ULTIMOS FUSILAMIENTOS DEL FRANQUISMO: Actualizado. “Mi padre lamentó participar en aquel proceso”.

Han pasado 40 años desde que Xosé Humberto Baena Alonso, Ramón Sanz García, José Luis Sánchez-Bravo Solla –militantes del FRAP–, Jon Paredes Manot, Txiki, y Ángel Otaegui Echevarria –miembros de ETA– fueron fusilados. Ocurrió el 27 de septiembre de 1975, dos meses antes de que Franco muriera. No tuvieron un juicio justo ni ninguna manera de demostrar su inocencia. Fueron los últimos cinco ejecutados del franquismo. Sus familias siguen reclamando justicia.

IGNACIO MARTIN AMARO, EXSENADOR DEL PP E HIjO DEL JUEZ MILITAR QUE INSTRUYÓ LA CAUSA CONTRA UNO DE LOS QUE ACABARON FUSILADOS: “Mi padre lamentó participar en aquel proceso”

INTERVIÚ/ Ana María Pascual

Verano de 1975. En los sótanos de la temida Dirección General de Seguridad (DGS), en la Puerta del Sol de Madrid, cinco hombres destrozados por las torturas firman su sentencia de muerte. Llevan días incomunicados, sin dormir, sometidos a brutales palizas; exhaustos de dolor, acaban por firmar el papel que los policías les ponen delante: confiesan su participación en el atentado que costó la vida al policía Lucio Rodríguez el 14 de julio de ese año. Su calvario continúa en las celdas de castigo de la cárcel de Carabanchel, donde son conducidos los cinco acusados: Manuel Blanco Chivite, Fernando Sierra, Pablo Mayoral, Vladimiro Fernández Tovar y Xosé Humberto Baena Alonso. Todos son militantes del FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriota), surgido del PCE (m-l) en 1973.

La represión franquista se había endurecido desde la muerte del presidente Carrero Blanco, en diciembre de 1973, en un atentado de ETA; y con ella, también, la resistencia contra el régimen y los ataques contra los miembros de las fuerzas de seguridad. En un año, el nuevo Gobierno de Arias Navarro llenó las cárceles de militantes antifranquistas. Franco se consumía yel régimen tenía que sobrevivirle.

Mano dura sin contemplaciones. Así, el 27 de agosto de 1975 se aprobó el decreto ley de Prevención del Terrorismo, que reservaba a la justicia militar el procesamiento de los civiles encausados por delitos de terrorismo y contemplaba los procedimientos sumarísimos, que conllevaban una extraordinaria celeridad sin posibilidad de recurso para los condenados. Esa ley se aplicó con carácter retroactivo en cuatro causas. En un mes se celebraron cuatro consejos de guerra, uno en Burgos, otro en Barcelona y dos en Madrid, que arrojaron la dramática cifra de once condenados a la pena capital.

La enorme presión internacional contraria a las ejecuciones consiguió que el Gobierno firmara seis indultos, el 26 de septiembre de 1975, pero dio el “enterado” (fórmula empleada para confirmar las condenas) a cinco ejecuciones: Xosé Humberto Baena, de 25 años, Ramón Sanz García (27), José Luis Sánchez-Bravo Solla (20) –militantes del FRAP–, Ángel Otaegui Echevarria (33) y Jon Paredes Manot, Txiki (21) –de ETA–. Al día siguiente, los cinco, que proclamaron su inocencia, fueron fusilados, entre las 8.30 y las 10 de la mañana.

SIN DEFENSA

El coronel Mariano Martín Benavides fue el juez instructor de la causa por la muerte del policía Lucio Rodríguez. Manuel Blanco Chivite recuerda perfectamente al militar. “Vino a la comisaría y a la cárcel a tomarnos declaración. Sabía que estábamos siendo torturados por los policías, dirigidos por Roberto Conesa y ‘Billy el Niño’ (alias de Antonio González Pacheco). Pero él necesitaba una confesión”, cuenta Blanco Chivite. La instrucción de Martín Benavides estuvo plagada de irregularidades, como atestiguó el abogado suizo Christian Grobet, enviado como observador por la Liga Internacional de Derechos del Hombre al consejo de guerra, celebrado el 11 de septiembre de 1975: “Puede considerarse que la causa estaba vista para sentencia cuando terminaron los interrogatorios de la policía y que, pasara lo que pasara después, la convicción de los jueces estaba ya creada”.

Cuarenta años después de aquella fatal instrucción, el exsenador del PP Ignacio Martín Amaro, hijo del coronel Mariano Martín Benavides y concejal de Parada de Sil (Ourense), asegura que su padre lamentó aquella actuación. “Recuerdo perfectamente que me decía que esos juicios nunca debieron ocurrir. Mi padre me transmitió su pesar por lo que tuvo que hacer, pero era militar y se debía a una disciplina”, cuenta a interviú el político del PP, senador entre 1982 y 1986.

El coronel Martín Benavides –ya fallecido– no admitió ninguna de las 194 pruebas que presentó la defensa de los acusados. “En veinte minutos despachó a los abogados diciéndoles que no era procedente nada de lo que pedían para defendernos: estudio de las huellas dactilares, análisis del arma y de los proyectiles, declaración de testigos”, recuerda Blanco Chivite. No se les permitió a los abogados defender a sus clientes, que se declaraban inocentes de la muerte del policía. Una testigo acudió dos veces a la comisaría para declarar que Xosé Humberto Baena no fue quien disparó al agente. “Le acabaron diciendo que se marchara, que todos estábamos metidos en el ajo. Esto lo sabemos porque aquella mujer escribió una carta al padre de Baena contándole lo ocurrido”, apunta Vladimiro Fernández, otro de los encausados. Con esos precedentes, el consejo de guerra fue una farsa o, como dijo Grobet, “un simulacro de proceso”. Dijo más el observador internacional: “¿Cómo se puede abordar un proceso por asesinato sin que la defensa haya tenido la posibilidad de presentar un testigo, y aún más, sin que haya sido visto ni oído un solo testigo?”.

Los militares condenaron a muerte a Baena, Blanco Chivite y Vladimiro Fernández. Después el Gobierno indultó a los dos últimos y dio su “enterado” para la ejecución de Xosé Humberto Baena. A Pablo Mayoral le condenaron a 30 años de prisión, y a 25 a Fernando Sierra. A Flor Baena, hermana del ajusticiado, no le sirven las palabras conciliadoras del hijo del juez militar: “No puede escudarse en eso de que obedecía órdenes. El juez obstaculizó la instrucción todo lo que pudo. Se limitó a copiar los informes policiales y eso es lo que aportó al consejo de guerra de mi hermano. Es el primer responsable del crimen de Estado que se cometió con mi hermano y los demás. Fueron asesinados, no asesinos, y así tienen que pasar a la Historia”, recalca.

El exsenador Ignacio Martín recuerda la tensión que vivió su familia durante el consejo de guerra. “Nos llegaron cartas anónimas con amenazas de muerte, incluso desde el extranjero, y nos tuvieron que poner escolta”, relata el hijo del coronel Martín Benavides, que opina que “hay que perdonar y olvidar”.

Los abogados defensores de los acusados también recibieron amenazas. El veterano letrado José Mariano Benítez de Lugo, que defendió a Pablo Mayoral, recuerda las llamadas telefónicas en las que simulaban ametrallamientos. “ Me costó un disgusto familiar. Tuve que separarme de mi hermano, con el que compartía el despacho. Yo era considerado un abogado de terroristas. Nunca lo olvidaré: el abogado de Sierra y yo nos abrazamos llorando cuando nos enteramos de que se habían librado de la pena capital”.

“Fueron asesinados, no asesinos, y así tienen que pasar a la Historia”, pide Flor Baena, hermana de un fusilado

RELIQUIAS DE LOS MUERTOS

“Papá, mamá: Me ejecutarán mañana de mañana. Quiero daros ánimos. Pensad que yo muero, pero que la vida sigue. (…) Lo siento por vosotros, que sois viejos y sé que me queréis mucho, como yo os quiero. Pero tenéis que consolaros pensando que tenéis muchos hijos, que todo el pueblo es vuestro hijo. Al menos, yo así os lo pido. (…) ¡Cuánto siento morir sin poder daros ni siquiera mi último abrazo! (…) Haced todo lo posible para llevarme a Vigo”.

Ignacio Martín Amaro escuchó hablar de la carta de Baena cuando se trasladó a vivir a Galicia. Allí, en Vigo, Xosé Humberto Baena es todo un símbolo de la lucha antifranquista. “Al cabo de los años, conseguí una copia de aquella carta y la conservo como una reliquia. Me impactan esas palabras. Me hago una idea del sufrimiento de ese padre [Fernando Baena, que era militar], que no tenía idea de las actividades de su hijo”. “Mañana cuando yo muera/ no me vengáis a llorar/ nunca estaré bajo tierra/ soy viento de libertad”. Jon Paredes Manot, Txiki, de 21 años, extremeño de nacimiento, y vasco de corazón, plasmó estos versos del Che Guevara –al que admiraba– en el reverso de una fotografía de sus dos hermanos pequeños, aquella fatídica madrugada del 26 de septiembre de 1975. Se la pasó a escondidas su abogada, Magda Oranich, y por ello le quisieron abrir un consejo de guerra a la letrada. Así se las gastaban los mismos que le dieron a ella y a su compañero Marc Palmés cuatro horas para preparar la defensa de Txiki, para quien el fiscal pedía la pena de muerte, acusado del asesinato del policía Ovidio Díaz durante un atraco a un banco, el 6 de junio de 1975. “Fue una farsa, un montaje. Desglosaron una causa de otra más amplia e imputaron a Jon Paredes. Desde el principio olía mal. Estaba condenado de antemano”, rememora Oranich.

Txiki se había metido en ETA en 1974, pero negaba haber participado en aquel atraco; de hecho no hubo ni una sola prueba en su contra. Los testigos sorpresa del fiscal declararon que le reconocían, pese a haber descrito al sospechoso como un hombre alto –de 1,77 metros, precisó un testigo–. txiki medía 1,52.

BRUTAL ESCARMIENTO

El régimen quiso dar un escarmiento en los tres frentes principales de la resistencia antifranquista: País Vasco, Barcelona y Madrid; por eso seleccionó a los cinco que iban a ser fusilados. Ángel Otaegui, guipuzcoano de 33 años, colaboraban con ETA en labores de propaganda. Fue acusado de participar en el atentado que costó la vida al cabo de la guardia Civil Gregorio Posadas en abril de 1974. Su consejo de guerra se celebró en Burgos, el 28 de agosto de 1975. Otaegui fue el primero en ser fusilado, a las 8,30 de la mañana en el penal de Villalón, de Burgos.

En Barcelona le tocó a Jon Paredes. Fue el segundo en caer. Magdaranich le acompañó en su último trance, junto con Marc Palmés y Mikel, hermano mayor del reo. “Fue recuerda la letrada la noche más larga para mí. Era un chaval sencillo y sereno. Él creía que lo iban a fusilar soldados y nos decía: «Los chicos se van a negar». Nosotros no le quisimos desmentir”. Los pelotones de fusilamiento en las cuatro ejecuciones estaban compuestos por diez miembros de la Guardia Civil y de la Policía que se presentaron voluntarios.

Un sargento y un teniente los comandaban. Jamás ha trascendido la identidad de aquellos agentes que se prestaron a disparar contra los reos ni se sabe si lograron ascensos o prebendas. Mikel Paredes Manot, de 63 años, sigue viviendo en Zarauz, la ciudad donde creció su hermano Txiki y en cuyo cementerio descansa. Es una familia muy querida en Guipúzcoa y la tumba de Jon es una de las más visitadas del País Vasco. “Cada año vuelvo a soñar con Jon, veo su cara joven. Tenía una conciencia social inigualable. Dejó un testamento que debería estudiarse en los colegios.

Habla de los derechos del pueblo”, explica Mikel. Él presenció la ejecución de Jon en los alrededores del cementerio de Cerdanyola, en un bosquecillo. Le habían esposado a una especie de trípode. Murió cantando el Eusko gudariak. “Recuerdo que el abogado defensor militar que le impusieron estaba medio llorando, consciente de la injusticia”, dice Mikel, que trabaja junto con otras víctimas de la violencia policial y de ETA para “conseguir una convivencia en paz. Pese a nuestras diferencias, todos hemos sufrido. El dolor es el mismo”, dice Paredes. Su hermano Diego está centrado en la investigación que la jueza María Servini desarrolla en Argentina sobre el franquismo. “Hay que seguir reclamando justicia. Se lo debemos a todos los caídos por el fascismo”.

En Argentina también está puesta la esperanza de Victoria Sánchez-Bravo, hermana de José Luis, fusilado en el campo de tiro de Matalagranja, en Hoyo de Manzanares (Madrid), después de Ramón García y antes que Baena. “Aún creo que es posible que se condene a los verdugos y torturadores, como ‘Billy el Niño’, que se ensañó con mi hermano. Es cuestión de voluntad”. Cuarenta años después quizá toda vía sea posible.

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+INFO:

 “Mañana cuando me maten”, recuerda los últimos fusilamientos de Franco.

Las protestas internacionales y la petición de clemencia del Papa Pablo VI no ablandaron al dictador, que mandó al paredón a cinco jóvenes sometidos a consejos de guerra sin garantías jurídicas tras haber arrancado su confesión a fuerza de torturas

publico.es | Rafael Guerrero | Sevilla 

“Mañana cuando me maten” es la frase que da título al libro del periodista Carlos Fonseca sobre las últimas ejecuciones del franquismo (editado por La esfera de los libros), que se produjeron apenas dos meses antes de que el dictador muriera en la cama. El 27 de septiembre de 1975 eran fusilados simultáneamente a primera hora de la mañana en acuartelamientos militares de Madrid, Barcelona y Burgos cinco militantes antifranquistas del FRAP y de ETA que había sido condenados a muerte en consejos de guerra carentes de las más elementales garantías jurídicas, a quienes se arrancó la declaración de culpabilidad tras haber sido sometidos a torturas.

Ahora se cumplen 40 años de aquellos últimos fusilamientos del franquismo, que levantaron una fuerte oleada de protestas por todo el mundo. Aquel 27 de septiembre pelotones de voluntarios formados por policías y guardias civiles fusilaron a Xosé Humberto Baena, José Luis Sánchez-Bravo, Ramón García Sanz (militantes del FRAP), Jon Paredes, Txiki, y Ángel Otaegui (de ETA).

Pese a generalizadas peticiones de clemencia llegadas de todo el mundo, incluida la del Papa Pablo VI, Franco no tuvo piedad de aquellos jóvenes para indultarlos, algo que sí había hecho con los 6 condenados a muerte del sonado proceso de Burgos contra ETA cinco años antes. Carlos Fonseca recupera este episodio histórico del tardofranquismo con el testimonio de protagonistas, familiares, amigos, abogados y compañeros de militancia, apoyándose asimismo documentación inédita que arroja luz sobre los pormenores que rodearon aquellas últimas penas de muerte en España. El autor del libro sostiene que “la decisión final sobre las penas de muerte fue arbitraria” tras haber buscado en la documentación alguna prueba demostrara lo contrario.

No obstante, las dos únicas dos mujeres que había entre los once condenados a muerte lograron salvar la vida porque estaban embarazadas, aunque posteriormente se supo que una de ellas solo tenía un retraso en la regla, circunstancia que le pudo salvar la vida. El testimonio de la que sí estaba realmente embarazada Concepción Tristán demuestra la plena vigencia de la tortura entonces como medio policial para extraer confesiones y apunta a uno de los agentes más conocido por esas prácticas, Billy el Niño, uno de los imputados por la jueza argentina María Servini en la única causa que se sigue en el mundo contra los crímenes del franquismo.

“Billy El Niño se puso como loco a golpearme”

Tras su atención en la calle, Tristán fue llevada a la Dirección General de Seguridad (DGS) en la Puerta del Sol y así relata su experiencia: “Me pasaron a una habitación y entre seis o siete me golpeaban en la espalda, en el cuello, la cara, los oídos (…), me hacían andar en cuclillas, me tumbaron en el suelo y con un palo me golpearon en la planta de los pies. Durante toda aquella noche se turnaron para pegarme y al amanecer me dejaron descansar allí mismo. Durante cinco días me torturaron casi de continuo. En una ocasión, Billy el Niño se puso como loco a golpearme con las manos, los pies, las rodillas y un social tuvo que sujetarlo y calmarlo porque me iba a matar (…) Estuve una semana sin poder andar y los mismos guardias tenían que llevarme en brazos al cuarto de baño. Al sexto día de estar en la DGS vino por primera vez el juez militar, a quien hice constar las torturas. Luego, ya en Yeserías, estuve nueve días incomunicada”.

“Me pasaron a una habitación y entre seis o siete me golpeaban en la espalda, en el cuello, la cara, los oídos…”

Tras las confesiones forzadas a base de violencia física y psicológica, los detenidos se retractaban ante los jueces y denunciaban las torturas y los prolongados procesos de incomunicación en celdas de castigo que padecían por parte de los funcionarios policiales, unas denuncian que caían sistemáticamente en saco roto. Máxime en unos juicios como estos últimos consejos de guerra de la dictadura que pretendían ser ejemplarizantes en un contexto en el que los sectores más recalcitrantes del búnker franquista impusieron su ley forzando condenas predeterminadas.

La suerte estaba echada para los acusados cuyos familiares y allegados políticos tuvieron problemas para encontrar abogados que ejercieran la defensa, ya que los letrados más habituados a defender a los opositores al régimen relacionados con los dos principales partidos de la izquierda aún clandestina no pudieron hacerse cargo del asunto. “PSOE y PCE prohibieron a sus abogados asumir la defensa, ya que eran contrarios a la lucha armada y temían que aquellos atentados podían provocar una involución del régimen que perpetuara el franquismo sin Franco”, precisa Fonseca, aclarando que fueron letrados relacionados con partidos más a la izquierda como la ORT e independientes los que finalmente asumieron esa responsabilidad.

Las sentencias estaban decididas de antemano

Misión imposible era para aquellos letrados la tarea de contrarrestar los argumentos de los fiscales militares. Todos los intentos por demorar el desarrollo del juicio, desde el rechazo a la legitimidad del tribunal militar hasta cuestionar la veracidad de las confesiones arrancadas a golpes se vieron abocados al fracaso y en algunos casos tuvo que ser un defensor militar de oficio el que se hiciera cargo de su representación legal.

Según Carlos Fonseca en juicios como estos que se habían declarado sumarísimos, reduciendo a la mínima expresión las posibilidades de ejercer una defensa, lo de menos es profundizar en si aquellos militantes antifranquistas habían sido realmente autores de los hechos -atentados contra agentes del orden público- de los que se les acusaba, ya que desde una perspectiva democrática eran tribunales y procedimientos ilegítimos, como finalmente vendría a reconocer la Ley de Memoria Histórica de 2007. Pero hay más, ya que Fonseca aporta en su libro testimonios de abogados y familiares a los que al menos dos acusados confesaron que nada habían tenido que ver con los hechos.

El letrado Juan Aguirre se refiere a su defendido Ramón García Sanz, Pito, diciendo: “Tras las formalidades pudimos entrevistarnos por segunda vez con Pito. Estaba machacado a golpes y tenía el convencimiento de que los iban a matar, que la sentencia estaba decidida de antemano. Me aseguró que él no había participado en el atentado y que había firmado lo que la policía le puso delante”. Por su parte, Mikel Paredes, hermano del etarra Txiki recuerda que un día antes del fusilamiento, este le confesó que no había participado en el atraco a un banco en el que fue abatido un policía. De nada sirvieron las alegaciones del abogado recordando que ningún testigo había visto a un joven muy bajito participando en aquel atraco. Al final, Juan Paredes Manot, Txiki, fue fusilado ante la horrorizada mirada de su hermano Mikel aquella mañana en Barcelona.

Policías riéndose con corbatas de colores para la ocasión

Los testimonios de familiares y testigos en las horas previas y posteriores a las ejecuciones constituyen unas de las aportaciones de mayor dramatismo del libro, como la de Victoria, hermana de José Luis Sánchez-Bravo -de 21 años que tenía a su mujer embarazada de tres meses- quien, tras escuchar las primeras descargas en el cuartel madrileño de Hoyo de Manzanares, vio aparecer riéndose a los integrantes de los pelotones de fusilamiento “como si vinieran de celebrar algo”. O como la del fotógrafo catalán Gustavo Catalán Deus que vio congregados a un buen número de miembros de la Brigada Político Social “desde el famoso comisario Saturnino Yagüe a Billy el Niño, que se habían puesto corbatas de colores chillones para la ocasión”.

Las cartas manuscritas por los condenados a muerte reproducidas en el libro resultan especialmente estremecedoras, como la del joven gallego Xosé Humberto Baena firmada horas antes de su fusilamiento y cuando aún no sabía si su padre llegaría a tiempo de abrazarlo aquella terrible madrugada y que da título al libro “Mañana cuando me maten”.

Tan sólo cuatro días después de los fusilamientos, el régimen organizó un acto multitudinario en la Plaza de Oriente en un intento desesperado por reivindicar la plena vigencia de la dictadura en la que fue la última aparición pública de Franco, donde un jefe del Estado ya muy enfermo y deteriorado rechazó las protestas internacionales culpando de ellas a sus enemigos de siempre: el contubernio judeo-masónico y el comunismo internacional. Horas antes de su última arenga de Franco, aquel 1º de octubre de 1975, se dio a conocer un nuevo grupo terrorista, losrecuerda los últimos fusilamientos de Franco que estremecieron al mundo GRAPO (Grupos Antifascistas Primero de Octubre), con el asesinato en Madrid de cuatro miembros de la Policía Armada.

http://www.publico.es/culturas/manana-me-maten-recuerda-ultimos.html