Un acto de memoria, un acto de justicia

DIARIODELEON.ES | EMILIO SILVA BARRERA | 5-8-2016

Manuel Silva tenía seis años cuando entró, la tarde del 16 de octubre de 1936, en el ayuntamiento de Villafranca del Bierzo. Llevaba en las manos un cesto con algo de comida y ropa limpia. Fue la única persona de la familia autorizada a ver a su padre, que horas antes había quedado detenido allí. Autorizaron la visita del más indefenso, y como tal, arrastró toda su vida la dura carga de haber sido la última persona en verlo vivo, de pasar junto a él sus últimos momentos, porque esa noche, Emilio Silva Faba, comerciante berciano de la tienda de coloniales La Preferida, fue sacado por un grupo de pistoleros de falange en un camión de gaseosas y asesinado junto a otros trece hombres en una cuneta a la entrada de Priaranza del Bierzo.

En el teatro de ese mismo ayuntamiento donde ocurrió aquel triste encuentro, hoy a las siete de la tarde se va a rendir un homenaje que ha tardado muchos años en llegar. Se van a leer los nombres de todos los represaliados de Villafranca del Bierzo, todas las personas que fueron perseguidas, encarceladas o asesinadas por sus ideas. Ocurrió en un lugar en el que no hubo una guerra, nunca una trinchera frente a otra. El comandante Manso llegó a la villa el 20 de julio y en una arenga en la plaza anunció que con su columna de sublevados iba camino de Madrid «a por la cabeza de Azaña».

En ese lugar, la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica hará entrega de los restos identificados de una mujer, Vicenta, y de su hijo Jesús, exhumados el pasado mes de septiembre. Los recogerá la hija y hermana de ambos, Milagros, que desde que los asesinaron en 1948 lleva esperando este momento.

También participarán los descendientes del que era entonces alcalde de Villafranca, Antonio Gabelas, perseguido y asesinado por ocupar un puesto para el que le habían elegido en unas elecciones democráticas sus vecinos y vecinas.

Allí estará el poeta Juan Carlos Mestre que recitará el poema La hija del sastre, en el que volcó la memoria familiar, consciente y emocional, de la tragedia que se vivió aquellos años, del sufrimiento que causó la violenta intolerancia.

Cuando en el año 2000 se exhumó la primera fosa con técnicas científicas en el Bierzo se inició un interesante proceso, un cambio en nuestra relación con ese pasado traumático. El dolor había sido cubierto con un manto de miedo y silencio y durante años, con la cabeza agachada, las familias de los represaliados parecían pedir perdón por existir. Tuvieron una dura travesía de cuatro décadas de dictadura y luego el abandono de la democracia, que los consideró incómodos por ser testigos directos de las violaciones de derechos humanos que había cometido el franquismo.

Ni las personas ni los pueblos pueden escapar de su pasado; es el que fue. Lo que si pueden hacer es cambiar la forma de mirarlo, de sentirlo, de explicarlo, de dar o no dar justicia y reparación a las víctimas de hechos violentos. En este proceso de la memoria a menudo los partidos políticos hacen mucho más ruido que las personas, que los familiares, que quienes les ayudan, que sus vecinos que pueden pensar o no como ellos pero entienden que todos tenemos derecho a dar una sepultura digna a un ser querido, independientemente de sus ideas y de sus actos.

Mi abuela, Modesta Santín, nació en Pereje. Después de que asesinaran a su marido y le quitaran sus bienes tuvo que sacar a seis hijos adelante, con una vida llena de obstáculos. Mi padre, con diez años recién cumplidos, vio evaporarse su infancia, se convirtió en el cabeza de familia y tuvo que dejar la escuela para conseguir algo que comieran sus cinco hermanos menores. La vida siempre cuesta arriba, la alegría lejos. Sus vidas estuvieron terriblemente marcadas por la intolerancia, por la ausencia, por el duelo que no pudieron cerrar, por no haber podido velar el cuerpo de su padre, lo que les tuvo toda la vida desvelados.

España recuperó las libertades sin poner orden democrático en lo que la dictadura había desordenado, sin reconstruir a las personas que habían recibido toda la metralla política y emocional de los cuarenta años sin elecciones, viviendo bajo el ordeno y mando. Hay quienes calcularon que hacía falta esperar a que quienes vivieron la guerra y la represión murieran en silencio. Pero por suerte no ha sido así. La memoria ha despertado conciencias, ha roto silencios, ha sacado a la luz muchas verdades, ha permitido que mucha gente se exprese, para dejar por fin de estar presa. Su labor es curativa, ayuda a construir una cultura de los derechos humanos y a terminar con discriminaciones que no pueden existir en una democracia.

Emilio Silva Faba le entregó a su hijo Manuel, anunciando lo que le iba a ocurrir, un reloj de bolsillo y un anillo que llevaba sus iniciales y que esta tarde estará en mi mano, cuando yo sea mi abuela, que murió en 1997 sin que esta democracia la hubiera ayudado a saber qué pasó con su marido y haberlo enterrado con amor y dignidad. Seré ella pero sin morderme la lengua, sin agachar la cabeza, sin callar para proteger, sin sentir miedo a decir ni a pensar una verdad. Seré mi tío Manolo, que con seis años vivió una despedida mortal y así sufrió una herida que arrastró con un inmenso dolor y una hermosa sensibilidad toda su vida. Seré mi padre, Emilio, que a la mañana siguiente de la detención fue a preguntar por su padre y un falangista le dijo, burlándose de él, que había saltado por una ventana y había huido. Seré Ramón, Antonio y todas y todos los que sufrieron silencio y persecución en ese apartheid español que fue el franquismo. Todas las voces rotas, atormentadas, todas las personas asesinadas que esperan que las tratemos con la misma dignidad con la que ellas estaban construyendo para nosotros una sociedad próspera.

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