UN POETA EN EL REDESCUBRIMIENTO DE AMÉRICA
(Málaga, 1887 – México, 1955)
Entre los desterrados que tuvieron que morir en tierra extraña, el poeta y pintor malagueño fue uno de los que mejor supo aceptar su destino. Aquel escritor que había vivido en la Residencia de Estudiantes en los años felices, que escribió romances en la Guerra Civil, que fue precursor de los jóvenes poetas del 27, asumió el exilio con entereza y dignidad. Desde que llegó a México decidió que aquel lugar debía ser suyo y comenzó a recorrerlo, a aprehenderlo, a dejar que le crecieran nuevas raíces y así sobrevivir a la traición de la memoria que, sin duda, le restaba como epitafio colectivo de aquella generación de espectros expulsados. Así, aquel malagueño que nunca olvidó su ciudad natal, escribió Cornucopia de México (1940), un libro en el que se sumergía en el alma mexicana.
A los exiliados se les arrancó de la Historia, fueron borrados de los mapas, arrasados de los manuales. Sólo les quedó la estrategia de la memoria o un último detalle de dignidad ante una España cruel, sorda y olvidadiza. «Cuando se publiquen nuestros libros nadie sabrá de qué estamos hablando», decía Max Aub sobre el destino inevitable y desconocido del exiliado.
José Moreno Villa, es otro más en esta galería de héroes derrotados a los que sólo les resta la compasión del recuerdo. El escritor y pintor recordó en sus años de destierro mexicano el sabor de las naranjas malagueñas, el viento de salitre mediterráneo y en sus sueños buscaba el huerto de la casa de sus abuelos: «¿Será verdad que camino/ como ayer –mitad de un siglo–, hacia la casa dormida/ con mis abuelos despiertos?».
Moreno Villa dejó escrita la amargura que embargaba a los exiliados cuando morían lejos de la España a la que no habían podido regresar: «Lo malo de morir en tierra extraña/ es que mueres en otro no en ti mismo./ Te morirás prestado. / Y nadie entenderá tu voz postrera/ por más que cielo, muerte, amor y vida/ se digan cielo, muerte, amor y vida/ en la tierra en que mueres».
Sin embargo, el poeta malagueña es un ejemplo singular de transterrado, ese matiz que explicara el filósofo José Gaos para definir al desterrado que había conseguido criar raíces en otras tierras, transterrar. Moreno Villa lo demuestra en uno de sus libros, escrito al poco de llegar a la patria prestada: Cornucopia de México (1940).
Cornucopia de México es una indagación en el alma mexicana a través de los ojos de un español, de un sorprendido visitante que descubre, o mejor, redescubre la Nueva España. Es lo que José Gaos llamó el redescubrimiento de América.
Hubo otros exiliados que no supieron entender México, sencillamente porque se empeñaron en pensar que aquella estancia era un mero tránsito, que pronto regresarían a España y que, por lo tanto, era absurdo echar raíces. Pero Moreno Villa se dejó fascinar por aquella tierra que le devolvía la lengua con otro ritmo y con la nueva luz de las palabras de etimología azteca, que le sorprendía el paladar con el mamey, el pulque o la papaya, y en la que encontraba como otra España del revés.
«Un viajero español que se lanza por las carreteras de México vive, además de las sorpresas de cualquier otro, una muy especial, que consiste en ver alterada la geografía de España. Algo así como si hubiesen metido en un cubilete de dados los nombres de las ciudades españolas y las hubiesen dejado caer sobre el país desde lo alto de los volcanes. Salir de México, llegar a Valladolid y por la misma ruta, siguiendo adelante, llegar a Zamora y después a Guadalajara, resulta cosa mágica. Para un mexicano carece de chiste el itinerario, pero para un español es tan desconcertante como divertido».
Semblanzas
Una de las personas que más ayudó a José Moreno Villa en su estancia mexicana fue el escritor Alfonso Reyes, quien curiosamente en 1917 había publicado un libro similar –aunque sin el amargor del destierro– a raíz de su visita a España, Cartones de Madrid, donde realizaba también una semblanza de sus vivencias e impresiones españolas. Fue Alfonso Reyes el que admitió encontrar a Moreno Villa «ya mexicano» y digno de ganar «por derecho propio la ciudadanía en la historia mental de México».
Pero, antes de llegar a este México agridulce, ¿cómo había sido la vida de Moreno Villa? Su infancia malagueña le marcaría toda la vida, como demuestra en su libro de memorias, Vida en claro. Pronto destacaría como poeta siendo considerado como una de esas figuras intergeneracionales –entre el 98 y el 27– y como claro precursor de los jóvenes poetas vanguardistas con los que inclusó llegó a formar parte de la lúdica y delirante Orden de Toledo ideada por Luis Buñuel.
Estudió en Friburgo (Alemania) y a su regreso a España ingresa por intermediación de su amigo, el también malagueño, Alberto Jiménez Fraud –director de la Residencia de Estudiantes– en la mítica institución en calidad de residente-tutor.
Entre sus poemarios destacan Garba (1913), Jacinta la Pelirroja (1929) –sobre su desdichado amor con una judía rica de Nueva York–, Carambas (1931), Puentes que no acaban (1933) y Puerta severa (1941) y La noche del verbo (1942), escritos ya en su exilio mexicano.
Tendrá un papel destacado durante la Guerra Civil. «Mi musa se me apareció vestida de miliciana», confesaba. Junto a Navarro Tomás realizará el inventario de las obras de Arte y del Tesoro Bibliográfico de Madrid y de El Escorial. «Enviado a Norteamérica en viaje de propaganda cultural abandona Valencia en febrero de 1937 [donde había residido junto al Gobierno republicano] hacia Barcelona, Burdeos y París, donde se entrevistará con otros exiliados para llegar a Nueva York el 17 de febrero y de esta ciudad a Washington. Aquí, Fernando de los Ríos, embajador de España, le instala en la Embajada como Agregado Cultural. Pero será en México donde se instale definitivamente», aclara la escritora Rosa Romojaro en el estudio introductorio de una antología del poeta publicada por Biblioteca de la Cultura Andaluza.
También había destacado Moreno Villa como pintor y en México seguirá alternando el lienzo con la pluma. incluso escribirá dos ensayos sobre arte colonial: Lo mexicano en las artes plásticas (1948) y La escultura colonial mexicana (1942), donde describe las características de un mudejarismo mexicano, el arte tequitqui.
Pintura
Además, más de una estampa mexicana le inspirará su obra pictórica. Lo revela en Cornucopia de México: «La primera gran perspectiva de México, se tiene desde el fondo de la Avenida 20 de noviembre, que enfoca a la magnífica catedral, uno de los lados del Zócalo. (…) Otra perspectiva de gran ciudad, aunque no terminada todavía, se tiene desde la Avenida Juárez, mirando al Caballito y al Arco monumental de la Revolución. Estos dos monumentos se destacan siempre sobre las barrocas nubes de México que durante el año 1938 me hicieron pintar siente cuadros, entre otros El despertar de los ángeles».
Confesó el poeta cómo le crecía México en el alma, ese país «rizado y quebrado», de ahí el título de cornucopia para este libro inspirado por la curiosidad y la mirada virgen del exiliado, que dentro de su tormento es capaz de crearse un nuevo horizonte. «México crece dentro de mí. Me encuentro lleno de México como debe sentirse una madre en su noveno mes. Tengo la impresión real y fortísima de que todo un nuevo mundo ha crecido en mi alacena».
INVENTARIO DEL ALMA MEXICANA
José Moreno Villa dibujó una precisa geografía, un mapa íntimo y secreto de su nueva tierra, una especie de inventario para poder soportar la existencia después del éxodo. Así, en Cornucopia de México escribe su singular intuición de unas postales heredadas: «El México viejo, a la hora del atardecer, es triste y feo a pesar de sus magníficos palacios coloniales».
Sin duda, uno de los aspectos que le sirvieron para sobrevivir fue la lengua, refugio y raíz de los expulsados de su propio destino. «Son las palabras españolas, mías, las que llegan a mis oídos, pero con qué otro son. No suenan lo mismo. (…) En el tono acusan los mexicanos su bondad, y acaso un velado sentimiento de lejana servidumbre; y en el ritmo, tan lento, la dificultad de una lengua que no es la vernácula. (…) En la emisión de un “pues sí’ o un “qué bueno” o “cómo no” está toda el alma mexicana. El tono con que se dicen tales palabras es capaz de desarmar y enternecer. Un español no puede dar esa nota de dulzura y de honda bondad humilde. Nosotros somos más secos, más duros y más orgullosos».
En el muestrario de bebidas y alimentos del nuevo mundo es donde surge el Moreno Villa más irónico. De las bebidas alcohólicas –pulque, mezcal y tequila– asegura que tienen «genio escurridizo, dulzón y maligno». Y de la pulquería hace una sociología sin desperdicio: «La pulquería es la tasca especializada en despachar pulque. En la pulquería no entran más que los borrachos de ínfima clase. En las casas honestas no entra el pulque. Es una bebida casi clandestina».
Y de esta «bebida espesa y blanca, más que lechosa, mucilaginosa» pasa a la tortilla de maíz –redonda, chalupa, sope, peneque, gorda, pacbola y moreliana–, el mole verde, los secretos del elote, del tamal, la corunda, el pozole, el atole, el champurrado, el juacotole, el tejuino, así como las variedades que se pueden hacer con el arroz y los frijoles.
Pero donde más sorprendido queda el Moreno Villa gastrónomo es con las frutas. Parece que paseáramos con él por el célebre Mercado de la Merced:«El aguacate nos hace pensar en una raza blanda, de muchas “eles y tés”, de pocas “erres”. El mamey, en una raza cálida y concentrada. El zapote prieto, en una raza oscura, leve y fina. El mango, en una raza lujuriosa. Con el aguacate se comprenden estas palabras: “popotla”, “tlanepantla”. Con el mamey, la hoja diaria de los crímenes. Con el zapote prieto, la finura ingrávida de la indita. Con el mango, la hamaca y los ojos brillantes».
(Publicado en EL MUNDO el 2 de octubre de 2006)