ojos[2]. Carezco de conocimientos psicoanalíticos, pero me atrevería a conjeturar que esta obsesión legitimadora revela una patológica actitud compensatoria. En pocas palabras: la omnipresencia del propósito legitimador evidencia la conciencia tácita de la ilegitimidad del régimen.
En efecto, para el encuadre del discurso de los juristas, convendría incorporar a su análisis la plena conciencia que la intelligentsia jurídica tenía de la ilegitimidad originaria de la dictadura, del proceso criminal que la había fundado, y de sus devastadoras consecuencias en la propia configuración de la sociedad española.
Buena parte de aquel establishment había de alguna forma presenciado o hasta participado en la sangrienta fundación del régimen; se había, de hecho, promocionado y había llegado con prematura juventud a posiciones de mando político y cultural a través de su pertenencia a la oficialidad militar en el cuerpo técnico de alféreces. De ahí procedía toda una mística de participación espiritual, con sacrificio de la propia vida, en la milagrosa operación de rescate nacional, que enlazaba, en términos de estrecha solidaridad y camaradería, a una proporción nada despreciable de la élite jurídica franquista de las primeras décadas[3]. Aun desconociéndose su grado de participación directa en aquellos acontecimientos, no se puede descuidar el conocimiento directo que muchos tuvieron del tipo de violencia que se desplegó por parte sublevada durante la Guerra de España. Baste mencionar, por ejemplo, a Francisco Javier Conde, Carlos Ollero, Luis Sánchez Agesta o Juan del Rosal para recordar algunos nombres de juristas célebres vinculados al bando autodesignado como ‘nacional’, que devinieron de verdad influyentes en sus áreas respectivas[4]. En la medida en que la propia sublevación, y las prácticas desplegadas en las poblaciones ocupadas con auxilio extranjero, contradecían abiertamente el derecho interno e internacional, y los principios jurídicos entonces en vigor[5], no podían menos que conocer la ilegitimidad originaria del régimen. En definitiva, los juristas del primer franquismo no reflexionaban ni producían su discurso en el vacío, sino a partir de la participación en esa experiencia, de su conocimiento y de sus implicaciones.
A este factor se suma además la positivación y consolidación de esa tara originaria de ilegitimidad desde 1945, dato que no podía pasar desapercibido para la élite jurídica franquista. En el ámbito internacional, los estatutos del Tribunal militar de Núremberg se enderezaron a castigar hechos de la misma clase que los acontecidos en España[6]. Se recordaba que, desde Versalles, y con la confirmación de la resolución unánimemente adoptada por la VIII Asamblea de la Sociedad de Naciones, en 1927, «una guerra de agresión constituía un crimen internacional», y eso era lo que había supuesto la intervención ítalo-alemana en favor de los sublevados. En el acuerdo para el establecimiento del Tribunal se tipificaban «los crímenes contra la humanidad» en el contexto de la implantación conspiratoria de un Estado totalitario, lo que suponía, entre otros aspectos, «la supresión de la oposición política», la consiguiente destrucción de los sindicatos, la introducción del principio de jefatura empresarial en los centros de trabajo, la abolición práctica de la independencia judicial, «la supervigilancia de todas las actividades culturales» y de formación de la opinión, o la persecución terrorista «contra los opositores o supuestos opositores del régimen». Los crímenes contra la humanidad se consideraban delitos internacionales funcionales al establecimiento de este control totalitario. Constituían la consecuencia de «una política de persecución, represión y exterminio de civiles que eran, o se creía que eran o se pensaban que podrían convertirse en hostiles» a tal forma totalitaria de gobierno. Y esa sospecha de enemistad no tenía por qué fundarse solo en razones de índole racial, pudiendo ser objeto de persecución criminal «las personas cuyas creencias políticas o aspiraciones espirituales se consideraban en conflicto» con la nueva clase dirigente. Evidencia de su comisión era, por ejemplo, el recurso a tribunales especiales. Resulta evidente que todos estos elementos concurrían, incluso agravados, en la coyuntura que dio origen a la dictadura en España.
Si se continúa en el plano internacional, la propia Declaración Universal de 1948 situaba fuera de su marco al régimen franquista. Puede imaginarse el pretexto franquista de que la democracia orgánica contentaba el derecho que toda persona tiene «a participar en el gobierno de su país, directamente o por medio de representantes libremente escogidos» (art. 21.1), pero mucho más complicado de encajar en el molde del régimen resultaba la afirmación de que «[l]a voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público; esta voluntad se expresará mediante elecciones auténticas que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio universal e igual y por voto secreto u otro procedimiento equivalente» (art. 21.3). Podría guardarse silencio acerca de la inobservancia sistémica del derecho a no ser «sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes» (art. 5), o sobre el incumplimiento general del derecho a no ser «arbitrariamente detenido, preso ni desterrado» (art. 6). Pero menor duda cabía, pese a toda la organización sindical estatalizada, de que en España no se reconocía el derecho que toda persona tiene «a fundar sindicatos y a sindicarse para la defensa de sus intereses» (art. 23.3). La evidencia y reconocimiento de estos derechos en cuanto fuente de legitimidad global, apoyada en un asenso poco menos que universal, compelía a la explicación, al pretexto, a las excusas, a la justificación permanente de por qué España había de cumplir con otros medios, de otra forma, apenas verosímiles, con esos derechos.
Y si, por último, se atiende a la forma jurídico-constitucional adoptada por los Estados francés (1946), italiano (1947) o alemán (1949) de posguerra, a sus respectivas normas fundamentales, el descuadre de la dictadura española respecto del marco legitimador europeo no hacía sino incrementarse. Los rasgos de los nuevos Estados constitucionales, a saber: la preponderancia de los derechos, el objetivo social e igualitaria de las políticas públicas, el corporatismo pluralista tomado como vía para la concertación laboral, o la rigidez y supremacía constitucional y su garantía jurisdiccional, casaban fatal con un régimen antiliberal, socialmente jerárquico, que gobernaba las relaciones laborales de forma autoritaria, y que seguía respetando, como vértice de la institucionalidad, el principio del caudillaje, la consideración del dictador como fuente de poder constituyente. En todo caso, este constitucionalismo de posguerra, obligaba, de nuevo, a un esfuerzo continúo de asimilación, de amenguamiento de las diferencias, de homologación, y, en definitiva, de legitimación de lo que se sabía que no encajaba en el marco legitimador tanto general como europeo.
Los juristas del primer franquismo no solo eran plenamente conscientes de la ilegitimidad originaria de la dictadura, del modo en que esta, tras la guerra y la derrota de los fascismos, no había hecho sino incrementarse. Lo eran también de la consecuencia social central del medio bélico con que aquella se había instaurado. Tal era otro de los grandes elefantes en la habitación del discurso jurídico franquista, la implicación fundamental de los crímenes contra la humanidad que habían servido de medio para instaurar la dictadura, esto es, la fractura que había separado la sociedad española en vencedores y vencidos. Que el comienzo del régimen se debiese a una guerra de agresión y conquista no podía menos que reflejarse en una estratificación que dividía a triunfadores y derrotados. Los juristas centrales del régimen lo reconocían a veces de modo involuntario, a modo de lapsus revelador, como aquella excusatio non petita formulada por Manuel Fraga, cuando, al referirse en 1961 a los principios inmarcesibles del «Movimiento», consideraba necesario indicar que «[n]o [eran] la ideología de unos vencedores ocasionales formulada para apartar y oprimir a los vencidos»[7]. No se trataba solo de retórica, ni tampoco de una división circunscrita al ámbito de las relaciones sociales y económicas, sino de un elemento de trascendencia jurídica duradera a la hora de distribuir recompensas o gravámenes entre los ciudadanos[8]. Desde la oposición (hablamos de 1974), se sabía bien que la dictadura se hallaba pilotada por un bloque dirigente marcado por su «solidaridad de intereses y comunidad de emociones», al reconocer sus miembros «el origen (compartido) de su posición dominante»[9]: se tenía bien presente que el Estado había sido el botín, primero capturado y después sobre todo forjado a imagen de las necesidades del sector de los vencedores, y coadyuvantes.
Así, en conclusión, el discurso de los juristas de los años 1940 e incluso 1950 siempre revela, en negativo, con su letanía exculpatoria, estos dos elementos inherentes a la dictadura: su ilegitimidad de origen y su inviabilidad como sistema duradero –en aquel entorno internacional– por constituir la imposición de una parte del país sobre la otra.
A este marco se añadieron dos circunstancias internacionales por completo interrelacionadas, que fueron de inmediato aprovechadas justo para la finalidad legitimadora de lo que se sabía ilegítimo. No se dice nada nuevo. La primera de ellas fue la ‘guerra fría’ desencadenada a partir del segundo semestre de 1946. Abría la oportunidad para que la dictadura se validase como sistema anticomunista desde sus comienzos; en la oposición y supuesta victoria sobre el comunismo yacía su razón de ser originaria; en un juego de argumentos que revela lo contrario de lo que explicita, se daba a entender que no era la dictadura la que deseaba aproximarse a Occidente, sino Occidente el que, ante la presión dominadora de la URSS, había venido a confirmar la posición acertada de la dictadura desde su mismo arranque: «nosotros volvemos cuando ellos», «los países del Occidente», «todavía van», que dijera el propio Franco[10].
Y la segunda circunstancia fue el comienzo de la integración europea como área capitalista, caracterizada tanto por haber dejado atrás los anhelos socialistas de socialización de la propiedad como por un alto nivel de protección social, dando paso a una política de incremento de la competitividad para el aumento de la renta nacional. El discurso jurídico oficial comenzaría a fomentar la incorporación de la dictadura a esta evolución europea sin merma de sus hipotéticos rasgos definitorios, aunque con borrado creciente de las circunstancias originales de su nacimiento.
Sumadas todas estas variables, se puede concluir que el discurso jurídico franquista trataba de borrar la ilegitimidad originaria obsesionándose con protestas legitimadoras, intentaba omitir o disculpar la fractura social sobre la que se apoyaba la dictadura incidiendo en su apertura y orientación hacia la generalidad –al «bien común»– de los ciudadanos, y lo hacía tanto alardeando de su anticomunismo esencial originario como planteando su consiguiente pertenencia a un bloque occidental, al que, con rasgos genuinos propios, pero persiguiendo idénticos fines, aspiraba a reintegrarse de pleno.
No estamos ante un fenómeno puramente discursivo, sino también legislativo, normativo. Estas obsesiones compensatorias para borrar la mácula se tornan visibles en cuerpos normativos centrales, y no solo en el madrugador Fuero de Trabajo, con sus afanes fascistas de integración nacional de los obreros. Hago más bien referencia al Fuero de los Españoles, publicado el 18 de julio de 1945, no solo por los derechos en él establecido –todos, dicho sea de paso, suspendidos mediante su famoso art. 33 («El ejercicio de los derechos que se reconocen en este Fuero no podrá atentar a la unidad espiritual, nacional y social de España»)– sino también, y sobre todo, por la proclamación del «derecho a la seguridad jurídica» y el mandato consiguiente de que «[t]odos los órganos del Estado actuarán conforme a un orden jerárquico de normas preestablecidas, que no podrán ser arbitrariamente interpretadas ni alteradas» (art. 17). E igualmente hago indicación a la Ley de Sucesión de 1947, y a su definición de España en tanto que «unidad política» como «un Estado católico, social y representativo, que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino».
Desde este mismo instante, la legitimación jurídica de la dictadura en cuanto sistema inclusivo de la generalidad pasaba justo por estos cuatro pasos: el de ser España un reino a la espera del monarca sucesor, cuya comunidad de nacionales se cohesionaba en torno a la participación común en el catolicismo y a la integración corporativa en las instituciones, y que se personificaba en un Estado «social», por su finalidad de proteger a los trabajadores, y «de derecho», justo por la previsibilidad de las resoluciones de los poderes públicos y la interdicción de la arbitrariedad.
Dejaremos a un lado en este análisis los aspectos católico y democrático-orgánico como tópicos de uso legitimador, para centrarnos en esa monarquía –inicialmente desprovista de rey– constituida en Estado social de derecho. Desde fecha tan temprana como 1945-1947 –para el costado social abundaban las remisiones a 1938– son elementos de vocación legitimadora disponibles en el discurso jurídico oficial. Por eso no debe extrañar su utilización simultánea, incluso su entrelazamiento. Pero, para examinarlos, vamos a realizar un ejercicio de abstracción, y a considerarlos módulos argumentales independientes: de un lado, caracterizar a la dictadura como Estado social de derecho; de otro, hacerlo como monarquía, tratando de extraer el máximo rendimiento de ello.
En este sentido plantearé como hipótesis –solo como tal– una diferenciación relativa entre ambos tipos de argumento: la referencia al Estado social de derecho aglutinaría al sector católico más desideologizado y constituiría el momento legitimador predominante desde la segunda mitad de la década de los cincuenta y primeros años de los sesenta. Mientras que el momento legitimador novedoso de la década de los sesenta, bajo una mayor urgencia sucesoria, sería el de pensar el desenvolvimiento político en términos de establecimiento monárquico.
Sentemos dos afirmaciones de entrada. Por un lado, la operación de blanqueamiento de la dictadura en este punto consistía en presentarla como cualquier otro Estado europeo occidental. En esto consistía básicamente el razonamiento, con los vericuetos que ahora examinaremos. Por otro lado, se trataba de un tipo de legitimación que integraba al bloque de los derrotados en calidad de destinatario pasivo de políticas de protección y asistencia, así como de administrado o nacional garantizado en sus derechos básicos, siempre que con ellos no pretendiese alterar los fundamentos del modelo establecido. Se trataba de una formulación legitimadora que aún no se planteaba una incorporación de la mitad vencida del país en términos de su participación activa y decisiva, esto es, de que pudieran llevar sus reivindicaciones a los organismos establecidos, hacerlas valer, y transformar con ellas el derecho o las instituciones.
Vayamos, en primer lugar, al aspecto más teórico de esta argumentación legitimadora.
Una de las formas en que se articuló la pretendida inserción de la dictadura en el mundo europeo-occidental como Estado social de derecho consistió en lo siguiente: sostener que ese punto de llegada se alcanzaba desde experiencias históricas distintas, y las formas institucionales, para ser eficaces, debían acomodarse a esa experiencia histórica nacional. La española venía marcada por el hecho de que el 18 de julio y sus consecuencias confirmaban una «etapa irrevocable», no revisable, «de la historia de España»[11]. Las instituciones no podían sino reflejar la victoria militar, la función del ejército como esqueleto institucional de la unidad nacional, la jefatura estatal salida de la conflagración, el triunfo excluyente de una visión de la nación sobre las restantes, triunfo nada arbitrario, sino fiel muestra del veredicto providencial de la historia acerca de la adecuación del imaginario de los sublevados a la auténtica fisonomía nacional. El desafío estribaba en orientar ese armazón institucional irrevocable, ese nuevo Estado, hacia la finalidad social que lo había además caracterizado desde el comienzo.
Esta vía de hacer comprensible el ‘Estado social español’ acomodándolo a sus circunstancias históricas aparecía en los programas de derecho político, cuyos autores se sentían compelidos a explicar, con un repaso histórico, por qué el Estado español había quedado institucionalizado de esa, y no de otra manera. Esta forma de exponer las características del Estado dictatorial introducía un calculado y creciente efecto de alienación o extrañamiento de los autores respecto de las circunstancias que relataban, como si la guerra fuese ya un fenómeno pasado y fatal, cuya irrupción y decurso fueran síntomas de su inevitabilidad, lo que hacía irremediable hacerse cargo de sus consecuencias. Justo en este contexto comenzaron a aflorar, en medios franquistas, calificativos de la guerra como tragedia nacional, guerra fratricida o desgracia colectiva, todos coincidentes en su borrado, en la generalización de culpas y responsabilidades, y en realizar la inevitabilidad de sus consecuencias.
Con intención, o al menos resultado semejante, pero elaboración sucesiva, vino la teoría de los ‘regímenes políticos’. Para aproximarse a la fenomenología jurídico-política, resultaba insuficiente la dicotomía entre democracias y dictaduras, entre Estados constitucionales de derecho y Estados autoritarios, que al fin y al cabo promovía la propia atmósfera de ‘guerra fría’. Existían en realidad «regímenes políticos» en los cuales siempre aparecían los mismos elementos, pero combinados en diferente proporción e interrelación: unas condiciones históricas y sociales de partida, una institucionalidad marcada por poderes ejecutivos, legislativos y judiciales, una dimensión económica y otra cultural del proceso social, en las que resultaba siempre visible la formación de grupos de presión, incidencia y satelización de los centros decisorios oficiales.
Con esta caracterización abstracta, la dictadura aparecía como otro ‘régimen político’ más, asimilable en el fondo a los de su entorno europeo. En la medida en que los Estados europeos resultaban también controlados por oligarquías de poder económico concentrado, o muy mediatizados por una industria cultural de propensión estandarizadora, el régimen español no se alejaría tanto de ellos, ni tampoco tendría que avergonzarse de las limitaciones democráticas formales, de otra procedencia, que aquí regían. La crisis de la democracia capitalista, de la sociedad opulenta, con la alienación cultural de la masa, servía para relativizar el valor absoluto de la democracia como sistema político y elevar por compensación las supuestas virtudes comparativas del régimen español. De forma paradójica, el discurso jurídico franquista se servía aquí de la crítica izquierdista de las democracias del bienestar europeas para rebajar su valor, e incrementar de modo indirecto el propio.
Con estos itinerarios argumentales se introducía en el discurso jurídico franquista una curiosa ambivalencia: podríamos calificarla como combinación cínica de relativismo moral hacia el exterior –cada país tenía el sistema político acorde a sus circunstancias, sin que cupiesen reproches absolutos– y absolutismo moral hacia el interior –dentro de España no cabía más sistema que el de la dictadura y sus principios eternos–. Hasta el propio Franco lo subrayaba, al condenar de una parte la propensión internacional de «querer imponer a los otros los conceptos propios», en alusión al carácter relativo de la democracia, y resaltar de otra que la receta dictatorial nacional-católica constituía «para los españoles la solución; yo me atrevo a afirmar que la única solución»[12].
Lo decisivo es resaltar que los juristas oficiales se empeñaban en convencer de que, a partir de una experiencia dramática, y en tanto que régimen político complejo que no podía menos que obedecer a ella, la dictadura también perseguía los fines sociales propios de los modernos Estados constitucionales.
Prosigamos, en segundo lugar, con el aspecto social considerado en su institucionalización efectiva. Interesan aquí dos cuestiones. La primera es consecuencia de este juego relativista de conveniencia recién apuntado. La segunda alude ya al ideograma legitimador del régimen y de sus políticas, que, con razón, constituía una clave de su homologación internacional, pues era el mismo que estaba sirviendo a la construcción de Europa impulsada por USA.
Para los juristas del régimen la dictadura había sido desde el principio Estado social porque una de sus señas de identidad, si bien articulada desde el catolicismo, había sido la protección del vulnerable, la tutela de los trabajadores, el repudio de la consideración liberal-capitalista del trabajo como una mercancía. Esto es evidente. Pero ahora era algo más que aquella revolución de «Patria, Pan y Justicia» que invocase el Fuero del Trabajo, era Estado social en unos términos, digamos, técnico-administrativos, que la acercaban a cualquier Estado constitucional europeo.
En efecto, aparte del fin de la justicia distributiva y de cierta igualación económica, el aspecto social proporcionaba el medio rutinario de desenvolvimiento del Estado, la objetivación protocolaria de su actividad, su alto grado de especialización técnica, su burocratización, en definitiva. Justo esta administrativización de la actividad estatal sería la mejor prueba de la ‘desdemocratización’ de los Estados europeos occidentales y de la convergencia, en unos mismos métodos persiguiendo unos mismos fines, de la dictadura con ellos. Es más: en la medida en que las nuevas reglas del Estado social eran carácter técnico-administrativo, y reñían con la parálisis provocada por las discordias entre partidos, la dictadura se hallaría mejor preparada, sería más apta para cumplir sus fines propios, por regir en ella un ‘Gobierno fuerte’ sin estorbos partidistas.
Por otro lado, esta discursividad tecnocrática, puramente instrumental y presuntamente desideologizada de la nueva política del régimen, resultaba por entero funcional al borrado de los orígenes criminales de la dictadura, a los que acababa siempre remitiendo la retórica inflamada sobre la «Victoria» del «18 de julio». Se puso de relieve a fines de la propia dictadura: «los tecnócratas cumpl[ía]n una función política de importancia estratégica en la disolución de los regímenes totalitarios y autoritarios, a saber: ‘enfrían’, por así decirlo, las ideologías oficiales de esos regímenes, son los que producen ‘el deshielo’»[13]. Pero, como se ha apuntado al comienzo, este nuevo lenguaje burocratizado de la estabilización y el desarrollismo no se hacía el menor problema sobre la fractura que escindía el país; se satisfacía con colocar a la parte derrotada como destinataria de las políticas de protección social, sin alterar su posición pasiva, subordinada[14].
Este tipo de discurso tecnocrático para el enfriamiento de la ideología fascistizada, y la mejor incorporación al Occidente capitalista, ya se encuentra muy presente entre juristas mediados los cincuenta, con la integración internacional de España de la mano de Estados Unidos y la democracia cristiana alemana, como cobertura para el alejamiento del falangismo y la legitimación de las políticas de estabilización económica. Y solo se va a ver potenciado cuando se pase, desde primeros de los sesenta, a legitimar la acción política en función de su capacidad de planeamiento para el desarrollo económico del país.
Tanto en uno como en otro momento, detrás de esta apariencia discursiva late una forma específica de entender la dimensión social del Estado –y esta es la segunda cuestión que nos interesa–: la proporcionada por el ordoliberalismo alemán, que había inspirado a los juristas del régimen desde el primer momento, cuando se trataba de justificar la consagración de la iniciativa privada y la subsidiariedad de la intervención estatal en el Fuero del Trabajo[15]. Cubrir las necesidades de los más necesitados, amparar y tutelar a los trabajadores, se conseguía, en primer lugar y ante todo, con la igualdad de oportunidades, facilitando la competitividad y mejorando, en consecuencia, la productividad nacional.
En este sentido apuntaba el propio Fraga cuando, haciendo de exégeta de la Ley de Principios del Movimiento, advertía que el referido a la «justicia social, quería desalojar la arbitrariedad económica, en busca de la igualdad de oportunidades», refriéndose esa arbitrariedad a los «privilegios arbitrarios», es decir, a situaciones de monopolios y acaparamiento que debían abrirse a la competencia para mejorar la producción[16]. Si la dictadura podía auto-designarse como Estado ‘social’ era en el sentido preciso que marcaba la llamada «economía ‘social’ de mercado», que admite la intervención pública en el tejido económico justo como mecanismo para optimizar la competitividad, aunque también como medio para preservar de la competencia los viejos institutos sociales (como el matrimonio y la familia)[17]. Y no había el menor engaño, sino el reconocimiento pleno de la realidad, si con tales propósitos –de política económica– la dictadura pretendía su homologación en una Comunidad Económica Europea definida por su ordoliberalismo, por ser espacio de la libre concurrencia, sin la menor atención por los derechos sociales. Otra cosa es –como bien sugirió Ricardo Robledo en el debate– que la retórica de estabilización, planificación y desarrollo terminase encubriendo, en la práctica, más que el despliegue de políticas de mejora de la competitividad y la productividad, el cultivo de redes clientelares, acaparamientos y demás usos de corrupción, siempre en beneficio del capitalismo de «la Victoria».
Aunque resulta a día de hoy contraintuitivo, pues todo jurista actual entiende la calificación ‘social’ de nuestro Estado en sentido inverso, por igualitario, justo esta definición ordoliberal-franquista de la dictadura como Estado ‘social’ fue la que saltó al artículo 1º de nuestra vigente norma fundamental. La definición que en él se hace de nuestro Estado como «social y democrático de derecho», en lo que respecta al adjetivo «social», procede del bloque franquista, de Fraga concretamente, quien, en el debate constituyente, aclaró que esa calificación suponía la opción en favor de «un sistema centrado en torno a la economía social de mercado», es decir, de un régimen basado en «las leyes económicas» de la libre competencia y la oferta y la demanda, en «la libre empresa», y en la convicción consiguiente de que, respetadas tales leyes, fomentada tal libertad y respetada «la igualdad de oportunidades» para competir, crecería «la tarta nacional» y se conseguiría «el desarrollo general de las posibilidades de todos para lograr una vida digna»[18]. No era esta la propuesta planteada por la oposición democrática, que identificaba a la perfección el carácter ‘social’ con la forma institucional de lo que llamaban el ‘neocapitalismo’; se prefería desde estas filas apostar por la definición del Estado como «democrático de derecho» a secas, en el entendido que el adjetivo «democrático» bastaba para designar las políticas de protección social y redistribución fiscal, permitiendo además apuntar hacia la propia democratización de la economía no solo en el sentido de participación obrera en los beneficios empresariales, sino incluso a la posibilidad de socializar la titularidad de los medios productivos[19]. Pero se sabía que semejante definición solo cabía donde mediase una «ruptura revolucionaria», como acababa de suceder en Portugal, cuya Constitución de 1976, en su art. 2º, definía a la República portuguesa como «un Estado de derecho democrático».
Los giros legitimadores vistos, de coloración social y complexión tecnocrática, expresaban, en no poca medida, a nivel discursivo, la orientación imprimida al régimen por el rescate y tutela norteamericano y por la inserción económica en la Europa capitalista auspiciada por la democracia cristiana alemana. Pudiendo mantener toda su retórica anticomunista, validada su autoidentificación católica (que solo empezaría a erosionarse por alejamiento del propio catolicismo), esta integración de España en el mundo capitalista occidental tuvo como efecto, en los discursos legitimadores de los juristas, la opción preferente por el ‘enfriado’ lenguaje eficientista y burocrático[20].
Supuso algo más, que nos lleva a la segunda parte del sintagma «social de derecho»: es lo que confirió sentido no solo a la justificación social –ordoliberal– del régimen, sino a su calificación como Estado ‘de derecho’, inspirando el ciclo administrativizador e institucionalizador que tuvo lugar entre 1956 y 1959, que en el fondo no hacía sino materializar aquel derecho a la «seguridad jurídica», conseguida mediante el principio de «jerarquía normativa», ya sentado en el Fuero de los Españoles.
Como José Luis Villacañas ha puesto magníficamente de relieve, Franco «no podía satisfacer a los grandes sin vincularse a los flujos de capital norteamericano que estaban transformando Europa». Así que «defender la seriedad administrativa era crucial para la confianza de los inversores, y estos eran necesarios para fortalecer el desarrollo capitalista, que extendería la renta nacional, el trabajo y el empleo productivo». «En suma, urgía una ley de administración general que mostrara el sometimiento del Gobierno al derecho privado natural y al carácter sagrado de la propiedad»[21].
Estos propósitos y estas limitaciones encerraban lo que comenzó a tener «de derecho» la dictadura franquista. Pero tanto a nivel doctrinal como legislativo debía quedar claro que ésta, como toda dictadura, continuaba siendo un Estado «dual», permanentemente abierto a la arbitrariedad, a la más plena discrecionalidad, cuando de controlar la dimensión política de la vida colectiva se trataba.
A nivel doctrinal se puede ejemplificar con las reflexiones que sobre La Administración y la Ley presentó Fernando Garrido Falla en el Instituto de Estudios Políticos en marzo de 1951. La fecha muestra cómo esta suerte de garantismo administrativo precede, con mucho, el ciclo administrativizador impulsado por el tándem Carrero Blanco – López Rodó, y también era planteado por el núcleo presuntamente opositor del falangismo coagulado en el IEP. Su anclaje –lo sabemos– lo tenía el postulado de «la jerarquía de las normas» proclamado desde el propio Fuero de los Españoles. Se preguntaba Garrido Falla «qué sentido [podría tener] someter la Administración a la Ley allí donde el Jefe supremo de la misma [era] simultáneamente legislador», y consideraba «improcedente querer deducir de tal situación un obstáculo insuperable para la legalidad administrativa». «En primer lugar, porque si el Jefe del Estado está en cierto modo sobre la legalidad, esto ocurre solamente en cuanto es al mismo tiempo legislador, no en cuanto pueda aparecer como sujeto de la actividad administrativa». Pero esto era precisamente lo que caracterizaba al «Estado constitucional clásico», al propio «Estado de derecho», el cual, entendido en sus términos correctos, no de un modo omnicomprensivo e irreal, respetaba como momento jurídicamente indeterminado tanto el acto constituyente como la propia creación legislativa: «Ni el poder constituyente (núcleo de la soberanía) queda sometido a la Constitución vigente, que puede reformar cuando tenga por conveniente, ni el legislativo está limitado por las leyes anteriormente promulgadas». Era, pues, «el poder ejecutivo, en definitiva la Administración, quien encuentra el límite legal»[22]. Si la dictadura podía pasar por Estado de derecho era por su construcción legal de la actividad administrativa, sin que ello tuviese que implicar –como tampoco sucedía en ningún Estado democrático europeo– la subordinación constitucional del poder constituyente o la subordinación legal del poder legislativo, con la particularidad –claro– de que una cosa y otra, el poder constituyente y la facultad de establecer normas de carácter general, recaían en España en la jefatura del Estado, en la propia persona del general Franco.
Pero era la propia legislación la que aclaraba que no toda la actividad administrativa estaría sometida a la legalidad, pudiendo seguir bajo el imperio de la discrecionalidad politizada. Todo jurista sabe que de nada vale el principio de jerarquía normativa si no se habilita un eficaz sistema de recursos que permita anular el reglamento que no se atiene a la legalidad, el acto administrativo que no respeta el marco normativo de rango superior. Y esto es lo que vino a suplir la temprana ley reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa de 27 de diciembre de 1956 (BOE, 28-XII). En su artículo 40 –auténtico símbolo de Estado ‘dual’– quedaban excluidos de recurso contencioso lo relativo al gobierno militar interno[23], «los actos dictados en ejercicio de la función de policía sobre la prensa, radio, cinematografía y teatro», «las resoluciones que pongan término a la vía gubernativa como previa a la judicial» y «los actos que se dicten en virtud de una Ley que les excluya de la vía contencioso-administrativa». Desde la censura a la vigilancia gubernativa, dejando claro que seguía a disposición del legislador decidir qué área continuaría sin garantías, la dictadura seguía preservándose ancho espacio a la discrecionalidad irrestricta.
3. Segundo momento legitimador: la Monarquía constitucional como ‘horizonte español’
Los discursos reformistas de la dictadura no solo se polarizaron en torno a su definición como Estado ‘social de derecho’. También pusieron énfasis en la redefinición de España como «Reino». Desde mucho antes de lo que se suele apuntar, resultaba evidente que la prolongación del régimen sería bajo la instauración de una monarquía con Juan Carlos como sucesor. En fecha tan temprana como agosto de 1948, y como movimiento de respuesta al llamado «Pacto de Londres» o de «San Juan de la Luz» entre el socialismo exiliado (Prieto) y la oposición monárquica (Gil Robles), Franco abordó con «don Juan» «la educación de Juan Carlos», dando «a entender a don Juan que ya ha[bía] elegido sucesor». Aquella entrevista fue, de hecho, vista como «una hábil maniobra destinada a dividir a la oposición; a Franco le estorba[ba] el acuerdo de los monárquicos con los socialistas para el éxito de sus gestiones diplomáticas cerca de las grandes potencias occidentales, que no oculta[ba]n su simpatía por la solución monárquica del problema español»[24]. Desde ese momento y sobre todo a partir de los sucesos de 1956, la crítica interna al régimen, la que se plantea reformarlo sin alterar su decurso y consecuencias, sin poner en riesgo su propia continuidad, se coagula en torno a la opción monárquica.
También sobre este momento legitimador conviene realizar dos afirmaciones de partida. La primera es que este modo de legitimar la dictadura, más que detenerse en la actividad o funcionamiento práctico del Estado para la consecución de sus fines, como hacía su consideración de Estado social de derecho, señalaba un diagnóstico de desenvolvimiento futuro en términos autoproféticos, tratando de que el diagnóstico formulado terminara cumpliéndose en la realidad. La segunda afirmación apunta al diferente lugar que en este discurso ocupaba la mitad derrotada del país: en vez de como destinataria pasiva de medidas de tutela, protección y mejoramiento económico, la monarquía se planteaba por vez primera como fórmula que permitiría su incorporación participativa.
Cabe asimismo situar este otro discurso legitimador en una polémica interna a la propia élite franquista. Fue formulado por un sector, procedente del falangismo relegado, crítico con el reduccionismo tecnocrático, descontento con la despolitización auspiciada por la lógica automatizada del desarrollismo económico. Como bien ha reconstruido Anna Catharina Hofmann, al lenguaje burocratizado del desarrollo económico se opuso, desde las instancias del Movimiento y de la Organización sindical, la reivindicación de un necesario desarrollo «social», entendido como mayor participación de los trabajadores, y «político», en el sentido de engrasamiento y optimización de las virtudes representativas de la democracia «orgánica»[25]. El módulo argumental monárquico se situaría en esta última línea –la que subrayaba la insuficiencia por sí mismo del desarrollo económico, y reclamaba que diese paso a un determinado desarrollo «político»–, pero la recorrería con una configuración propia, ya enfrentada al esquema de la democracia orgánica, lo que –como después se dirá– lleva a preguntarse si no estamos ya ante un discurso, más que de legitimación de la dictadura, de abierta oposición a la misma.
En efecto, este tipo de argumentación resaltaba cómo el desarrollo económico-social debía dar paso al desarrollo político, que no podía consistir solo en una participación proporcional pasiva en los frutos de la mayor productividad, sino que debía estribar en la participación activa en las propias condiciones de desenvolvimiento futuro de la dictadura, una vez ausente, por el irrecusable «hecho biológico», el dictador. La conclusión era que, para no provocar fracturas, ese desarrollo político debía apuntar al establecimiento de una monarquía constitucional. Se trata, pues, de un discurso ya plenamente situado en la situación inminente de la sucesión, no solo en la jefatura del Estado sino del propio régimen: ¿cómo podía el régimen sucederse a sí mismo, evitando de un lado rupturas revolucionarias pero trascendiendo, de otro, sus taras congénitas?, tal podría ser la cuestión que este argumento trataba de responder. Para ilustrarlo, vamos a traer dos ejemplos concretos: el de Carlos Ollero, jurista falangista, cercano a Emilio Lamo, y el de Manuel Jiménez de Parga, discípulo de Francisco Javier Conde.
Ya en 1961, Ollero postuló la monarquía como «la forma política» más prometedora para el «futuro» próximo español[26]. Con la «personificación del centro de representatividad profundamente integrador y nacional» que le era típica podía explicarse su principal, doble virtud, el que sirviese para amparar y atemperar el pluralismo político –«evitando la descomposición revolucionaria y constituyente»– y para promover de modo más flexible e integrador los impulsos «unificadores» –«disolviendo» la propensión al «rígido autocratismo esquemático», que caracterizaba la dictadura–.
Su fe monárquica contó con un testimonio desprovisto de ambigüedad. Fue su discurso de ingreso en la academia de ciencias morales y políticas de 1966. Realizó en él una metabolización pública de su posición política[27]. El «autoritarismo», pese a su posible utilidad coyuntural, carecía de la sustantividad «prototípica» que posibilita «cierta estabilidad constitucional». La vista estaba ya puesta en lo que acontecería tras la muerte del dictador, y el régimen autoritario no debía ni podía gozar de continuidad. Lo que negaba tipicidad atendible al autoritarismo no era solo su tensa colocación en el mundo bipolar de la Guerra Fría, o en el entorno capitalista y constitucional europeo; un proceso «irreversible», intensificado por la descolonización, le sustraía toda viabilidad futura: el de «democratización y socialización», «techo político-cultural del mundo de hoy».
La tarea seguía consistiendo en hallar una «forma política» útil para el futuro por adecuada a la peculiaridad nacional española. Y tal singularidad se cifraba en la fractura política que dividía al país desde la guerra. Frente a ella, solo cabían dos alternativas: o «mutua ‘desintegración’» o «‘transformación’ mutua». En su reflexión, por una razón filial –tanto biológica como académica[28]–, ya se había incorporado a la oposición, y no más como sujeto pasivo de una política asistencial, sino como parte del país a incorporar a la toma de decisiones. Se trataba de encontrar vías intermedias respecto de la disyuntiva «orden» dictatorial o «revolución» socialista, apostando por «procesos» de «desarrollo» de signo integrador. Ollero defendía «una dialéctica de reciprocidad de la acción» en virtud de la cual los defensores del régimen se abriesen a las posiciones opositoras, y viceversa.
Cargó las tintas en la ceguera conservadora de los tecnócratas. Olvidaban los más integristas que aquello que les parecía destinado a propiciar «integración», como «acentuar el principio de dominación sobre el de colaboración», generaba, en realidad, mayor «conflicto». Se entregaban los conservadores a insostenibles utopías, como «la inexistencia de las clases sociales», «el fin de las ideologías», «el gobierno de los técnicos», o la «personalización autoritaria del poder», mientras que «gran parte de la actitud progresista [era] cada vez más realista, evolutiva y reformista». Para salir de la parálisis y retomar la iniciativa, el sector conservador debía proponerse una forma política lo suficientemente abierta y flexible como para renacionalizar la modesta sociedad fracturada que era España: y tal forma no era sino la «Monarquía», mas no una «autoritaria y personalista», gravada por los mismos déficits de la dictadura, sino la «constitucional y democrática», es decir, aquella capaz de presidir «la concurrencia legítima de cuantas tendencias la acepten como cauce constitucional de un orden político en el que todas tengan igual opción para obtener la regiduría de los destinos colectivos».
La monarquía así entendida, más como «forma de Estado» que de «gobierno», sería la vestidura institucional más adecuada para el país «de clase media» que era España, infradesarrollado, sí, pero con una larga tradición histórico-nacional. Reuniría en concreto tres virtudes para los sectores integrados. Sería «garantía de continuidad histórica», de aceptación de «la totalidad del pasado histórico, sin discontinuidades ni yuxtaposiciones». Evitaría –podría hoy decirse– la revisión pública de las circunstancias criminales en que se implantó la dictadura. Sería, a la vez, garantía de unidad y reconciliación, al fundarse en un «consenso» general que la elevase a «marco institucional» de la competencia política; también un feliz artefacto nacionalizador, por incitar la identificación con «los símbolos de la unidad política», pero también con los procedimientos que permiten «la participación con todos los demás en las tareas colectivas». En fin, por su flexibilidad y virtualidad arbitral e integradora, posibilitaría el pluralismo al tiempo que limaría sus aristas más disolventes. Por eso, planeada como «culminación» del «desarrollo» en que se había embarcado el régimen, era la mejor incorporación posible para España en ese «proceso ideológico democrático y socializador» que signaba al mundo.
Jiménez de Parga, por su parte, en una serie de artículos publicados, prácticamente de forma coetánea, en La Vanguardia, resaltaba las virtudes de las monarquías constitucionales europeas –aquellas en que los poderes de los monarcas se encontraban «establecidos y limitados por un sistema de normas»– para dibujar el próximo «horizonte español»[29]. Para resultar operativas, debían, ante todo, ser el resultado de una decisión constituyente adoptada por la generalidad de la nación, no una imposición otorgada. Una vez instituida de este modo, proporcionaban el mejor marco institucional para «un orden por concurrencia», es decir, para un orden político en el que «todos los individuos y los grupos de una nación» puedan participar «en los acuerdos públicos fundamentales». Su adecuación a España la demostraba la paralela historia de los países en que regía –de Bélgica y Luxemburgo a los países escandinavos–: como aquí, había existido en ellos «una derecha intransigente, dispuesta a conservar todo; una izquierda revolucionaria, que quería cambiar radicalmente el sistema social; [y] una minoría en el centro, llamando a la concordia». La monarquía resultó una «fórmula de compromiso eficaz» entre las tres tendencias, una vez rebajadas las «distancias ideológicas» entre sus diversos partidos. Esta pacificación se había logrado porque en estas monarquías se había «llegado a un acuerdo sobre el núcleo de los asuntos públicos» entre todas las fuerzas políticas, que podían discutir y discrepar «en torno a puntos concretos del régimen, pero nunca sobre el régimen».
A este «consenso popular» de partida había contribuido el que los reyes de estas monarquías llevasen una «vida sencilla», el que hubieran prescindido del «boato de sus Cortes» para preferir «identificarse al máximo con el hombre común», con el ciudadano de su país. Por eso podía decirse que si todos estos monarcas «perdieron poder», habían sin embargo «ganado autoridad», el prestigio que les permitían ser punto de engarce y unión entre todas las tendencias políticas contrapuestas. Justo por este reconocimiento de los diversos partidos a la figura del rey común se había desinflamado el debate político en las monarquías europeas, se había instalado en ellas un fair play que permitía instituir gobiernos «estables» y «duraderos» y por eso «fuertes», capaces de emprender las reformas necesarias. También en el caso de Jiménez de Parga la monarquía era el mejor modo de transformar la dictadura una vez ausente el dictador, conjurando el peligro de la discordia y la fractura civil, porque dibujaba un horizonte que no tenía por qué resultar temible para «los grupos dominantes», para el bloque de derechas identificado con el régimen. Como reconocería en una entrevista concedida a un «corresponsal extranjero» en ese mismo año 1966, para Jiménez de Parga la «monarquía democrática [podía] ser la solución, ya que se trata[ba] de una forma de gobierno que no asusta[ba] a la derecha y permit[ía] la incorporación de la izquierda a la vida nacional»[30]. Y también en su caso, en fin, se trataba de un argumento esgrimido contra los tecnócratas, en interpelación además especialmente directa[31].
Podría sorprender la coincidencia de diagnóstico y la sincronización de las intervenciones si no supiéramos que se trataba de una operación. Por iniciativa del influyente Pedro Gamero, con la finalidad de asesorar a «don Juan», un grupo de juristas, entre los que estaban Ollero y Jiménez de Parga, pero también Tierno, Morodo o García Valdecasas, comenzaron a trabajar de este modo para la «causa monárquica»[32]: resaltando las virtudes integradoras de las existentes en Europa para señalar un horizonte apetecible para el franquismo sociológico una vez muerto Franco. Ahora bien, tanto Ollero como Jiménez de Parga tuvieron en mente una monarquía algo diferente a la que terminó constitucionalizada en 1978: empujaban en favor de una Corona propia de las monarquías constitucionales, que conservase la prerrogativa de la disolución y en la que el rey fuese consultado por sus ministros y cumpliese el «deber de advertirlos y estimularlos»[33].
De todos modos, más allá de la lectura retrospectiva que evalúa el acierto y difusión de este discurso en función de su razonable éxito final, lo cierto es que contó con una operatividad notable. Si uno se producía y difundía desde el ámbito universitario, académico y periodístico madrileño (Ollero), el otro hacía lo propio desde Barcelona (Jiménez de Parga). En ambos casos, se trataba de un discurso preparado en cátedras donde comenzaban a ascender en sus carreras respectivas, bajo la protección de Ollero y de Jiménez de Parga, jóvenes catedráticos de derecho político, sociología y ciencia política pertenecientes a la oposición democrática sin ambigüedades (baste pensar en Raúl Morodo de una parte y en Jordi Solé-Tura, Javier Pradera o J. A. González Casanova, de otra). Era un discurso-bisagra con vocación de encuentro que si animaba al bloque conservador más realista a aproximar sus posiciones a la reivindicación opositora, también aspiraba a impregnar a esta hacia postulados menos rupturistas, que aceptasen que la transición debía ser pilotada desde el propio régimen. Se acuñó por entonces un dicho, que Tierno lo consideraba de circulación corriente, Jiménez de Parga se lo atribuía a Tierno, y Ollero lo presentaba como invención de ambos –de él y de Tierno– según el cual la monarquía se presentaría como «salida» para los opositores, porque con ella verían satisfechas sus exigencias democratizadoras, y como «solución» para los integrados, porque con su establecimiento lograrían que la democracia no revisase los orígenes de la dictadura ni alterase las posiciones socioeconómicas conquistadas con y por la «Victoria».
Precisamente por su capacidad para desactivar la disidencia derechista, para atraer a personalidades conservadoras influyentes, se la pensaba como la forma estatal más apta para acometer «reformas estructurales», para pilotar «el Cambio» que todos veían como insoslayable sin rompimientos. A esta ventaja coyuntural de la monarquía hubo quien la denominó como «alteridad», bajo el convencimiento de que «las más trascendentales iniciativas políticas, solo [podían] llevarse a cabo por fuerzas del ‘otro’ signo»[34]; las reformas democratizadoras solo serían eficaces si resultaban asumidas y emprendidas por los sectores antidemocráticos, pues de otro modo continuarían siendo causa de confrontación civil. Y a esta ventaja se sumaría además otra: la de su «anterioridad y no beligerancia», por ser la monarquía anterior a la República y la dictadura –las dos fuentes de fractura social–, y por no haber participado –cosa bien discutible, en efecto– en la conflagración.
Concluyamos ya, tratando de responder a un interrogante: este discurso, ¿era todavía legitimador del régimen o una forma más bien de oposición al mismo? Su clarísima vocación democratizadora, bien diferente a cualquier tipo de «Monarquía del 18 de Julio», parecería ubicarlo en las filas de la oposición[35]. De hecho, su activación y difusión no estuvo desprovista de cálculo personal por parte de sus promotores: a sabiendas de que, dado el contexto económico y político internacional –dada esa tendencia objetiva a la «democratización y la socialización»–, la sociedad posfranquista debería adoptar una forma institucional democrática, la adhesión monárquica prestaría credenciales opositoras una vez concluida la dictadura. Y así desde luego fue, pues los que de ella participaron, con riesgo mínimo o inexistente para su carrera profesional y política, no vacilaron en presentarse como integrantes de la oposición democrática.
Pero si esta transformación democrática se contemplaba ya como ineludible –cosa de la que hasta el propio Franco era consciente, como apuntó Fernando Guirao en el debate–, este discurso monárquico aparece como declinación del reformismo franquista, y ello por una razón muy sencilla, enunciada además por sus propios defensores: la monarquía se dibujaba como el horizonte que permitiría dotar de continuidad a las posiciones de poder socioeconómico debidas a la «Victoria», y excluiría toda indagación en las circunstancias criminales que dieron fundación al régimen, perfectamente conocidas por los sectores populares que habían sufrido la represión en las localidades. Y no hay que conjeturar demasiado para figurarse que el gran temor del bloque social en que se apoyaba la dirigencia franquista sería, en efecto, perder esas posiciones adquiridas y, todavía peor, que resultasen conocidas y difundidas las circunstancias que permitieron su adquisición.
Notas
[1] Agradezco la generosidad y confianza de Jaume Claret por haber contado conmigo para participar en esta octava edición de los seminarios realizados en el marco del proyecto Regiocat que coordina y dirige. También la amistad y ofrecimiento de Ricardo Robledo para publicar el contenido de mi ponencia en Conversación sobre Historia. El texto aquí publicado sirvió de base a mi intervención, que no fue, sin embargo, leída. Aprovecho para incorporar algunas de las observaciones que me realizaron en el debate. Sus contenidos sintetizan de forma conclusiva asuntos investigados más a fondo, concretamente en las dos piezas siguientes: «Teorías iuspublicísticas para consolidar –y socavar– la dictadura: derecho político y administrativo avanzado el régimen de Franco», contribución incluida en S. Martín, F. Fernández-Crehuet, A. Aragoneses (eds.), Desarrollo de la dictadura, dictadura del desarrollo. El Estado franquista en su entorno internacional, Sevilla, Athenaica (en prensa), y «Derecho político y agenda monárquica entre dictadura y transición: trayectoria y aportaciones de Carlos Ollero Gómez (1912-1993)», Teoría y realidad constitucional, 52 (2023), 529-550 (artículo que recoge solo dos tercios de la investigación completa). Como por desgracia no es todo lo habitual que debiera para un historiador del derecho tener como interlocutores y destinatarios a historiadores, permítaseme la licencia de apoyar en investigaciones propias afirmaciones que de otro modo podrían parecer apresuradas o arbitrarias.
[2] Sobre esta difidencia del estamento –por lo general conservador– de los juristas hacia la democracia republicana trato en «Modernización doctrinal, compromiso técnico, desafección política: los juristas ante la Segunda República», en L. Gordillo, S. Martín, V. Vázquez (eds.), Constitución de 1931: estudios jurídicos sobre el momento republicano español, Madrid, Marcial Pons, 2017, 45-76.
[3] Abordo la cuestión en S. Martín, «Los juristas en los orígenes de la dictadura (1937-1943)», en F. Fernández-Crehuet, S. Martín (eds.), Los juristas y el ‘régimen’. Revistas jurídicas bajo el franquismo, Granada, Comares, 2014, 11-131 (40-2).
[4] Conde quedó «incorporado como alférez de complemento con mando militar en las milicias de Falange española de Salamanca», y, a la fecha de responder al expediente de depuración (febrero, 1937), aguardaba «la orden de incorporación a uno de los frentes de Madrid, que [había] solicitado con urgencia». Carlos Ollero estuvo en la jefatura de Prensa de Falange de Sevilla durante la contienda. Sánchez Agesta prestó servicios en las milicias falangistas de voluntarios de Granada desde el 26 de agosto de 1936, se incorporó en enero de 1937 al «Regimiento de Artillería Divisionario nº 16 procedente de la Caja de Recluta nº 18», luchando en el «frente de Córdoba (Puerto Calatraveño)»; finalmente, en agosto del propio año, promovió «al empleo de Alférez provisional de Infantería», y, como tal, se incorporó de inmediato al «Regimiento de Infantería nº 3», interviniendo en varias campañas, entre ellas «la ocupación de Don Benito, Mengabril, La Haba y la Coronada». Los datos se encuentran en las respectivas voces del Diccionario de catedráticos españoles de derecho, que yo mismo confeccioné. Por lo que hace a Ollero, puede consultarse el artículo al que hice mención al comienzo. Y, en lo referente a Del Rosal, vid. S. Martín, «Penalística y penalistas españoles a la luz del principio de legalidad», Quaderni fiorentini, 36 (2007), 503-609 (587-8, 606-7).
[5] Este cotejo para olvidadizos lo realizo en S. Martín, «Notas sobre el régimen jurídico de los crímenes del franquismo», en J. Vallejo, S. Martín (eds.), En Antidora. Homenaje a Bartolomé Clavero, Navarra, Thomson-Reuters, 2019, 625-659.
[6] Para los datos extraídos seguidamente, puede consultarse Enjuiciamiento de los criminales de guerra. Documentos, Washington D. C., Secretaría de Estado de los Estados Unidos – Oficina Central de Traducciones, 1945, 4-5, 8 (pertenecientes al «Informe de Robert H. Jackson»), 21-4 y 45-6 (del escrito de acusación).
[7] M. Fraga, «Un cuarto de siglo de Historia de España: el Régimen de Franco y el Movimiento Nacional», en IEP, El nuevo Estado español. Veinticinco años de Movimiento Nacional, 1936-1961, Madrid, IEP, 1961, 51-2.
[8] Sobre esta cuestión, Pablo Sánchez León impartió un seminario en la Facultad de Derecho de Sevilla el 21 de abril de 2022 presentando su trabajo: «Destitución de ciudadanía: la dimensión jurídica de la Cruzada de 1936», próximo a publicarse.
[9] Así se expresaban, desde entro del propio Estado, los jueces disidentes de Justicia democrática: Los jueces contra la dictadura (Justicia y política en el franquismo), Madrid, Túcar, 1978, 278.
[10] En su «Mensaje a las Cortes» que hace de frontispicio de El nuevo Estado español, 17.
[11] Se cita de nuevo a M. Fraga, «Un cuarto de siglo de Historia de España: el Régimen de Franco y el Movimiento Nacional», 43.
[12] En su citado «Mensaje a las Cortes», 17 y 26.
[13] Lo apuntaba José Jiménez Blanco, «Desarrollo económico-Democracia política», en España. Perspectiva 1972, Madrid, Guadiana, 1972, 151-178 (157).
[14] Con singular acierto, indica J. L. Villacañas, La revolución pasiva de Franco, Madrid, Harper Collins, 2021, que este «nuevo espíritu» intentaba «pasar de puntillas sobre el pasado, produciendo olvido de los hechos fundacionales, pero memoria de sus consecuencias», p. 280.
[15] Se hace referencia aquí a la interpretación del Fuero realizada por su co-redactor Joaquín Garrigues con la inspiración del manifiesto ‘ordo’ de Franz Böhm, Die Ordnung der Wirtschaft, de 1937. Abordo el asunto en «Del Fuero del Trabajo al Estado social y democrático. Los juristas españoles ante la socialización del derecho», Quaderni Fiorentini, 46 (2017), 335-384 (351).
[16] Usamos otra vez M. Fraga, «Un cuarto de siglo de Historia de España: el Régimen de Franco y el Movimiento Nacional», 53.
[17] Para la dilucidación de estas corrientes de pensamiento económico de la segunda posguerra, puede acudirse al estudio ya clásico de Christian Laval y Pierre Dardot, La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad neoliberal, Barcelona, Gedisa, 2013.
[18] Trato la cuestión en «Sozialstaat y derechos sociales en el trance constituyente (1977-1981)», Abraham Barrero (ed.), Derechos sociales: lecturas jurídicas en tiempos de crisis, Valencia, Tirant, 2017, 13-66 (23).
[19] Elías Díaz o Pablo Lucas Verdú, juristas del entorno de Tierno Galván, así lo planteaban en obras que se convirtieron en best-sellers: lo trato en «Del Fuero del Trabajo al Estado social y democrático. Los juristas españoles ante la socialización del derecho», 370 ss.
[20] En su excepcional intervención, Fernando Guirao describió con exacto detalle los pormenores de aquella coyuntura y resumió la condición general impuesta a la dictadura para esa integración –«menos represión, mayor representación»–, y la impuesta a su vez por la propia dictadura: integración, sí, pero a su ritmo, marcando ella los tiempos.
[21] J. L. Villacañas, La revolución pasiva de Franco, 218, 222 y 226.
[22] Véase, para lo indicado, F. Garrido Falla, Estudios varios. I. La Administración y la Ley. Ponencia presentada al Seminario sobre problemas actuales de la Administración pública del Instituto de Estudios Políticos, sesión del día 2 de Marzo de 1951, que manejo en versión inédita conservada en el expediente de oposición a cátedra que ganó junto a Manuel Clavero Arévalo: cajas AGA, sig. 31/5733-6.
[23] A continuar garantizando la ausencia de escrutinio sobre el ejército vino la ulterior ley 70/1959 (BOE, 1º de agosto).
[24] Se trata de hitos y diagnósticos bien claros para la oposición democrática desde bien temprano: Ignacio Fernández de Castro, José Martínez (eds.), España hoy, París, Ruedo Ibérico, 1963, entrada de «Agosto, 1948».
[25] A. C. Hofmann, La modernidad autoritaria. El desarrollismo en la España de Franco, 1956-1973, PUV, 2023, 252-276.
[26] C. Ollero, «El sistema representativo», Revista de Estudios Políticos, núm. 1999 (1961), 1-25.
[27] Vid., para lo que sigue, C. Ollero, , Dinámica social, desarrollo económico y forma política (la monarquía del siglo XX), Madrid, RACMP, 1966, 16, 18-20, 24, 44-45, 50-51, 56 y 59-60.
[28] Uno de los hijos de Ollero era –y es– militante comunista; él, a su vez, era discípulo del catedrático socialista Manuel Martínez Pedroso, y maestro de numerosos juristas, politólogos y sociólogos que militaban en la oposición.
[29] Recogió esas piezas en Las Monarquías europeas en el horizonte español, Madrid, Tecnos, 1966. Citaremos de las pp. 19, 23-4, 31, 51, 53, 155.
[30] Así lo indicaba en sus memorias Vivir es arriesgarse. Memorias de lo pasado y de lo estudiado, Barcelona, Planeta, 2008, 184.
[31] En un comentario al discurso de Ollero, recogido en la monografía citada, con el título «La Monarquía, siglo XX (Consideraciones al discurso leído por Carlos Ollero […])», se lee el siguiente dardo dirigido a López Rodó y adláteres: «los denominados técnicos apolíticos encuentran facilidades especiales en los regímenes sin control parlamentario directo», «en las secretarías de un presidente el experto apolítico tiene más posibilidades de conseguir un asiento que en el Gabinete político del premier de un régimen parlamentario. No debe sorprendernos, en suma, que los grupos de presión empleen técnicos apolíticos», 172.
[32] Recordaba la operación uno de los involucrados: R. Morodo, Atando cabos. Memorias de un conspirador, 365.
[33] M. Jiménez de Parga, Las Monarquías europeas en el horizonte español, 59, 141.
[34] Carlos Mª Bru, «Monarquía y razón coyuntural», publicado en 1971 en el Boletín informativo de la cátedra de Ollero, p. 128.
[35] Contraste con esta otra acepción monárquica muy oportunamente puesta de relieve en el coloquio por Pere Ysàs.
Fuente: Conversación sobre la historia