Federico Fernández Ackermann fue uno de los guerrilleros del DRIL que secuestró el transatlántico Santa María con el objetivo de derrocar las dictaduras de Franco y Salazar. Hijo del comandante Sotomayor, abandonó la lucha, retrató al Frente Sandinista y obtuvo el Premio Nacional de Fotografía de Venezuela. Xurxo Martiz rescata su figura y su obra gráfica
Federico Fernández Ackermann (Ville d’Eu, 1939 – Caracas, 2014) se redimió de su desenfreno juvenil embarcándose en una de las misiones más utópicas de la resistencia antifranquista, el secuestro del transatlántico Santa María. El objetivo del Directorio Revolucionario Ibérico de Liberación (DRIL) era asaltar en 1961 el paquebote en el Caribe, sublevar las colonias africanas y derrocar las dictaduras de Salazar y Franco.
Su padre, José Fernández Vázquez, había sido teniente de navío de la Marina de Guerra de la República. Exmilitante del PCE y apodado comandante Sotomayor, financió el plan y formó parte, junto al maestro Pepe Velo y al militar Henrique Galvão, del triunvirato que urdió la Operación Dulcinea. Él fue el líder operativo, pues era el único que sabía pilotar un barco, mientras que el gallego ejerció de ideólogo y el portugués, de rostro político.
Sotomayor, nacido en 1904 en A Pobra do Caramiñal, se exilió en París, donde se casó con la alemana Margarita Ackermann, con quien tuvo a Enrique y a Federico. Atrás quedaba un pasado como guerrillero en la sierra de Barbanza, además de su primera mujer y varios hijos. Con los años, aseguraría que fue agregado en la embajada republicana hasta la victoria de Franco, que formó parte de la resistencia francesa y que estuvo preso en un campo de concentración nazi.
Entre medias, Margarita había dejado a Federico con sus abuelos en Freiburg y no lo recuperaría hasta casi cinco años después, cuando la Alemania nazi fue derrotada. Mientras, su marido se acoge en 1948 a los planes de emigración del presidente Rómulo Gallegos y emigra a Venezuela, donde trabaja como electricista en La Guaira, Puerto Cabello y Caracas. Un par de años más tarde, ella y sus hijos se reúnen con él, aunque pronto se separarían.
Su padre le concede otra oportunidad y le da trabajo como instalador de radiofaros de aviación por todo el país, si bien es despedido por su informalidad. Es entonces cuando Sotomayor, quien en 1959 había participado en la fundación del DRIL junto a Pepe Velo y otros exiliados antifascistas españoles y portugueses, le da un ultimátum a su hijo, como refleja Martiz en su libro.
“Escucha, Federico, he dedicado demasiados esfuerzos para hacerte un hombre útil, pero pareces destinado a no servir para nada. Queda una oportunidad, por mi parte la última que se me ocurre ofrecerte: si quieres puedes participar en una acción contra Franco. Estamos a punto de apoderarnos de un barco, ir a África, crear un grupo guerrillero en Angola, colaborar en la liberación de las colonias portuguesas, derrocar a Salazar… invadir España“.
Las palabras calan en su hijo, uno de los veinticuatro hombres del comando que asaltó el Santa María, que cubría la ruta Vigo-Lisboa-Madeira-Tenerife-La Guaira-Curaçao-San Juan de Puerto Rico-Miami. Aprovechando la escala en la ciudad venezolana, se suben al transatlántico —con más de seiscientos pasajeros y 350 tripulantes— y Federico se encarga de cortar las transmisiones por radio, aunque descarga su revólver contra alguien que huye hacia la proa.
El secuestro del mercante Anzoátegui
Henrique Galvão, Pepe Velo y José Fernández Vázquez, comandante Sotomayor, aceptan el asilo político que le concede el presidente brasileño Jânio Quadros y la frustrada Operación Dulcinea supone el inicio de la decadencia del DRIL. Sin embargo, Federico no cejará en su empeño revolucionario y, de la mano de Paúl del Río —secuestrador del futbolista Alfredo Di Stéfano—, se enrola en la guerrilla venezolana de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional.
Xurxo Martiz narra en O meu pai o exiliado. O seu fillo o fotógrafo una vida de película. “No había sido un joven politizado, pero además del Santa María en 1963 participó en el secuestro del buque mercante Anzoátegui [para denunciar la represión del gobierno de Rómulo Betancourt], aunque días después fue detenido en Brasil, si bien le concedieron el asilo. Después de la revolución cubana, estaba de moda ser guerrillero y en Venezuela, donde se alistaron hijos de exiliados republicanos, la guerrilla fue muy potente en los sesenta”, explica.
Federico, cuyo nombre de guerra era Carlos Hidalgo, fue adiestrado como guerrillero en Cuba. El objetivo, como expone Martiz en el libro, era convertir a aquellos jóvenes revolucionarios “en los vietnam que pedía el Che para Latinoamérica”. La ruta para llegar desde Río de Janeiro hasta La Habana es una odisea, con escalas en Montevideo, París y Praga. “Dio ese rodeo para ir de incógnito y no señalar al castrismo como financiador de la guerrilla y la insurrección”, justifica el investigador.
Su ingreso en la escuela guerrillera de San Antonio de los Altos (Venezuela) es precedido de otro singular viaje, con parada y fonda en Praga, Roma, Bogotá, Cúcuta y Caracas. “Era la única forma de borrar la trazabilidad y, de hecho, entró por tierra desde Colombia. El problema fue que su grupo estaba infiltrado por militares venezolanos y lo detuvieron. Al ser condenado en un juicio civil por bandolerismo y no por guerrillero, lo encerraron cinco años en la cárcel Modelo de Caracas junto a presos comunes”, añade Martiz.
De los venezolanos ricos al Frente Sandinista
Federico comienza a estudiar fotografía y recibe el encargo de ilustrar el catálogo del Museo de Arte Moderno de Mérida, escenario de su primera exposición, a la que siguen otras en la galería La Otra Banda. Rompe entonces con su segunda mujer e, instalado en la capital, se empapa de la técnica de artistas de renombre y trabaja como fotógrafo del Museo de Bellas Artes de Caracas, donde capta a la gente guapa y poderosa que frecuenta las inauguraciones.
“En esas fotos hay una crítica a la clase social dominante. Se fija en esa fauna que va a las exposiciones para ver y ser vista, aunque en la balanza, frente al platillo de los políticos y los adinerados, también sitúa a los camareros, quienes encarnan a la clase trabajadora”, afirma Martiz, consciente de que Federico ha sabido aprovechar su empleo en el museo para aprender de los maestros que cuelgan de sus paredes. Así, en 1995 obtiene el Premio Nacional de Fotografía.
Regreso a los orígenes paternos
El comandante Sotomayor había dejado atrás en 1936 una tierra, una mujer y varios hijos. Federico desandó sus pasos décadas después para visitar Galicia, donde le rindió homenaje y expuso su obra en varias ciudades. Allí conoció a sus hermanastros y, gracias a la intercesión de Martiz, cedió el material que atesoraba su padre y documentación del DRIL al Arquivo da Emigración del Consello da Cultura Galega. En su retina, el secuestro del Santa María, que solo pudo captar con sus ojos porque entonces no empuñaba una cámara, sino un revólver.
“Empezó a hacer fotos por casualidad y, como era un artista, descubrió un filón y se dedicó siempre a ello. Según la comisaria Erika Billeter, fue uno de los mejores de la historia de la fotografía iberoamericana”, afirma el investigador, quien subraya que tras salir de la cárcel y abandonar la guerrilla “evoluciona, como buen admirador de Cioran, hacia un nihilismo ácrata y se desvincula de la política”.
Además de sus fotografías artísticas y documentales, Federico recopiló las imágenes de su padre para rescatar su memoria en forma de collages, que ilustran las dos partes en las que se divide el libro editado por Xurxo Martiz O meu pai o exiliado. O seu fillo o fotógrafo. “Nunca tuve idea de que tantos años después de su nacimiento mostraría a otras personas esta síntesis biográfica”, escribía en Caracas una mañana de marzo de 1996.
Cuando Federico Fernández Ackermann falleció en 2014, Martiz escribió que se había ido “uno de esos hijos irreverentes que el exilio republicano donó al mundo, en cualquier parte, en cualquier sitio”. Su foto favorita era la de un guerrillero caído, porque no se sabe si está vivo o muerto. Como aquella sombra sobre la que descargó su cargador un enero de hace ahora sesenta años tras secuestrar un transatlántico rebautizado Santa Liberdade con el utópico objetivo de librar del yugo dictatorial a sus hermanos de España y Portugal.