Antonio Tello Aranda nació en Alcalá de Guadaíra (Sevilla) el 19 de septiembre de 1911; era hijo de María Aranda, natural de Lora del Río, y de Antonio Tello Cruz, al que decían el manco Tello: un hermano de Dolores, la mujer de Moreno el de las castañas: éstos, a su vez, padres de Fernando Moreno Tello y abuelos paternos de Luís Moreno Fernández, compañero mío en el primer Ayuntamiento democrático de Alcalá desde 1936.
Antonio Tello Aranda era el segundo de seis hermanos, que se llamaban: María, Luís, Setefilla, Salvador y Manuel. La mayor, conocida por Mariquita, fue novia de Francisco Benítez Romero, alias Currito el Botija o Currito el Zambo, un hornero, comunista, nacido en Alcalá el 6 de febrero de 1911, que trabajaba en la panadería de Manuel Ramos García y que también murió asesinado. Luís Tello, el tercer hermano, murió con 20 años; y Setefilla, que fue una de las presidentas de las panaderas de la CNT, estuvo casada con Manuel Núñez Castro, de Hornachuelos, provincia de Córdoba: un hombre muy leído, naturista, que fue bibliotecario en la sede del sindicato en la plaza de España.
Todos los hermanos Tello se criaron en la Rabeta.
La mujer de Antonio se llamaba Rosario Pérez Ramírez y era aproximadamente unos dos años menor que él; se casaron muy jóvenes y tuvieron dos hijos: Luisa, que nació en enero de 1932, y Antonio, en agosto de 1934. Dice la hija de Antonio Tello Aranda: Yo me llamo Luisa por mi tío Luís, el que murió con 20 años; pero el nombre que mi padre quiso ponerme fue el de Aída. Que él decía que era un nombre ruso. Vivíamos en la calle José Lafita, número 5, en una casa de vecinos, propiedad de Antoñito Rueda, que hacía esquina y se metía en la calle Sánchez Perrier. Mi padre era hornero y trabajaba en casa de Dolores Galindo Oliveros, la mujer de Pedro Campos Ruiz, que tenían la panadería más grande de Alcalá, en la calle de la Plata, números 27 y 29.
El día en que entraron las tropas, mi madre quiso que mi padre, que era del partido comunista, se escondiera en la casa de mi abuelo Eligio Pérez, que estaba en la calle Ancha y tenía un corral grande con una cueva; pero mi padre no quiso. Él decía que no había hecho nada y que por qué se iba a esconder. Ni huyó ni se ocultó: siguió haciendo su vida. Hasta el punto de que esa misma semana o uno de los primeros días de la siguiente, cogió con unos amigos y se fue con ellos a bañarse a la Aceña. Y allí lo detuvieron los falangistas. Se lo trajeron a la cárcel, que estaba cuatro casa más abajo de la mía, y allí iba mi madre todos los días a llevarle el café, por las mañanas. Yo también lo vi una vez, gracias a Luís Carrera Teba, el carcelero, que era una buena persona y me dejó que lo viera. En la cárcel de Alcalá estaría unos tres o cuatro días. Después se lo llevaron a Sevilla; pero el problema fue que no se sabía adonde. Mi madre y mi abuela María Aranda, la madre de mi padre, anduvieron buscándolo por todos lados: Sevilla estaba llena de cárceles. Aquí no está, aquí tampoco, les decían.
Mi madre y mi abuela estaban desesperadas; no sabían para donde tirar. Un día se encontraron, buscando como ellas, a un vecino de la calle Ancha llamado Manuel Trigo Mejías, pero al que se conocía por Manolito el Pelón. El hombre también estaba desesperado: Se han llevado a dos hijos míos y no sé donde los tienen, se lamentaba. Juntos, por no saber qué hacer, hasta acudieron a uno que echaba las cartas, a ver si por casualidad les decía donde estaban aquellos hombres que no estaban en ningún sitio.
En cierta ocasión, alguien les indicó que en Tablada había un barco repleto de presos, y que a lo mejor podían encontrarlo allí. Así fue: se llamaba el Cabo Carvoeiro, y era un barco de carbón. A partir de entonces mi madre y mi abuela María fueron todos los días a llevarle comida y ropa limpia a mi padre, pero sin poder estar con él. A mí, en cambio, sí me dejaron verlo. Recuerdo que tenía la cabeza pelada y la cara barbuda. Y el brazo marcado con un número. Mi padre me entregó un papelito, que yo le entregué a mi madre, donde había escrito que quería que le llevásemos una manta sobre la que echarse para dormir, y avíos de afeitar. Pero lo que quería sobre todo era que la próxima vez que fuésemos a verlo trajéramos con nosotros al niño: el pobre de mi hermano Antonio, con sus piernas paralíticas.
No llegó a verlo. Cuando mi madre y mi abuela llevaron al niño para que lo viera su padre, éste ya no estaba en el barco. O eso, al menos, fue lo que les dijeron a las dos mujeres: quizás el día 20 de agosto de 1936.
A partir de entonces, mi madre y los dos hijos nos fuimos a vivir a la calle Ancha, donde se hizo cargo de nosotros mi abuelo Eligio Pérez, que era primo de otro Eligio Pérez, al que llamaban el Polonia. No obstante, durante unos meses, mi madre mantuvo el alquiler en la casa de la calle José Lafita, por si volvía mi padre. Ella, después, se puso a trabajar en la Exportadora, en Sevilla, a donde iba todos los días en el tren de Alcalá…
…Y la vida siguió su curso. Murieron mis abuelos, murió mi madre; murieron los hermanos de mi padre, murió mi hermano Antonio. Y mi padre: “Supuestamente fallecido durante la Guerra Civil Española como consecuencia de la aplicación del Bando de Guerra en agosto de 1936” y “sin que se encontrara su cadáver”, según se dice en la resolución de un Juzgado de Alcalá; pero cuya muerte no ha sido reconocida oficialmente hasta el 5 de enero de 2005.
Fuentes:
Testimonios de María Luisa Tello Pérez y Manuel Calderón de los Ríos.
Documentos y fotografías cedidos por María Luisa Tello Pérez.