Catalina Silva Cruz nació el día de Reyes de 1917 en Casas Viejas, entonces término municipal de Medina Sidonia. Hoy vive en la localidad de Montauban, capital del departamento de Tarn et Garonne (Francia). Es la segunda de los ocho hijos que tuvieron Juan Silva González y María Cruz Jiménez, hija de Francisco Cruz Gutiérrez “Seisdedos”. De niña, como sus hermanos, vivió en la zona de Algámitas, en la finca “Zapatero” hasta el traslado de la familia a Casas Viejas. La mayor era María (1915) y a Catalina le siguieron Carmen (1919), Francisco (1921), Juan (1923), Manuel (1925), Antonia (1927) y José (1929).
Hermana de María Silva Cruz, “La Libertaria” compartió con ella vida y vicisitudes hasta el verano de 1936. Acudió a mítines, frecuentó el sindicato, perteneció al grupo anarquista femenino “Amor y Armonía” creado en 1932 y estuvo presente en el incidente que enfrentó a su hermana María con el guardia civil García.
El 11 de enero de 1933 se unió, con el mismo entusiasmo e ilusión que otros muchos, a la proclamación del comunismo libertario. Todavía hoy piensa que si los demás pueblos no se hubieran callado tobo hubiera sido distinto. Participó en el aprovisionamiento de agua y comida a quienes se instalaron en las trincheras a la entrada del pueblo. Después, cuando la fuerza entró en el pueblo se fue a su casa con su madre y su padre. Desde ella, muy cercana a la de “Seisdedos”, oyeron su asedio y cómo los guardias gritaban a los encerrados: “¡Asesinos, asesinos!”, ¡os vamos a matar a todos!, ¡salid, salid, cobardes, comunistas!”. Los encerrados no contestaban, tenían la puerta abierta y la luz apagada.
Hacia la una de la madrugada, para tranquilizar a su madre, que no hacía más que llorar, se dirigió a la choza y logró entrar. Entonces, le dijeron que se fuera. Al salir la descubrieron los guardias que le dispararon, sin alcanzarla. Después fue cuando la incendiaron. Su hermana María llegó temblando, con el pelo quemado y una rozadura de bala en una pierna. Se quedaron en la casa hasta que se derrumbó la choza. Entonces salieron y se marcharon a la de su abuela paterna. Allí estaban unos vecinos, su tía Sebastiana y sus hijos, los padres de Manuela Lago y cinco o seis niños.
Fue al amanecer cuando llegaron los guardias buscando a los hombres. A su padre se lo llevaron a pesar de que su madre insistió en que llevaba varios días en la cama con un catarro pulmonar. Está segura de que no es verdad lo que, a veces, se ha dicho que lo dejaron libre y, después, lo volvieran a coger. No pasó mucho tiempo hasta que oyeron los disparos. Entonces, Catalina y Mariana Lago se encaminaron hacia la choza y vieron en el suelo a un montón de cuerpos. Algunos se movían y quejaban. Regresaron a su casa y, pasado un tiempo, volvieron al corral de la choza. Ya no estaban. Después todos se marcharon hacia la Torre de Benalup en donde se escondieron. Hechos que desde entonces han vivido siempre con ella y sobre los que no ha dejado de pensar ni una sola noche.
El día 13 Catalina y Mariana, fueron a Casas Viejas en busca de alimentos. Eran muchos los refugiados en la torre y tenían hambre. Todavía hoy recuerda como la mujer de la tienda de comestibles les llenó el cesto, sin cobrarles nada, y les dijo que se fueran rápido porque había rumores de que iban a bombardear el pueblo. También en una panadería les entregaron unas barras. Al día siguiente volvieron todos y, al poco de llegar, la Guardia Civil detuvo a su hermana María. Junto a su tía Sebastiana la acompañó hasta la administración de Correos en donde esperaron al coche que iba a Medina. Ambas presenciaron como empujaron a María bajo la lluvia mientras el guardia García le decía: “¡Tú te vas para allá!, ¡no tienes derecho a estar aquí dentro! ¡Mójate!”.
Catalina, sus hermanos y su madre permanecieron en Casas Viejas hasta que las autoridades le instaron a que los más pequeños fueran a una colonia escolar en Cádiz. Como su situación era angustiosa los dejaron ir. Sólo se quedaron con su madre ella y su hermana Carmen. Fue entonces cuando una delegación de la CNT les dijo que era lamentable que fueran los culpables de los asesinatos quienes se hicieran cargo de los huérfanos. Les proporcionaron casa en Cádiz, unos maestros para los niños y una pensión mensual. Una situación que poco a poco fue empeorando. La ayuda económica se hizo más irregular y de menor cuantía hasta el punto que la subsistencia no podía solucionarse ni con el sueldo del trabajo que consiguió en una peluquería donde le pagaban poco y comía de las sobras. Su tía enfermó y su madre, deshecha, tuvo un aborto.
Fue Miguel Pérez Cordón, quien ya había comenzado la relación con su hermana María, el que les recomendó que se marcharan a Paterna en donde podría ayudarles mejor y los más pequeños comenzarían a aprender un oficio. Así hicieron en 1934. Se instalaron primero en una habitación grande, una especie de granero. Después encontraron una casa de la calle Alcalá. Su situación mejoró cuando comenzaron a recibir la pensión de 250 pesetas acordada por el Congreso de los Diputados a las familias de los asesinados en el corral. Los hermanos pequeños entraron en una zapatería y el mayor comenzó a trabajar con un vecino que era albañil. Ellas y su madre cosían y cortaban ropa de hombre.
Hasta el verano de 1936 Catalina vivió en Paterna en donde se “echó” un novio: Diego Díaz Ríos, más conocido en el pueblo como “Diego Planes” por su capacidad de pensar cosas. Lo conoció en la zapatería en la que también trabajaron sus dos hermanos menores Juan y Manuel. Como otros muchos vecinos, desde el 18 de julio, Catalina acudía a la calle Real a escuchar las noticias que los aparatos de radio transmitían. La noche del 23, cuando los golpistas ocuparon la población, se encerró en su casa. Ante su puerta, eran vecinos, asesinaron a uno de los más destacados cenetistas de Paterna, Miguel Barroso.
Hasta su marcha a zona gubernamental Catalina estuvo en Paterna y realizó un corto viaje a “Zapatero”, la finca donde había vivido en los años veinte. Allí habían buscado refugio sus hermanos Francisco, Juan y Manuel y un primo suyo. Cuando regresaron al pueblo, de día permanecían escondidos en el campo y de noche volvían a su casa. Además, procuró ayudar a huir a quienes se habían escondido. Como a Diego, el hijo del alcalde Ramón Dávila. Se había escondido en la fábrica de luz y allí, Catalina, en un canasto, debajo de unas botellas, le llevó la pistola y el dinero que la madre le entregó para su hijo.
Cuando secuestraron a su hermana María supo que la iban a matar. De noche oía el ruido de los motores de los camiones al pasar y pensaba que, en uno de ellos, iba su hermana. Estaba sentenciada desde la matanza de 1933. Fue entonces cuando decidió irse de Paterna. Como habían hecho ya, y estuvieron haciendo durante semanas, miles de vecinos de las localidades que iban cayendo en poder de los sublevados. Marchó sola, en el camino se unió a ella Isabel Gómez y otros tres vecinos del pueblo, en una penosa marcha nocturna por campos y montes hasta alcanzar La Sauceda de Cortes, donde se había establecido una débil línea de frente.
Un día de agosto salió a escondidas del pueblo y se dirigió hacia la sierra. En la marcha fue encontrado a otros vecinos y conocidos. Tres días tardó en alcanzar La Sauceda. Se escondía de día y marchaba de noche. Al llegar su grupo se encontraron a un hombre con un correaje que les dijo que esperaran, que vendrían a recogerlos. Como no se fiaban retrocedieron unos kilómetros hasta que, rehecho el camino otra vez, cruzaron por fin las líneas. En La Sauceda permaneció unos días hasta que, al saberlo, su cuñado, Pérez Cordón, fue a recogerla y se la llevó a Ronda. Allí permaneció hasta poco antes de su ocupación. Salió junto a miles de personas. Marchó andando a un pueblo en el que vivía un segador que conocían de cuando iba a Paterna a trabajar en la cosecha. Después, en un coche con un carabinero, llegó a Málaga.
En la capital malagueña se encontró con Ordoñez, un cenetista que había trabajado con Cordón en el periódico de Ronda, que la buscaba y le proporcionó alojamiento. A medida que pasaban los días y el cerco de Málaga se cerraba aumentó la idea de que era mejor seguir poniendo tierra de por medio. Un grupo de centistas gaditanos entre los que estaban Manuel Delgado de Alcalá de los Gazules y María Luisa Cobos de Jerez, la convencieron de que cogiera un barco hasta Cartagena. Durante unos días estuvo viviendo en una pensión que frecuentaban gaditanos refugiados o que trabajaban en el Arsenal. Después se fue al cercano pueblo de Los Dolores en donde se instaló en una casa requisada junto a Florentina Cabezas Malias, la esposa del comandante de Infantería de Marina Andrés Pérez del Río, apresado tras la caída de Málaga en la serranía granadina de Dílar, trasladado a Sevilla, juzgado en consejo de guerra, condenado a muerte y asesinado en la plaza de Cortes de la Frontera (Málaga) de donde había sido alcalde como militante de Izquierda Republicana.
Durante unos meses trabajó en un molino en el que también lo hicieron otros paterneros. Como Manuel Delgado, Francisca Ortega, José Vega, Domingo Payés y Miguel Barroso. A veces iba a Cartagena y veía a su cuñado Pérez Cordón que era redactor del diario local Cartagena Nueva. En 1937, de nuevo, la presión de los bombardeos y de las derrotas impulsó a un grupo, entre los que se encontraba Catalina, a marchar a Barcelona.
En la ciudad condal se encontró a Agustín Buján Vilas, un anarcosindicalista gallego, de Santa Eugenia de Ribeira (Lugo) que había conocido en 1933 cuando fue a Cádiz a entregar una ayuda a los huérfanos de Casas Viejas. Había logrado escapar al golpe y, tras pasar por Madrid, se instaló en Barcelona. Comenzó a vivir con una familia de Cádiz y a trabajar en una fábrica en San Andrés. Fue allí donde conoció a Carmen Zaragoza, quien había sido compañera de Francisco Ascaso. Ambas se acomodaron en un piso de la calle Diputación donde Catalina vivió hasta que tuvo un accidente cuando se cayó de un tranvía. Fue entonces cuando se unió a Buján con quien compartiría su vida hasta la muerte de éste el 29 de junio de 1994.
Herida y bajo la presión cada vez mayor de los bombardeos sobre la ciudad condal, terminó por marchar a Gerona. Consiguió trabajo en el hospital militar de Figueras. Allí, tras la caída de Barcelona, llegó su compañero para recogerla y marchar a la frontera con Francia. En el camino, Buján cambió su nombre por el de “José Insúa” que fue con el que entró en Francia y bajo el que sería conocido hasta su muerte. Al llegar a territorio francés fueron separados y Catalina enviada de la Junquera a Le Perthus. De allí, en tren a Montpellier y L’Ain para terminar, junto a otras mujeres, en el castillo de Belley en el departamento alpino de l’Ain.
Cuando la amenaza alemana se percibió cercana, fueron desalojadas del castillo, que iba a convertirse en cuartel, y embarcadas en un tren que se dirigió a la frontera española. Antes de llegar, y tras un motín, las autoridades les dieron la posibilidad de regresar a España o entrar en un campo de concentración. La gran mayoría optó por quedarse en el campo. Así llegó Catalina al de Argeles Sur Mer. Mientras, su compañero trabajaba en una mina por el norte de Francia. Logró escapar, fue a Argeles ayudó a huir a Catalina y juntos marcharon primero a Persignan y, después, a Montauban en donde Agustín tenía un amigo que podía ayudarles. Era febrero de 1940 y llevaban consigo a José, el pequeño que había nacido unos meses antes.
En un inmueble sin agua, ni luz, ni sanitarios, se instalaron hasta que, con la ayuda de otros refugiados, Buján logró emplearse en una fábrica de electricidad. Aunque las dificultades no desaparecieron. Sufrieron la presión de las autoridades sobre los refugiados españoles, las dificultades para obtener la documentación que legalizara su situación y, tras la ocupación, el temor a ser deportados a España o a Alemania. Gracias a la ayuda de Lucía Sánchez Saornil, la poeta cenetista, que trabajaba en una oficina de ayuda a los exiliados norteamericana, pudo conseguir finalmente los permisos aunque su casa fue registrada por soldados alemanes que buscaban a judíos y procuraban salir a la calle lo menos posible. Aún así Agustín Buján fue enviado a una Compañía de Trabajo en Burdeos.
Catalina se permaneció en Montauban con José y Agustín, su segundo hijo. El primero murió de meningitis en julio de 1943. Nuevamente sufrió los rigores de la guerra. Como otros muchos vecinos, cuando los aliados comenzaron a bombardear Toulouse, se marchó al campo. Allí estuvo hasta la retirada alemana. Después se reencontraron, nacieron Estrella, en 1949, y Universo en 1953. Se convirtieron en una de las miles de familias de exiliados que nunca regresarían a España hasta después de la muerte del Dictador. Cuando lo hizo tenía ganas y miedo. En la mente, siempre, la madrugada del 12 de enero de 1933. Hoy sigue viviendo en Montauban.