Viaje a mi pasado familiar: fusilamientos, el reloj de un preso en un campo nazi y las «tejedoras» de Memoria

El autor, Santi Gimeno, explica en primera persona cómo ha redescubierto en los últimos años su historia familiar, atravesada por la represión del franquismo y del régimen nazi. 

PÚBLICO | SANTI GIMENO | MADRID | 8-9-2019

Como supongo que habrá ocurrido con muchos bisnietos y bisnietas, siempre existió una noción superficial y casi implícita de que alguien había sido represaliado, pero nunca hubo una conversación pausada y consciente sobre los detalles. Consecuencias del miedo, el silencio y el olvido en nuestro país. Hace algo más de tres años descubrí en un acto sobre deportados españoles a campos nazis la historia de Cayo Pelegay Villoque (Boquiñeni, Zaragoza 1898), hermano de mi bisabuelo. La mayoría de mi familia solo recordaba que había huido a Francia durante la Guerra Civil, pero no se conocía su final.

Cayo fue detenido en un pueblo al norte de París en junio de 1944, y enviado al campo de concentración de Neuengamme. Después sería trasladado al campo de Bremen-Farge, donde moriría en febrero de 1945 como consecuencia de los trabajos forzados en el Búnker Valentín. Este verano he visitado esos lugares, y además hemos tenido la suerte de recuperar el reloj de pulsera que tuvo que entregar a las SS durante su deportación.

Este objeto pertenecía al archivo del International Center On Nazi Persecution, una institución que trabaja desde Alemania para devolver a las familias alrededor de 3.200 pertenencias milagrosamente conservadas. Un viaje lleno de momentos intensos, en el que he podido comprobar cómo en la sociedad alemana todavía existen muchos tabúes, resistencias y debates acerca de su pasado. En cualquier caso, una realidad de la que aprender si el Estado español quisiera abordar de manera rigurosa un proceso de verdad, justicia y reparación.

Durante esta búsqueda, la historia de Cayo me llevó a la de su hermano Marcial, alcalde socialista en Boquiñeni del 31 al 33, asesinado el 1 de agosto de 1936. Y a la de mi propio bisabuelo, Miguel, fusilado junto a una veintena de republicanos del pueblo el 20 de agosto de ese mismo año. Cayo, que era militante de la UGT, escapó unos días antes temiendo represalias similares.

Para alguien nacido a finales de los ochenta, resulta sorprendente la cantidad de detalles que se pueden conocer sobre estos acontecimientos. Ha sido posible con el apoyo de bibliografía y archivos, pero también a los testimonios de las personas más ancianas de mi pueblo que amablemente respondieron a mis preguntas. Y sobre todo, gracias a la voluntad de las mujeres que sobrevivieron a las peores humillaciones, sacaron adelante a familias extensas, y además, tejieron memoria.

Las que quedaron viudas ya fallecieron, pero sus hijas y nietas han seguido cuidando del recuerdo de sus seres queridos para que las nuevas generaciones seamos conscientes de nuestro pasado, sepamos interpretar el presente y construyamos un futuro mejor.

Así, he sabido de la historia de mi tatarabuela Gregoria Villoque, que entre sollozos aún se agarró a la vida hasta finales de los años 30. De los once hijos a los que parió a la mitad se los había llevado la pobreza o la guerra. También me han contado sobre mi bisabuela Engracia Adiego, que sufrió la desaparición forzada de su marido y la humillación de las incautaciones por responsabilidades políticas. Por si fuera poco, tuvo que enviar a sus dos hijos varones a luchar en el bando franquista. Una decisión difícil que les salvó la vida.

Al padre de Pluvia Coscolla, Benito Coscolla, lo fusilaron junto a mi bisabuelo. Esta valiente octogenaria me ha regalado todos los hilos de los que tirar para hilvanar esta búsqueda. Hace un tiempo me narró cómo fue la exhumación de la fosa de nuestros familiares. En 1982, cuando nadie se atrevía a hablar del pasado y no se aplicaba la antropología forense, varias familias tuvieron la rasmia de excavar con sus propias manos la tierra donde se encontraban.

Los restos que hallaron los llevaron al cementerio de su pueblo natal, levantando una lápida por la libertad, la justicia y la democracia. Y ese mismo memorial me ha llevado a la prima de mi madre, María Antonia Pelegay. Todos los años se preocupa por limpiarlo, y perfilar con pintura blanca los nombres y edades de la veintena de hombres asesinados. Auténtica defensora de la verdad y la reparación, ella también tiene allí a Ignacio Benedí, su otro abuelo.

Como estos he conocido mil retales de memoria protagonizados por mujeres. Qué curioso fue descubrir un listado de militantes de la UGT del pueblo de 1933. Había nombres de decenas de chicas, incluida mi abuela, a las que hoy nadie imagina implicadas en política por cómo fue su madurez y vejez. Cuánto nos hemos perdido al negarles el protagonismo que tuvieron, cuidadoras de la vida, pero también luchadoras por la libertad y la igualdad.

Los procesos de memoria histórica están llenos de grandes desafíos (el Valle de los Caídos, la Ley de Amnistía…), pero qué potente es acercarse a lo más local, a lo más íntimo. Si tienen cerca a una de estas mujeres, reserven una tarde y presten atención. En sus testimonios no encontrarán odio ni rencor, solamente el deseo de que se sepa y se recuerde lo que ocurrió.

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