Cuando el 6 de agosto de 1940, veinte días antes de su fallecimiento, José Marfil Escalona llegó prisionero al campo de Mauthausen, ya estaba sentenciado a muerte. No porque un tribunal nazi le hubiera condenado a la pena capital, sino, sencillamente, por su edad. Pasada la raya de los treinta y pocos años, sobrevivir a un campo de exterminio por el trabajo —«El trabajo libera», decían cínicamente—, se convertía en una tarea ardua. Con cincuenta, prácticamente imposible.
Porque había muchas formas de morir en Mauthausen, tantas como la perversidad de las mentes enfermas de los SS que les vigilaban podían idear. La más conocida puede ser la de las cámaras de gas en que quedaban convertidas unas «duchas», que expulsaban un gas venenoso y mortífero en lugar del agua habitual. O el método de la «piscina», consis-tente en anegar un barracón que cubriera una cierta altura, unos quince o veinte centímetros, y obligar a los presos a tenderse boca abajo «nadando», cubiertas sus cabezas por el agua, y recibiendo golpes en ellas si osaban levantarlas del suelo para tomar aire. Si no morían ahogados, lo hacían con el cráneo destrozado. No tan conocida era la muerte de «la estatua»: para los presos a los que se les condenaba a morir desnudos en posición de firmes en la puerta exterior del barracón. Mauthausen tiene un clima continental extremadamente frío en invierno, y la temperatura por las noches desciende muchos grados bajo cero.
Para incrementar el sufrimiento y asegurar la muerte de los desgraciados, una vez desnudos se les regaba con una manguera. Por la mañana encontraban sus cuerpos convertidos en tétricas estatuas de hielo humanas adheridas al suelo, que tenían que despegar para llevarlas a los hornos crematorios. También estaban las muertes «científicas», realizadas por los médicos en la enfermería del campo, con el fin de hacer experimentos de lo más macabro que mente humana pueda idear. O la inyección de gasolina en el corazón. A estas formas «no naturales» de morir, habría que añadir las clásicas, por ahorcamiento, fusilamiento, apaleamiento, electrocución en las alambradas electrificadas del campo, bien al intentar escapar, o por suicidio, simplemente, porque no podían soportar más sufrimiento ni humillación…
Antes de sus veinte días de agonía en Mauthausen, José Marfil sufrió un largo calvario que comenzó, al igual que el de otros miles de compatriotas, con la derrota de los republicanos españoles y la huida a pie hacia Francia, con el cuerpo herido por las balas y el corazón destrozado por el exilio.
José había nacido 52 años antes en Fuengirola (Málaga), cuando la localidad era un pueblo de pescadores de apenas 4.800 habitantes. Tras su servicio militar consiguió entrar en el cuerpo de carabineros, que tenía encomendada la vigilancia de los puertos y fronteras del Estado. Contrae matrimonio con Rosario Peralta, natural de Rincón de la Victoria. En esta población nacería en 1921 su hijo mayor, José, como el progenitor. Cuando el pequeño tiene tres años, el padre es destinado al puerto de Barcelona como inspector de aduanas. En la capital catalana a la familia, ya con siete críos más, le sorprende la sublevación militar de Franco. Padre e hijo mayor se ponen a luchar al lado de la República, en defensa de los valores democráticos. El padre, en el frente de batalla alcanzaría el grado de teniente. Su hijo, de 17 años, formaría parte de la que se llamó «Quinta del biberón».
Refugiados ambos en Francia, como cientos de miles de españoles, recalaron en las playas de Argelles-sur-mer, en los Pirineos Orientales, un prólogo de lo que sería el largo infierno que les quedaba por recorrer. En Argelles estuvieron confinados en una playa, a la intemperie, sin agua potable, ni letrinas, ni lugar donde resguardarse del frío, la lluvia y el viento. Unos agujeros abiertos en la arena serían los únicos cobijos. Si bien hubo familias francesas que se apiadaron y acogieron a españoles, improperios como «¡Maldita escoria española!, o ¡Indeseables!», fueron algunos de los epítetos que tuvieron que escuchar con frecuencia de numerosos ciudadanos galos.
Padre e hijo deciden abandonar el campo de Argelles para incorporarse a las unidades militarizadas (Compañías de Trabajadores Españoles) creadas por los franceses. Con la invasión alemana, ¡vuelta a empezar!, combatir de nuevo los nazifascismos, esta vez en suelo galo y contra la Wehrmacht.
En la batalla de Dunkerque, que tenía como objetivo contener el avance teutón, han de soportar el infierno de fuego que les llega por tierra, mar y aire. Los aliados se ven obligados a efectuar la evacuación urgente de sus tropas para no caer prisioneros en la «bolsa» tendida por los alemanes. Consiguen embarcar rumbo a Gran Bretaña, unos 350.00 soldados franceses, belgas, británicos y canadienses, en una operación que en principio se bautizó como «Dinamo» y acabó llamándose por el mando británico como «El milagro de Dunkerque».
A quienes no se les permitió embarcar fueron a los españoles. Para ellos no hubo «milagro». Por el contrario, comenzaba otro nuevo episodio de su caída al averno nazi. El día 4 de junio de 1940, los dos Marfil, padre e hijo, junto a otros miles de soldados, fueron capturados por los alemanes y llevados a distintos campos de prisioneros de guerra. No volvieron a verse más. Mientras que el hijo recala en el stalag de Sagan (Polonia), al padre lo llevan al de Moosburg (Alemania), y a primeros de agosto es reconducido al campo de exterminio de Mauthausen, a orillas del idílico Danubio. Le asignan el nº de prisionero 3394. A causa del deterioro físico ya padecido, junto a las durísimas condiciones de trabajo y mísera forma de vida del campo, José acaba vencido y muere el 26 de agosto.
José Marfil Escalona falleció de muerte natural, si puede llamarse así a morir en Mauthausen. Pero es de esta forma como los encargados administrativos del campo debían denominar en sus libros de registro a los fallecidos que morían por desnutrición, hambrientos y enfermos, soportando las brutalidades de los SS y las no menores de los capos, sin ropa ni calzados adecuados, famélicos como esqueletos vivientes, exhaustos del trabajo en la cantera, tras extraer y llevar enormes piedras en la espalda y subirlas hasta la explanada del campo, una vez superados los ciento ochenta y seis peldaños de desnivel. La escalera de la muerte, que la llamaban. Así que esas defunciones no quedaban registradas como crímenes. No. Eran muertes «naturales». Puro sarcasmo.
Fue el primer español muerto en Mauthausen, y aunque no sería el último —le seguirían varios miles más—, sus compañeros tuvieron la osadía de honrar la muerte del exoficial malagueño. Sería otro camarada, Julián Mur Sánchez, aragonés, con el grado de teniente y de profesión maestro de escuela, el que llegaría hasta el capitán del campo, el terrorífico Bachmayer, para solicitar de forma reglamentaria un minuto de silencio.
Bachmayer, «El negro», o «El tío de los perros», como le llamaban, «todos estábamos de acuerdo en considerarle como el aullido del perro que anuncia la muerte —narraría posteriormente otro deportado, el catalán Joan de Diego—. Su presencia en el campo causaba pavor… Algo demoniaco había encarnado en aquella criatura, no quedando de humano más que la forma física que le dio la naturaleza».
Entre divertido y desconcertado, Bachmayer accedió a la petición. Al finalizar la jornada, tras el recuento, los españoles permanecieron en formación atentos a Mur, que les arengó con voz fuerte y solemne: «Hoy ha muerto el primer español del campo de Mauthausen. Mantened la cabeza bien alta. Demos otra vez ejemplo de nuestra solidaridad…». Aquellos «apátridas españoles», al decir de Serrano Suñer y Franco, se pusieron firmes, se quitaron el gorro y guardaron un minuto de silencio, entre los impresionados SS nazis y prisioneros de otras nacionalidades que les observaban con incredulidad, no exenta de admiración. Fue la primera y última vez que ocurrió un hecho similar en un campo nazi.
José Marfil Peralta, su hijo, fue trasladado a Mauthausen en enero de 1941. Los presos españoles le informaron de las circunstancias de la muerte de su padre ocurrida meses atrás. Como es natural, lloró con amargura la pérdida del progenitor: «¡Tantas luchas, tantos sufrimientos, tantas humillaciones, para venir a morir en esta tierra hostil!». Tras pasar más de cuatro años de duras penalidades, a punto de morir en varias ocasiones, consiguió salvarse. El 5 de mayo de 1945 fue liberado por las tropas estadounidenses.
Con la liberación de los campos nazis, los prisioneros de las distintas nacionalidades serían reclamados por sus respectivos países, agasajados y reconocidos como héroes que fueron capaces de sobrevivir a los campos de exterminio. Algunos ocuparon cargos de importancia en los gobiernos de sus respectivos países. Los españoles, no. Como todos los deportados, estuvieron deseosos de escapar del horror que habían vivido, pero, a la vez, constataron la dolorosa realidad de que en España, su país, no solo no eran solicitados, sino que por el contrario, fueron ignorados. Sencillamente, no existían. Hasta finales de los años sesenta no se produce ninguna nota oficial sobre los fallecidos españoles en campos nazis y es preciso esperar hasta 1974, un año antes de la muerte del dictador, para que se emitan certificaciones oficiales. Los pocos que se atrevieron a cruzar los Pirineos encontraron el vacío social, el silencio, el miedo familiar a las represalias, cuando no, el acoso de la policía del Régimen, con frecuentes interrogatorios. Es normal que la mayoría optara por quedarse en Francia.
No resulta sorprendente que en las siguientes generaciones, sobrinos, nietos u otros familiares de los españoles que murieron o sobrevivieron a Mauthausen y a otros campos, desconozcan sus historias. En muchos de nuestros pueblos se ignora que convecinos suyos padecieron la barbarie de los campos de Hitler. El largo periodo del régimen de Franco borró en España la memoria, el recuerdo, de los más de 10.000 españoles y españolas, —hubo también un número considerable de mujeres—, que sufrieron la sinrazón nazi. Sin embargo, poco a poco, con tesón no exento de dificultades, se van recuperando los nombres de los hombres y mujeres que la padecieron. Aunque ya todos hayan muerto, la mayor injusticia que se podría cometer con aquellas víctimas de la barbarie nazi sería el olvido. Pero no recordar por rencor, sino para que hechos como los que vivieron no se repitan. «¡Nunca más!», que se juramentaron los supervivientes españoles, aquel lejano 5 de mayo de 1945.
En el año 2010, José Marfil Peralta recibió en Rincón de la Victoria (Málaga), el homenaje de sus paisanos, con la nominación de una rotonda y el inicio de un expediente para considerarle «hijo predilecto». Aunque con evidente retraso porque el homenajeado ya había fallecido, ocho años después y a título póstumo, se llevó a cabo el nombramiento.
Su progenitor, José Marfil Escalona, luchador incansable por la libertad en España, resistente y héroe en Dunkerque, el primer español muerto en Mauthausen, algún día su memoria también será justamente honrada en su pueblo natal.