La prisión de mujeres de Les Corts llegó a recluir a 1.800 presas y 43 niños en agosto de 1939, en un espacio concebido para 150. La superviviente Maria Salvo cuenta las miserias y resistencias que se vivieron al otro lado de sus muros.
El Periodico | Núria Marrón | 15-11-2015
Maria Salvo (Sabadell, 1920) recuerda que era noche cerrada cuando entró en la prisión provincial de mujeres de Les Corts, engullida años después por las excavadoras justo donde hoy se alza El Corte Inglés de Diagonal. Junto a otras tres activistas detenidas en Madrid en 1941, Maria había sobrevivido a los interrogatorios en la capital -aunque sobrevivir quizá sea un término demasiado generoso: «Las palizas -dice- me destrozaron por dentro, nunca pude tener hijos»-.
Tras viajar en tren a Barcelona, de aquella noche recuerda una cancela y un pasillo largo, flanqueado por plantas. También una puerta al fondo que se abrió a una «sala inmunda», con mujeres harapientas, criaturas llorando y aguas que escupía el lavabo. «Allí debíamos pasar 20 días en observación, pero a las 24 horas se recibió una orden para que nos incomunicaran. Y estuvimos nueve meses encerradas en una habitación».
A estas alturas, poco más se puede decir de Maria, la última superviviente de l’Associació de Dones del 36: que, hija de un carpintero y una minyona, estudió en un ateneo obrero ; que durante la guerra fue secretaria de Propaganda del Comité de Barcelona de las Joventuts Socialistes Unificades de Catalunya; que, ya en un campo de concentración francés, fue entregada «a la fuerza, entre insultos y empujones» por los gendarmes a la Guardia Civil de Irún; que regresó a Barcelona, donde se enroló en la lucha clandestina, y que tras ser detenida en Madrid malvivió durante 16 años en las cárceles franquistas.
Aquella noche de 1941, Maria y sus compañeras se adentraron en aquella prisión de paso en la que, desde finales de la guerra, ya habían transitado miles de represaliadas. Entre enero y octubre del 39, el endiablado registro de entradas y salidas alcanzó las 3.267 reclusas. Solo en agosto de 1939, 1.800 presas y 43 criaturas se «amontonaban» en un espacio apenas acondicionaldo 150. Cabe decir que, durante los primeros meses del franquismo, el concepto de presa política (las acusadas de delitos de guerra) incluía
-abran paso- a políticas significadas y, en argot de la època, a las «rojas de mono y pistola», pero también a enfermeras y voluntarias de la retaguardia, jóvenes vinculadas a partidos o sindicatos, porteras delatoras, campesinas que habían dado de comer al enemigo o esposas o madres de alguien en búsqueda y captura. De este terror urbi et orbi dan cuenta las 11 fusiladas en el Camp de la Bota, entre las que había dos porteras, una enfermera y una señora que, seguramente víctima de malos tratos, había denunciado a su marido ante las autoridades republicanas.
Poco a poco, la prisión se fue desembozando con indultos y excarcelaciones, al tiempo que entraban las llamadas «presas de posguerra», sobre las que recayó un puño feroz en forma de condenas más largas y la imposibilidad, al principio, de redimir penas con el trabajo. Para unas y otras, las condiciones eran nauseabundas: Maria y sus tres compañeras permanecieron nueve meses incomunicadas en una sala sin más higiene que «un cubo de agua por la mañana y una lata de conservas vacía» que debían usar para el resto del día.
Al otro lado de la puerta, las cosas no iban mejor. «Era lo más deprimente que se pueda imaginar. La Modelo era gloria comparada con Les Corts -dijo la militante del PSUC Isabel VicenteSEnD. Miles de mujeres durmiendo en el suelo, sobre esterillas sucias, piojos, mugre, millones de chinches corriendo por la pared como legiones en plena batalla, madres con hijos pequeños llenos de pupas y granos infectados, cubiertos de manchas rojas que provocaba un desinfectante parecido a la Mercromina». En estos pabellones que vieron morir a reclusas y niños, y en los que la sarna y la turberculosis también daban muestras de fiereza, la militante de ERC Enriqueta Gallinat aseguraba que «había mujeres que ignoraban que sus maridos habían sido fusilados y otras a las que les quitaron a los hijos».
Este extremo aún no está documentado, pero lo cierto es que las monjas de la Orden de las Hijas de la Caridad de San Vicente de Paúl, encargadas de la vigilancia y la intendencia, desprendían «muy poca humanidad», apunta Maria. Las religioss -que especularon con la comida del economato- mostraban ideas extremas sobre el arte de la vigilancia y el castigo. El café de la mañana era «agua sucia» y en el rancho apenas hervían coles y cebollas. Había tanta hambre que había quienes engullían pieles de naranja y mondas de patata que encontraban en la basura.
Sin embargo, en aquel entorno de miseria y miedo a las ejecuciones, las presas lucharon por anteponer la vida a la barbarie. Una forma de triunfo, al fin y al cabo. Organizaron obras de teatro y recitales de zarzuela -con Ramona Monsalvatge, hermana del músico, al piano-,
impartieron clases de alfabetización y cultura, impulsaron grupos de discusión política y afilaron mil ingenios para comunicarse con el exterior. Incluso llegaron a secundar plantes y huelgas de hambre contra la indignidad que les rodeaba. «Intentamos humanizar la cárcel, y logramos mantener la autoestima y anteponer el apoyo mutuo al egoísmo», dice Maria. Ejemplo de ello fueron las llamadas familias, cuatro o cinco presas que compartían cuanto lograban traerles sus allegados.
Ganchillo a destajo
«Los hombres en las cárceles estaban mejor atendidos: tenían a las mujeres en el exterior ayudándoles y más apoyo de la Solidaridad Internacional Antifascista», añade. Muchas presas, en cambio, con el marido encarcelado o muerto, se dejaban las horas haciendo tapetes de ganchillo que luego vendían los familiares. Así, hijos y abuelos podían sobrevivir y, ellas, acceder a jabón, papel y sellos. «A diferencia de los presos, que entonces salían al exterior para construir obras pública, las cárceles femeninas eran lugares cerrados en los que las reclusas debían redimirse con la disciplina del rezo y las labores de costura; de alguna forma, ahí también se imponía el ideal de mujer doméstica y enclaustrada en el hogar», dice el historiador Fernando Hernández, coordinador de la web Presó de Les Corts. Más allá de la prisión militante, el investigador amplía así las coordenadas de la represión franquista. «También había muchas reclusas comunes castigadas por desafiar la feminidad y la moral imperante. Así, el mayor porcentaje lo constituían las prostitutas callejeras, las campesinas que con el estraperlo alimentaban a sus familias y las comadronas y mujeres implicadas en interrupciones de embarazos».
Contrapoder carcelario
Las reclusas políticas y las comunes vivían en mundos aparte. Y las primeras, añade Hernández, se erigieron en «un auténtico contrapoder en las cárceles». Tal era el sentido de comunidad que, cuando fueron liberadas, muchas se sintieron «más prisioneras» fuera que dentro. «De pronto, los vencedores estaban por todas partes -recuerda Maria-. Me sentía desprotegida, con 37 años y la vida por reconstruir. Un detalle que ilustra los shocks que aún debería recibir es que, tras tantos años comiendo rancho, ni me acordaba de cómo usabar el cuchillo y el tenedor». Extramuros no les aguardaba precisamente el paraíso. «La gente les giraba la cara, no podían encontrar trabajo y los falangistas y policías que les hacían el seguimiento las vejaban e insultaban», recuerda Anna Maria Batalla, hija de Anna Solà.
Maria se las apañó para trabajar de modista, compartió su vida con el guerrillero Domènec Serra y no se apeó de los principios que aprendió en aquel lejano ateneo obrero. El jueves, frente a El Corte Inglés, inauguró la nueva señalización del espacio que evoca aquella prisión. Y lo hizo dando cuenta de su afilada memoria y su agradecimiento a los familiares. «Sin ellos no habríamos sobrevivido». Ni al encierro ni seguramente al asfixiante silencio que siguió luego.
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