Quitan la placa con el nombre del cura que condenó al anonimato a cientos de familias republicanas
Hay en San Román una calle que se llama Tomás Soto Pidal y cuya placa ha sido arrancada estos días.
Un acto que cobra más sentido cuando se profundiza en la biografía de este sacerdote y su papel en que cientos de familias cántabras no tuvieran un lugar donde llorar a los suyos en un cementerio, el de Ciriego, que debía ser de todos y que de la mano de esta figura se convirtió en una extensión más de la represión y la propaganda de una dictadura.
Tomás Soto Pidal fue nombrado en 1937, tras la ocupación franquista de Santander, como capellán y administrador del Cementerio Civil de Ciriego. Desde ese cargo tenía la responsabilidad del ‘Registro General de Finados’, donde debía inscribir los nombres de las personas allí enterradas. Sin embargo, entre 1937 y 1948, más de 836 personas fueron fusiladas junto a las tapias del cementerio.
Estamos hablando no sólo de militares republicanos, que defendían la legalidad vigente frente a un golpe de Estado militar, sino sindicalistas que defendían los derechos de los trabajadores –y que eran figuras con un amplio reconocimiento social en la época– , profesiones tan ‘peligrosas’ como maestros o gentes de la cultura, o mujeres que a su fusilamiento sumaron agresiones sexuales.
Al menos 778 de estas víctimas fueron inscritas por Soto Pidal como “desconocidos”, pese a que los piquetes de ejecución facilitaban listados nominales. Es decir: se podían haber enterrado con nombres y apellidos, de forma que sus familias tuvieran donde recordarles, y no fue así por una decisión personal suya.
La acción de Soto Pidal fue intencionada, según han documentado investigadores de la memoria como Antonio Ontañón Toca, presidente de honor de la asociación Héroes de la República y la Libertad, quien asegura que actuó por “órdenes políticas” con el objetivo de garantizar el olvido y el silencio en torno a las víctimas.
La Asociación Héroes de la República y la Libertad sostiene que esta ocultación supuso una doble victimización: primero al ser ejecutados, y después al ser borrados de la memoria oficial. Mociones de Izquierda Unida o Santander Sí Puede o referencias de colectivos como Desmemoriados han recordado en varias ocasiones este capítulo negro dentro de una historia negra.
En 2001, gracias a investigaciones como la de Ontañón recogidas en el libro Rescatados del olvido, se logró identificar a más de 827 víctimas, cuyos nombres fueron colocados en monolitos en un memorial dentro del cementerio, donde hoy se conmemora cada año el 14 de Abril. Tuvo que ser la labor de un ciudadano particular la que rescatara el nombre que les fue quitado por una institución religiosa.
LAS CALLES COMO INSTRUMENTO DE PROPAGANDA FRANQUISTA
El callejero, frente al argumentario oficial que reproducen quienes defienden la pervivencia de las calles franquistas, no tiene una función de repaso a la historia local (de ser así, el período franquista habría estado sobrerrepresentado, con unas cuarenta calles relacionadas, más que otros períodos históricos más largos). Las calles tienen una función de transmitir valores o ensalzar figuras que se considera relevantes o queridas: por eso, en cuanto fallecieron Alberto Pico, Vital Alsar o Eulalio Ferrer se pidió que tuvieran, como finalmente sucedió, una calle con su nombre. Por eso, nadie se imagina una calle a ETA -con el argumento de la historia, encajaría– y sí a sus víctimas.El empecinamiento en el argumento de que es un mero repaso histórico es, de por sí, contrario a la historia: las calles que ensalzan al franquismo se las puso el franquismo a sí mismo como forma de recordar a sus héroes, mártires y episodios significativos, es decir, era una extensión de la propaganda que hacían en todos los foros posibles, incluyendo colegios e iglesias, y medios de comunicación en unos tiempos en los que, recordemos, había censura y por tanto no había otros relatos más allá de los que autorizara el poder militar.
De modo que la calle a Tomás Soto (y el monumento en la parroquia de la Virgen del Mar) lo que hacen es ensalzar una figura a la que cuesta encontrar atributos positivos: no es, desde luego, alguien que trabajara por la reconciliación que se pregonaría y pregona después, ni que mostrara una mínima empatía con las víctimas de una Guerra ni con sus familias, sino que, en realidad, fue lo que fue: un colaborador necesario de la dictadura y el régimen franquista, de su política de exterminio del rival y de su memoria, con el agravante de hacerlo desde una institución, la Iglesia, que pregona valores como la ayuda, el servicio o el perdón.
Y es un ejemplo de que, como ha documentado en su libro La Vorágine, Santander sigue teniendo muchas calles franquistas pese a la primera retirada de una quincena (entre ellas personajes como el militar Dávila, que comandó las tropas que invadieron Santander, o Camilo Alonso Vega, que coordinaba los campos de concentración contra presos políticos), que sólo se ejecutó por el mandato legal de la Fiscalía, es decir, por el recordatorio al Ayuntamiento de que no estaba cumpliendo la Ley. Y cuya ejecución va despacio, de forma que es muy posible que lleguemos al mes de julio, en el que se produjo el golpe de Estado, con perfiles que lo glorificaron y contribuyeron a la represión posterior –durante décadas– mirándonos desde sus placas y diciéndonos que lo que hicieron tiene que servirnos de ejemplo.