“Albatera fue, de entre las 19 prisiones que pusieron a prueba su espíritu, la que más debilitó su cuerpo y fortaleció sus convicciones. Recibimos de mi padre hambre y sed de justicia“. Fueron las palabras que le dedicaron a José Antonio Urquijo en su funeral. Su hijo Enrique las reproduce al recordar a ese chaval de Bilbao que consiguió salir de Albatera con 22 años recién cumplidos y pesando 32 kilos. Otros murieron de hambre y enfermedades. “Llegó a beber orina de las letrinas para combatir la sed”, prosigue. Otras veces los oficiales dejaban las cisternas abiertas para que bebieran de los pequeños charcos, describe Julián Ramos. Su padre, tío y abuelo -Juan, Luis y Julián-, de Toledo, contaban que la dieta era una lata de sardina para tres y un chusco de pan para seis.

Sardinas rancias y luego agua para que se reventaran”, rememora Pilar Claveras, que añade que a su padre también le daban alfalfa. “Comían alpargatas y hasta la corteza de las palmeras”, continúa Encarna García. También las cáscaras de naranja. “No se sabe cómo llegó un jamón. Le dijeron que si conseguía una taza de madera le darían caldo. Arrancó hasta las tablas del barracón de los oficiales, y lo consiguió”, agrega Julián: “Pasó mucha hambre, y la siguió teniendo hasta bien pasada la guerra”.

Llegaron en un tren para ganado Albatera, donde sufrieron múltiples vejaciones. “No eran personas”, declara Enrique, que también cuenta que si alguien se escapaba fusilaban al de delante y al de atrás de la fila, de forma que se ataban con una cuerda para dormir. En palabras de Julián, “presenciaron de todo, desde palizas sin ton ni son hasta disparos por acercarse a la valla”. Se escuchaban tiros en el palmeral cercano. “Había fusilamientos”, incide Encarna. “Muchos se suicidaban; se volvían locos”, lamenta Pilar.

Antiguo campo de trabajo republicano con una capacidad para 1.500 personas, entre abril y noviembre de 1939 el régimen franquista lo usó como centro de clasificación de prisioneros, entre 15.000 y 20.000. “Hacinados totalmente, no se podían ni acostar”, María Isabel Gómez-Valades. A la intemperie, sobre un terreno de costra salada y bajo un sol que rajaba la tierra y la piel. O con frío: “Se quitaban pedazos de ropa para hacer un abrigo para el que estaba más débil”, añade. “En ese año les cayó toda el agua del mundo. Mi padre compartía una manta para cuatro como único techo”, relata Julián. Fue el primero de sus tres familiares en salir, por ser menor de edad, con 16 años. “A mi abuelo ya no lo volvieron a ver”, continúa. Volvió a su pueblo de Toledo, y fue “el principio del final”, matiza.

Porque los regresos tampoco fueron fáciles. A la semana de llegar a Don Benito (Badajoz), a José Gómez-Valades, de 22 años, lo detuvieron y pasó cinco años en la cárcel. El padre de Damián, Modesto García, de Molina de Aragón (Guadalajara), estuvo 18 años en diferentes prisiones. A Rufino Claveras, que estaba condenando a muerte, le conmutaron la pena, pero estuvo controlado por la Guardia Civil durante 15 años. Tenía que presentarse en el cuartel de Uncastillo (Zaragoza) cuatro veces al día. “No lo dejaban vivir; por eso tenía 50 años cuando nacimos”, explica Pilar.

Encarna conserva tres cartas que Laudelino García, al que llamaban Lino, envió desde el campo de Albatera a su familia en Copián (Mieres, Asturias). Unas cuantas líneas que con un saludo a Franco y un ¡viva España! -por obligación- decían poco para esquivar la censura. Las únicas que se salvaron de la quema. Porque después de estar en ese campo de terror y recorrer varias cárceles durante unos ocho años, a finales de los 40 regresó a su pueblo y su hermana destruyó todo lo relacionado con él y lo echó. Tuvo que irse al monte a vivir. Encarna, que nació en el 50, recuerda que su padre iba al cuartel los fines de semana, donde le daban palizas y lo humillaban.

Aullaba por las noches pidiendo auxilio. Una secuela que le quedó de su paso por “aquel campo de experimentación nazi”, subraya Encarna, que se emociona al recordar cuando hace unos años visitó el lugar. Tan sobrecogedor, que le pareció escuchar voces. Ella lleva mucho tiempo buscando a descendientes de aquellas almas en pena: “A los familiares se nos ha quedado grabado para siempre”.

“Albatera siempre ha estado presente en nuestra casa”, confirma Enrique, que lamenta con conocimiento de causa -tiene dos hermanos historiadores- que no hay casi documentación. “Quisieron que se borrase toda su huella, incluidos sus nombres”, recalca Encarna. “Lo silenciaron y lo ocultaron”, insiste María Isabel. Sin embargo, el arqueólogo e historiador Felipe Mejías está desenterrando ese pasado. Ha realizado dos campañas, en 2020 y 2021, que han sacado a la luz, entre otras cosas, la cimentación de un barracón de 60 metros de longitud por siete de ancho. El 29 de agosto arrancará una tercera para centrarse en localizar otros barracones y en seguir buscando la fosa común.

Todo ello permitirá la reconstrucción de este espacio. Como ejemplo, Enrique cita varios campos europeos como el de Gurs. “Es un homenaje a todos ellos; se les debe”, apunta María Isabel. El padre de Damián casi no hablaba de lo que padeció: “Servirá para que no quede en el olvido”. Para Pilar es un avance: “Mi padre murió con la pena de que seguíamos donde mismo estábamos”. El de Julián hubiera llorado con la noticia de que va a ser un lugar de memoria. Él irá en septiembre para ver de cerca la campaña arqueológica. Acompañó a su padre la primera vez que regresó. Le hicieron una entrevista en la caseta que sigue en pie. “Han pasado diez años y no he sido capaz de verla”, confiesa. A los cinco meses murió, con 89 años. El de Enrique está enterrado con un puñado de tierra del campo de Albatera.