Cipriano Martos y los crímenes del franquismo: asignatura (judicial) pendiente.

El caso de Cipriano Martos constituye uno de los episodios paradigmáticos de la brutalidad represiva con la que el franquismo afrontó el incremento de la contestación que se produjo desde mediados de los años sesenta.

Cipriano Martos en 1971
Cipriano Martos en una fotografía de 1971, dos años antes de su muerte.
Pau Casanellas / 15 oct 2023 06:00
Se cumplieron recientemente sin que el acontecimiento despertara demasiado interés: 50 años de la muerte de Cipriano Martos Jiménez. El suceso lo detalla una nota informativa de la Jefatura Superior de Policía de Barcelona redactada pocas semanas después de su asesinato, y que hasta hace pocos años acumulaba polvo en los archivos. El relato del documento empieza a finales de agosto de 1973, cuando el Servicio de Investigación de la Guardia Civil consigue identificar a uno de los participantes en una siembra de propaganda del Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP) en Igualada (Barcelona). En los días posteriores, varios militantes de la organización radicados en Reus, de donde procedía la pequeña célula encargada de aquella acción, serían detenidos.

Por primera vez, una víctima de torturas, Julio Pacheco Yepes, ha podido declarar en sede judicial

Un caso ejemplar

El caso de Cipriano Martos resulta ejemplar desde varios puntos de vista. Ante todo, constituye uno de los episodios paradigmáticos de la brutalidad represiva con la que el franquismo afrontó el incremento de la contestación que se produjo desde mediados y finales de los años sesenta. Las consecuencias fueron palpables: un centenar de personas fallecidas a causa de la alguna forma u otra de represión estatal entre 1967, año que señala un punto de inflexión en el incremento de la violencia institucional, y junio de 1977, fecha de celebración de las primeras elecciones pluripartidistas desde las de febrero de 1936.

Se oye decir, en ocasiones, que las huellas documentales sobre la represión franquista fueron borradas por completo. No es cierto.

Pero esta cifra es sólo el componente más llamativo, más dramático, de una realidad mucho más amplia: la de la multitud de caras que tomó la represión. Otra de sus aristas más dolorosas fue la de la tortura. Los estragos que causó, aunque difíciles de cuantificar y hasta el momento poco estudiados, fueron terroríficos. La huella que dejó en los millares de militantes que la sufrieron fue amarga y, a menudo, de muy larga duración. En su práctica, como en general en el ejercicio de la represión y el control social, fueron esenciales no sólo la Brigada de Investigación Social, sino también, como nos demuestra el caso de Cipriano Martos, la Guardia Civil. Incluso agentes de la Policía Armada participaron a veces en sesiones de tortura.

Ello nos remite al carácter de policía política que el franquismo dio a sus cuerpos policiales. A pesar de que el imaginario colectivo tiende a asociar esta dimensión únicamente a la Brigada de Investigación Social (la llamada político-social), también los demás organismos policiales de la dictadura cumplieron funciones de este tipo. Para muestra, un botón documental especialmente significativo. Todavía en los años 60, las normas de organización y funcionamiento del Servicio de Investigación de la Guardia Civil, al que todos los agentes del cuerpo estaban llamados a aportar informaciones, establecían que se debían confeccionar ficheros político-sociales personales “tratando de conseguir que en los mismos figuren todos los domiciliados en la demarcación y, como mínimo, aquellos individuos que tengan antecedentes […] y todos aquellos que, por sus cargos, forma de vivir u otras circunstancias, así se juzgue conveniente”.

Éste y otros documentos del mismo período nos hablan asimismo del indispensable papel de colaboradores (voluntarios) y confidentes (interesados), así como de la creciente utilización de policías infiltrados. Y hay rastros documentales, en fin, que atestiguan la participación en tareas de vigilancia y control de una tupida red de “elementos auxiliares”, integrada por policías municipales, porteros, vigilantes nocturnos, guardas forestales, trabajadores de la red de ferrocarriles… Como presumiblemente ocurrió en la caída del núcleo de militantes del FRAP en Reus, los ojos y los oídos de estos “chivatos” fueron imprescindibles para engrasar la maquinaria represiva del régimen.

No fue posible durante el franquismo esclarecer los hechos; tampoco lo ha sido, por ahora, en democracia parlamentaria

Se oye decir, en ocasiones, que las huellas documentales sobre la represión franquista fueron borradas por completo. No es cierto. Rodolfo Martín Villa, ministro de la Gobernación en el último gobierno de la monarquía y de Interior en los primeros de la UCD, pretendió que la documentación relacionada con la persecución política de la oposición fuese eliminada, pero las destrucciones que se hicieron no fueron completas. Era difícil que así fuera, teniendo en cuenta el volumen y dispersión de aquellos documentos. A día de hoy, son ya bastantes los estudios que han desvelado importantes aspectos del funcionamiento represivo y de control del franquismo gracias a valiosas series documentales conservadas en archivos históricos. Todavía otra vía de acceso a este tipo de información son las causas judiciales, donde permanecen numerosas trazas de los quehaceres policiales. Ésta es, precisamente, una de las principales fuentes de las que se valió el periodista Roger Mateos para su libro Caso Cipriano Martos. Vida y muerte de un militante antifranquista (Anagrama, 2018).

Una de las cosas que señala el libro es la ocultación de la verdad y la impunidad que cubrió la muerte de Cipriano Martos tras su paso por las dependencias de la Guardia Civil, otro aspecto más en el que el caso ha sido —tristemente— ejemplar. No fue posible durante el franquismo esclarecer los hechos; tampoco lo ha sido, por ahora, en democracia parlamentaria. Parece, sin embargo, que por fin algo va a cambiar, gracias a las posibilidades abiertas por la aprobación, en octubre del año pasado, de la Ley 20/2022, de Memoria Democrática.

Punto de inflexión en el abordaje judicial del franquismo

Casi simultáneamente al aniversario del (presunto) asesinato de Cipriano Martos, en los últimos días han trascendido dos noticias que marcan un cambio de rumbo en el abordaje judicial de las vulneraciones de derechos humanos cometidas durante el franquismo. Por un lado, por primera vez, una víctima de torturas, Julio Pacheco Yepes, ha podido declarar en sede judicial. La citación se produce después de que un juzgado de instrucción de Madrid aceptara tramitar, el pasado mes de mayo, su querella contra varios policías por el trato recibido en la Dirección General de Seguridad durante su detención, en agosto de 1975. Por otro lado, la fiscal de sala de Derechos Humanos y Memoria Democrática, Dolores Delgado, se ha pronunciado a favor de la admisión a trámite de la querella presentada por Carles Vallejo Calderón por las torturas sufridas en diciembre de 1970 durante su larga detención (20 días) en la comisaría de Via Laietana 43. Con ello, Delgado rectifica el criterio fijado previamente por la Fiscalía de Barcelona —que en junio se había pronunciado contra la admisión a trámite de la querella— y el suyo propio.

Aunque no muy presente en los medios de comunicación, existe un debate jurídico sobre el alcance de la vía penal establecida por la Ley de Memoria Democrática

Ambas noticias revisten gran importancia. Lo que hasta ahora se había tenido que intentar en los tribunales argentinos (a través del principio de justicia universal), podrá llevarse a cabo sin necesidad de cruzar el charco: las vulneraciones de derechos humanos cometidas desde la instauración del régimen franquista y hasta la entrada en vigor de la Constitución de 1978 podrán ser investigadas por los juzgados españoles. Se cumple así con lo estipulado por la Ley de Memoria Democrática, en la que se sustentan las recientes decisiones judiciales. El posicionamiento de la Fiscalía de Sala de Derechos Humanos y Memoria Democrática, instaurada por la referida Ley 20/2022, ha tardado más de lo esperable, pero parece ahora inequívoco. Así lo indica no sólo su pronunciamiento sobre el caso de Carles Vallejo, sino también su participación en la toma de declaración de Julio Pacheco.

Aunque no muy presente en los medios de comunicación, existe un debate jurídico sobre el alcance de la vía penal establecida por la Ley de Memoria Democrática. Ésta entreabrió la puerta a la justicia punitiva, al apuntar (art. 2.3) que toda la legislación española, incluida la Ley 46/1977, de Amnistía, debe aplicarse de conformidad con el derecho internacional humanitario, “según el cual los crímenes de guerra, de lesa humanidad, genocidio y tortura tienen la condición de imprescriptibles y no amnistiables”. No lo entiende así el Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas. En su último informe periódico sobre España, del mes de julio, este organismo celebraba la aprobación de la Ley 20/2022, pero al mismo tiempo lamentaba que ésta no hubiese eliminado los obstáculos a la investigación de la tortura o de las desapariciones forzadas, al no haber derogado explícitamente la Ley de Amnistía. Sea como sea, de lo que no puede haber duda es de que la Ley de Memoria Democrática debe, como mínimo, impulsar la investigación en sede judicial de estos hechos (art. 29.1).

Verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición

A fuerza de repetirla, la letanía pagana de la memoria colectiva va impregnando el debate público: verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición. El actual contexto permite avanzar de forma significativa en estos principios. Judicializar los crímenes del franquismo no sólo significa impartir justicia, sea ésta punitiva o restaurativa; significa también una oportunidad para esclarecer los hechos, para establecer una verdad judicial que refuerce el conocimiento histórico acumulado tras años de investigaciones y para contribuir a paliar el dolor que ha acompañado a las víctimas y sus seres queridos durante demasiado tiempo.

Significa, volviendo al principio de estas líneas, poder hablar por fin de los guardias civiles que detuvieron, torturaron y mataron a Cipriano Martos —de quienes, gracias a la documentación que no fue destruida, conocemos nombres y apellidos— como asesinos, sin ningún presunto entre paréntesis.

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