(Vélez-Málaga, 1904- Madrid, 1991)
La pensadora malagueña convirtió su destino de exiliada en materia de reflexión, en una virtud, en causa de rebeldía, en motor para reivindicar su lugar en la Historia. María Zambrano escribió durante su larguísimo destierro –México, Cuba, Chile, Francia, Suiza, Italia– obras en la que repiensa España, confirma su teoría sobre la razón poética y publica textos reveladores sobre la esencia del destierro. Una de sus obras más reveladoras es ‘La tumba de Antígona’ en la que elige el personaje mítico para convertirlo en un símbolo del exiliado. A su regreso a España, Zambrano volverá a reflexionar sobre la tierra a la que ya no pensaba volver, un lugar distanciado, una España que había estado ocupada y que había tenido un devenir falso, impostado, apócrifo.
REPENSAR LA ESPAÑA AUTÉNTICA
Desde las ventanas de sus casas de exiliada, María Zambrano pensó muchas veces en lo variable de los horizontes. Los tejados rojos, grises, blancos; la lluvia tibia o helada, con un ligero sabor acre o dulzón, dependiendo de los meridianos; el aire de cada ciudad, denso, seco, húmedo; las voces de la gente. Todo conformaría un mundo diverso, distinto, extraño. María desde una ventana en México D. F., en Santiago de Chile, en La Habana, en París, en Roma, siempre rodeada de libros y de gatos.
María Zambrano, al regresar de su larguísimo exilio, recuerda desde su piso en el número 14 de la calle Antonio Maura, cerca del parque del Retiro. Se agarra a la memoria y reflexiona sobre sus recuerdos desde todas aquellas ventanas. Ahora, mirando la serenidad verdigris del Retiro, evoca su vida y admite su cansancio tan sólo con pensar en lo lejano de sus recuerdos.
Escribirá al volver: «Yo he renunciado a mi exilio y estoy feliz, y estoy contenta, pero eso no me hace olvidarlo, sería como negar una parte de nuestra historia y de mi historia. Los cuarenta años de exilio no me los puede devolver nadie, lo cual hace más hermosa la ausencia de rencor».
Pocas personas como ella han reflexionado tan profundamente sobre el exilio, sobre todos los personajes que se quedaron sin lugar en la Historia, pero que se rebelaron –como ella– escribiendo, recordando, luchando contra el olvido y la no-existencia. Esos personajes que aparecen y desaparecen a lo largo de la Historia, esa estirpe de intelectuales arrojados que se remonta a Ovidio, Dante, Blanco White; esos desterrados que ella llama «vencidos que no han muerto».
Reflexión
La pensadora María Zambrano nace en Vélez-Málaga en abril de 1904 y morirá en 1991. Entre esas dos fechas, hay una epopeya intelectual y una emocionante experiencia filosófica, porque ella convierte su vida en materia de reflexión. El exilio será así una cualidad, una parte esencial de su existencia. «Creo que el exilio es una dimensión esencial de la vida humana, pero al decirlo me quemo los labios, porque yo querría que no volviese a haber exiliados, sino que todos fueran seres humanos y a la par cósmicos, que no se conociera el exilio», escribió.
De sus años malagueños, guardará en momentos agónicos de su vida una imagen idealizada. A esa idea de la infancia arcádica se unirá la teoría de pensar España como una dualidad: la realidad, a causa de la guerra, de una España auténtica y otra apócrifa por estar ‘ocupada’.
Cuando María Zambrano abandona Madrid ha dejado atrás un mundo que nunca volverá a existir. Nada quedará de aquella generación perdida que se lanzó con las Misiones Pedagógicas a los pueblos y aldeas de España llevando gramófonos, reproducciones del Prado, libros y proyecciones del cinematógrafo para gente que nunca había escuchado música, ni había visto un museo, ni una biblioteca ni una imagen de cine.
Nada quedará tampoco de aquellas reuniones que tenían lugar los domingos por la tarde en la casa madrileña de María Zambrano en la plaza Conde de Barajas con Maruja Mallo, Ramón Gaya, Luis Cernuda, Luis Rosales, José Bergamín, Rosa Chache o Sánchez Barbudo. Nada. Nada más que recuerdos dispersos en cartas, en divagaciones memoriales y en recuerdos mientras se contempla un paisaje prestado desde esas casas del exilio.
En su texto Carta sobre el exilio, que escribe en 1961, desvelará su idea sobre este ser desvalido y, al mismo tiempo, fortalecido por su desgracia, que es el exiliado. También pensará en los que se quedaron en-terrados en España: «Al exiliado le dejaron sin nada, al borde de la historia, solo en la vida y sin lugar; sin lugar propio. Y a ellos con lugar, pero en una historia sin antecedentes. Por tanto, sin lugar también; sin lugar histórico».
Lugar en la Historia
Ella también buscó su lugar en la Historia, negándose a ser expulsada, a convertirse en una extranjera, en una expulsada, una eterna pasajera en tránsito. Zambrano escribe y escribe a lo largo de su extenso exilio, esa carga, ese peso que llevará encima la mayor parte de su vida.
María Zambrano pensará España en este largo viaje con reveladores libros como España, sueño y verdad, La España de Galdós, Los intelectuales en el drama de España o Pensamiento y poesía en la vida española. A este corpus se unirá su definitiva confirmación de la razón poética, que la filosofía necesita de la poesía para un conocimiento profundo.
Al mismo tiempo, en su exilio escribirá un estremecido texto, Delirio y destino. Los veinte años de una española, una novela autobiográfica escrita en La Habana.
Otra obra fundamental de la María Zambrano exiliada es La tumba de Antígona (1967), escrita durante su exilio en el caserío francés de La Pièce. La pensadora elige el mito recreado dramáticamente por Sófocles para simbolizar el tránsito de los exiliados. Antígona, sacrificada a morir enterrada viva, abandonada por la familia, por la ciudad y los dioses representa la idea del exiliado, ese ser que camina sin saber adónde va.
María Zambrano ve en la guerra fratricida de Etéocles y Polinice la guerra civil española y en Antígona, a la España republicana. «La guerra civil como la paradigmática muerte de los dos hermanos, a manos uno de otro, tras de haber recibido la maldición del padre. (…) Y el tirano que cree sellar la herida multiplicándola por el oprobio y la muerte. El tirano que se cree señor de la muerte y que sólo dándola se siente existir». La tumba es así el lugar entre el cielo y la tierra, un lugar de tránsito como ese lugar sin tiempo que es el exilio.
En esos lugares de tránsito estarán sus días en La Habana con hermosas descripciones sobre esas ciudades que se aparecen, esas urbes que al principio parecen esquivas, huidizas, pero que terminan quedando dentro. Escribirá sobre La Habana: «Y en la inmensidad apareció, con la fragancia con que todo lo real debería de aparecer, naciente de la inmensidad marina, la ciudad de La Habana».
O sus días en París, donde vivirá con su hermana Araceli, acosada por la Gestapo, la agonía de Europa. Allí conocerá también a intelectuales como Malraux, Sartre, Simone de Beauvoir o Albert Camus.
José Lezama Lima le dedicaría un poema a esta María viajera. Será en Fragmentos a un imán: «María se nos ha hecho tan transparente / que la vemos al mismo tiempo / en Suiza, en Roma o en La Habana».
LOS GATOS DE LA PIAZZA DEL POPOLO
En la Piazza del Popolo vivió María con su hermana Araceli sus más hermosos años romanos. Ellas y treinta gatos, porque en el anecdotario de esta estancia romana siempre aparecen historias curiosas sobre aquellos gatos que las recibían en el portal, que maullaban toda la noche y que dejaban en la casa un intenso olor a leche.
Contaba Jaime Salinas que, tanto María como Araceli, enseñaban con ternura las marcas que les hacían los gatos en los brazos. Y Jorge Guillén, en otro texto evocador, relataba que en cierta ocasión en que estaba con María en el Café Rosati, en la misma Piazza del Popolo, ésta se levantó de pronto advirtiendo que volvería más tarde. Iba a dar de comer a sus insaciables gatos.
Parece que los gatos, un bestiario tan romano, fueron la causa no del todo aclarada, de que ambas hermanas fueran expulsadas de Roma.
Más allá de esta Roma gatuna de las Zambrano, hay otra Roma inquietante y misteriosa. «Llevo ya un año aquí en Roma que es muy fascinadora. Y también sobre esa fascinación quisiera un día meditar para que no me devore», confesó al escritor mexicano Alfonso Reyes en una carta.
En el desaparecido suplemento Culturas de Diario 16, la pensadora publicó algunos recuerdos romanos y la dificultad de aprehender la ciudad. «Sucede con Roma que parece estar enteramente abierta, enteramente visible y presente, que, nada más llegar a ella, Roma está ahí ya, como preparada para ser recorrida, para ser vista, para ser abrazada. Mas, cuando el viajero o el pasajero –o el peregrino, más bien– se detiene, comienza a darse cuenta de que Roma es hermética y secreta».
En la Roma de María Zambrano aparecen personajes como Elena Croce, Elsa Morante, Alberto Moravia o un viejo amigo, Ramón Gaya, quien recuerda el lugar preferido de la pensadora: «El lugar en el que he visto a María no más feliz, nimás triste, sino… más satisfecha, más completa fue en la Via Appia… a María le gustaba sobre todo llegar hasta un bajorrelieve muy deteriorado, muy dañado de una tumba romana».
Jaime Gil de Biedma, que visitó a la pensadora en su exilio romano, escribió un poema dedicado a esta María romana. Lo tituló Piazza del Popolo: «Cierro/ los ojos, pero los ojos/ del alma siguen abiertos/ hasta el dolor. Y me tapo/ los oídos y no puedo/ dejar de oír estas voces/ que me cantan aquí dentro».