Destacamento penal de Bustarviejo, la historia que no sale en los libros.

La asociación Los Barracones organiza visitas guiadas a este enclave histórico de la Sierra Norte de Madrid.

Ver fotos: escapadas a menos de dos horas en coche de Madrid

Cuando, en 2007, entró un gobierno de izquierdas (primero desde la Segunda República) en el ayuntamiento de Bustarviejo (bucólico pueblo de la Sierra Norte de Madrid), varios vecinos crearon dicha agrupación con el objetivo de rehabilitar el destacamento penal que hay en sus afueras. Gracias a su esfuerzo y a una pequeña subvención de 120.000 euros, reformaron su parte delantera y, desde hace unos siete años, comenzaron a realizar estas pequeñas rutas de unas dos horas de duración.

UN POCO DE HISTORIA

Desde entonces han pasado unas 8.000 personas, y según asegura José Carlos, “cada vez vienen más”. El día que hemos ido nosotros hay unas 80 (de todas las edades), lo que obliga a dividirnos en tres grupos. El nuestro estará guiado por Pedro Juárez, otro miembro de la asociación. Conoce bien su historia: su bisabuelo era el alcalde de Bustarviejo cuando el penal estuvo en funcionamiento (de 1944 a 1952), y su padre (un niño por aquel entonces) le llevaba todos los días la comida a su tío, uno de los empleados como mano de obra especializada en la construcción de la vía de ferrocarril que uniría Madrid con Burgos.

Pero la mayoría de las personas (todo hombres) que trabajaron en esta obra (que llevaba inacabada desde los años 20) fueron reclusos republicanos (también comunes, en menor medida). Al acabar la Guerra Civil Española había medio millón metidos en campos de concentración improvisados, donde las condiciones de vida eran inhumanas (algo insostenible, incluso para aquel régimen dispuesto a ensañarse con los perdedores).

Tampoco cabían en las cárceles, así que se terminaron haciendo destacamentos penales donde los presos políticos harían trabajos forzados (el Valle de los Caídos es el ejemplo más recordado, pero no el único) a cambio de una reducción de pena (por cada día en el destacamento se les rebajaría otro más de su condena, algo que, dotándolo de un carácter religioso, se denominó como “redención de penas por el trabajo”). A lo largo de la vía Madrid-Burgos se levantaron hasta nueve de ellos.

Pedro nos explica que “hubo una represión brutal, por el solo hecho de ser republicanos. Los que estuvieron aquí tuvieron la posibilidad de subsistir, pero como bestias”. El hecho de haber sido convocados en la antigua estación de tren de Bustarviejo no es casual.

La ruta discurre por la vía de tren (actualmente en desuso) para ir viendo el tipo de trabajo al que se enfrentaron. Como la propia estación o el viaducto (habremos pasado por debajo para llegar al pueblo), hecho sin medidas de seguridad: se les ataba para trabajar bocabajo a “un cable con una polea, y ahí se subían”. O el túnel que vamos a atravesar: “No había maquinaria pesada, se hacían con pólvora, dinamita, pico y pala”. Veremos muescas de los barrenos, barras llenas de pólvora que se clavaban a martillazos en la roca.

Al salir del túnel llegamos a la Dehesa Boyal de Bustarviejo, donde se encuentra el destacamento penal. Es el mejor conservado y el único visitable de España, gracias precisamente al aprovechamiento ganadero que siempre tuvo su emplazamiento: sus barracones fueron utilizados todos estos años para meter al ganado, asegurando así un mínimo mantenimiento. “Tuvimos que quitar un metro de estiércol”, asegura el guía.

Choca la bonita estampa en la que nos hallamos (rodeados de las características cumbres graníticas de esta sierra y la dulce fragancia de las jaras) con lo que estamos a punto de ver. Empezando por las garitas de vigilancia, que llaman la atención por mirar hacia afuera en vez de al interior del penal. La razón: los maquis, la resistencia republicana que se quedó escondida en el monte (incluida la Peña Ladrón que tenemos de frente) “con la esperanza de que las cosas pudieran cambiar”.

De los de dentro no se tenían que preocupar, puesto que la mayoría tenía a sus familias viviendo dentro del propio destacamento (en caso de fuga, lo pagarían sus parientes). Estas familias se asentaban en las chabolas de piedra que había alrededor del penal, construcciones de apenas dos por dos metros (no se cabía de pie dentro) que obligaban a cocinar (a menudo vísceras, los deshechos del matadero local) en la lumbre de fuera.

“Es muy difícil que alguien te cuente algo de los que vivieron aquí, fue una máquina de destrucción de la memoria”, nos señala Pedro. Al principio los presos ni siquiera podían entrar a ellas, pero tras un amago de huelga (dejarían de trabajar si no se atendían sus peticiones), consiguieron su objetivo. “A partir de entonces nunca se nos dijo nada por utilizar estas chabolas a nuestro antojo”, asegura en sus memorias Baldomero Izquierdo Nieto, uno de los presos.

Condiciones muy distintas a las que tenían en sus casas (resguardadas, con suelo, ventanas y tejado) el capataz de obra (empleado especializado) o el teniente (única persona fija del destacamento de guardia). De este último se dice que tenía muy malas pulgas, hasta tal punto que, cuando uno de los presos fue aplastado por una piedra mientras trabajaba, comentó al respecto: “Buenos cueros para mi látigo”. Una mañana se levantó, fue hasta la vía y se pegó un tiro en la sien (la conciencia no perdona).

Veremos también el sitio donde los presos partían lonchas de piedra con cuñas de madera, el establo para el ganado, el lavadero donde tenían que romper literalmente el hielo antes de meter las manos con la ropa (estamos en uno de los pueblos más altos y fríos de Madrid, solían caer nevadas de hasta un metro en aquella época) o la casa sin ventanas que se usaba como celda de castigo.

Pero lo más interesante de la visita queda para el final: el penal propiamente dicho. De forma rectangular, tras pasar por la entrada principal al patio interior, allí donde les hacían cantar Cara al sol, tendremos a nuestra derecha las dependencias (actualmente diáfanas) dedicadas al economato (los presos recibían una mísera prestación por su trabajo que podían gastarse allí), la enfermería y las cocinas. De frente llegamos a los barracones donde dormían apilados (llegaron a ser 200), primero en el suelo y finalmente en literas de dos alturas, con repisas para sus pertenencias y unas pequeñas ventanas por encima de la vista, “para que no se te olvide que estás preso”.

La habitación de las letrinas atestigua las condiciones insanas en las que allí vivían, con huellas marcadas en el suelo para hacer aguas mayores de forma apilada, o una ducha con agua directa del deshielo. Al frío, los trabajos forzados, la mala alimentación, el poco descanso y la insalubridad de las instalaciones se sumaban plagas y chinches.

Tras torcer a la izquierda veremos el tercer y último barracón, lleno de las camas que se pusieron allí para el rodaje de La reina de España (la secuela que Fernando Trueba grabó de La niña de tus ojos en 2016). A su lado, una pequeña colección de fotos muestra a los presos en plena faena o junto a sus familias.

Salimos brevemente a la calle para finalizar la visita en la parte frontal del penal, aquella que consiguieron reformar con la subvención y que actualmente acoge una exposición dedicada a todos los destacamentos penales que hubo a lo largo de la vía férrea.

En la última estancia, otra exposición muestra objetos de la época como periódicos, zapatos infantiles o latas de conserva. Allí podremos hacernos también con las postales, DVDs y libros que la asociación ha editado para sufragar sus gastos (las visitas son gratuitas, pero podemos aportar la voluntad). También organizan otras actividades como conciertos estivales o jornadas de memoria histórica.

“Intento hacerlo lo más objetivo posible, pero tiene una carga ideológica importante”, confiesa Pedro, quien apunta demás que han sufrido vandalismo: “Pintadas, nos rompieron la placa…”. Rememorando los disparos que recibieron las esculturas del Mirador del silencio, estos actos han culminado su obra.