● En julio de 1936 los anarquistas de la localidad montaron una red de guaridas en las que permanecieron escondidos dos años, hasta que uno enfermó y fue delatado
● Salvo los que murieron o fueron asesinados en la huida, todos fueron absueltos posteriormente
elcorreo.com | Francisco Góngora | Álava | 4-11-2014
Durante la Guerra Civil española y el franquismo era tal el miedo de mucha gente a ser apresado que no dudaban en esconderse, convertirse en muertos vivientes emparedados entre dos muros, en un pozo, en un baúl, en una cochiquera o en cualquier lugar seguro, fuera de la vista de los perseguidores. Algunos vivieron así más de 30 años y solo salieron de su escondrijo tras la muerte de Franco en 1975.
En 1977, dos formidables periodistas, Jesús Torbado y Manuel Leguineche sacan el libro ‘Los Topos’, un reportaje sensacional que conmovió entonces y sigue poniendo los pelos de punta ahora. Son 481 páginas de terror contado por sus protagonistas. Los dos escritores hicieron una selección de sus numerosas historias y hablaron de unos 17, entre ellas la del alcalde de Mijas, Manuel Cortés, y Saturnino de Luca. Al comienzo explican por qué eligieron el título. “Lo sugirió el exalcalde de Mudrián, don Satur, poco después de salir a la luz: ‘Mi vida ha sido como la de un topo, siempre en tinieblas. He cavado mi propia galería con mis manos. El oído y el olfato se me han desarrollado como a los topos, mis hábitos han sido exclusivamente subterráneos”. La imagen gráfica, apabullante, válida. Los escondidos, los ocultos, los enterrados en vida salían de sus toperas.
El miedo, el instinto de conservación, el temor a las represalias hizo de todos estos hombres y alguna mujer seres extraordinarios porque simplemente sobrevivieron en unas circunstancias excepcionales. No estaban equivocados. Si no se esconden, hubieran estado muertos porque la persecución era real.
Red de toperas
En Álava, donde la guerra se centró en la zona norte, hubo también escondidos, temerosos de las represalias del otro bando. El ejemplo más claro es el del pueblo de Labastida. En su libro ‘Matar, purgar, sanar. La represión franquista en Álava’, Javier Gómez Calvo cuenta los distintos episodios que acabaron con una red de toperas creada por los anarquistas de este pueblo.
A principios de la guerra fue detenido Eugenio Ayuso, posteriormente condenado y fusilado. Se sabe que el capitán de requetés Liborio Gil había estado a punto de matarlo durante su detención en agosto de 1936. Le amenazó con la pistola para que contara lo de las “bombas”, en referencia a diversos explosivos que supuestamente escondían Ayuso, su esposa y otros dos vecinos de Labastida, detenidos el mismo día.
Señala Gómez Calvo que la consumación del odio acumulado en el pueblo estalló definitivamente cuando la mujer del cenetista León Quintana, escondido desde julio de 1936, se vio obligada a avisar al médico porque su marido había enfermado. El galeno acudió al domicilio, atendió al paciente y a continuación se personó en el cuartel de la Guardia Civil para denunciar el hecho. Acorralado, León Quintana emprendió la huida hacia Francia junto con sus hermanos y un cuñado, pero los tres fueron detenidos a la altura de Elizondo (Navarra). Gravemente enfermo, León murió al poco de ser descubierto mientras su hermano Nicanor, convaleciente también durante la fuga falleció tras ser retrasado a propósito su ingreso en el hospital una vez que fue detenido.
La ocultación de todos ellos desde el comienzo de la guerra se había podido llevar a cabo gracias a una metódica preparación en la que participaron cinco familiares más. Tras ver lo sucedido la Guardia Civil y los requetés se pusieron en alerta. Cabía la posibilidad de que otros desaparecidos estuviesen en realidad en el pueblo, así que se decidió forzar su salida mediante el refuerzo de la vigilancia sobre sus casas y las de otros que pudieran ocultarles. Inmediatamente después fueron detenidos los hermanos anarquistas Esteban y Ángel Manzanos primero, y, ya en agosto, otros dos militantes destacados de la CNT: Félix Manzanos, hermano de los anteriores, y Paulino Gil, ocultos en el domicilio de un vecino. Entre estas dos actuaciones de la Guardia Civil y los requetés se había producido el penúltimo crimen extrajudicial en la provincia, mucho tiempo después de que éste tipo de asesinatos en caliente hubiesen remitido.
Detenciones y juicios
El 25 de julio de 1938 una vecina se jactaba a gritos, de haber encontrado el escondite del republicano Nicolás Ortego Blanco. A los pocos minutos guardias civiles y requetés se presentaron en el lugar y uno de los voluntarios carlistas disparó sobre Ortego, que murió en el acto.
Días antes se había producido cerca del pueblo la detención de Felipe Barrio, el último topo, después de salir de su escondite para tomar un tren y emprender la huida. Con “verdadero desinterés y celo”, según el gobernador civil, los requetés de Labastida habían propiciado la detención de dieciséis personas y habían asesinado a un vecino. Los tribunales militares, sin embargo, estimaron que no había motivo alguno para condenar a los detenidos (todos anarquistas menos uno) y los consejos de guerra abiertos contra ellos se sobreseyeron en apenas unos meses.
Javier Gómez Calvo apunta que la represión brutal del inicio de la guerra se había suavizado y pone como ejemplo el comportamiento de la Guardia Civil de Labastida. Hay que recordar que uno de sus miembros murió en una revuelta anarquista ocurrida en 1933 y la Benemérita recordaba que habían sido los “extremistas locales” Felipe Barrio, esteban y Félix Manzanos y Daniel Quintana, “armados con escopetas y distintas armas de fuego”, los principales responsables del crimen tras pasar de las palabras a “las frases violentas, al odio y a la sed de venganza”.
A pesar de todo ello, la Benemérita protegió de un linchamiento público a la viuda de Nicolás Ortego y a su hermana tras haber sido también detenidas por haberle mantenido oculto. Posiblemente, el episodio más difícil de entender. La Guardia Civil salvando la vida de una vecina que pudo haber sido perseguida por la gente de su pueblo. Sin lugar a dudas la suerte de los anarquistas hubiera sido otra si la Guardia Civil no les hubiera detenido para ponerlos a disposición de la autoridad militar.
Gómez Calvo sostiene que había habido un cambio en el comportamiento del nuevo régimen dictatorial y los escuadrones de la muerte que habían actuado amparados por los militares al comienzo de la guerra ya no eran tan necesarios.
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