Emilio Silva. Las uvas de la memoria

LAS UVAS DE LA MEMORIA

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Imaginemos nuestro pasado en blanco y negro, a finales de los años 60 o principios de los 70. Es 31 de diciembre, por la noche. Millones de personas miran la pantalla de un televisor en blanco y negro o escuchan una radio. Está a punto de terminar otro año sin que la dictadura haya caído. Las cámaras enfocan la torre del reloj de la Puerta del Sol. Las doce uvas esperan junto a millones de manos a ser devoradas como un sacrificio del año que comienza, como una despedida del año que se va.

La torre de ese reloj es como una corona sobre la Dirección General de Seguridad, el centro de detención y tortura del franquismo situado en el kilómetro cero, la mátrix de la dictadura, su hipotálamo. Allí durante años han sido detenidas, apaleadas, torturadas y en algunos casos asesinadas miles de personas opuestas a la dictadura, miles de defensores de la libertad. Para ellos el reloj es una tortura más, el goteo del tiempo sobre sus cabezas.

Llega el momento de las doce campanadas y en un país se cruzan miles de deseos. Si las cámaras de entonces hubieran despegado como drones, entrado al edificio, descendido a sus tenebrosos sótanos y se hubieran asomado a sus celdas hubiéramos descubierto rostros amoratados, pieles cubiertas con sangre seca, alegrías muertas para siempre, miedos recién nacidos e inmortales, dolor, otros más valientes aumentaron su deseo de derrocar al dictador.

Durante muchos años ese lugar se tragó millones de esperanzas, a golpe de porrazo, de cañón de pistola en la boca, de alguna que otra descarga eléctrica, de bolsa de plástico en la cabeza para no ver por dónde vienen los golpes, de quitar la bolsa para que te hundas viendo la cara de tu amigo destrozada a palos, reventada.

Quienes pasaron por aquel lugar querían libertad, esta libertad en la que incluso gobiernan quienes tienen otras ideas muy distintas a las suyas. Pero la democracia ha sido una larga nochevieja de uvas y matasuegras para la memoria de esas madres y esos padres de la democracia. El edificio donde se encuentra hoy la presidencia de la Comunidad de Madrid, el mismo que Joaquín Leguina ordenó remodelar para borrar cualquier huella de lo que fue, no muestra ningún motivo de recuerdo de todo ese dolor que supuso mantener la esperanza de regresara la democracia.

La derecha española tiene el hábito de esconder sus vergüenzas envueltas en víctimas que no justifican sus actos. Franco lo hizo con los asesinatos de Paracuellos, utilizada hasta la saciedad por el régimen y quienes lo heredaron, como si aquello justificara su guerra de reconquista. Lo ha hecho el Partido Popular con el terrorismo de ETA para fabricarse un pasado de lucha contra la libertad y poder decir “nosotros los demócratas” y lo hacen ahora que la actividad terrorista ha terminado con ciertos presos venezolanos.

En el edificio de la Puerta del Sol por el que pasaron tantos personas heroicas y anónimas nada las recuerda, las reconoce, les agradece los deseos de millones de ciudadanos que masticaban las uvas pensando en el final de la dictadura, ese acto de fe de cuatro décadas que arrasó con tantas cosas hermosas.

En repetidas ocasiones se le ha solicitado a la Comunidad de Madrid la colocación de un placa en la fachada de ese edificio del kilómetro cero de nuestra recuperación de la democracia. Con diversos argumentos se ha dicho que nunca era el momento. Pero hace unas semanas, en su balconada, se descolgaron dos grandes vinilos de un preso, de Venezuela claro, Leopoldo López. Es una vergüenza, un desprecio a tanto sufrimiento que ha costado forjar el cristal de las urnas donde entran los votos que hoy les dan mayorías a esta derecha de tan bajo perfil democrático y poco respeto a los derechos humanos.