Mi padre tenía diez años cuando un grupo de pistoleros de Falange lo convirtió en huérfano. Mi abuelo fue detenido unas horas ilegalmente, como Miguel Ángel Blanco, y fue asesinado como el concejal popular con dos tiros en la cabeza. Pero el cerco y el terror a mi familia no fue considerado suficiente por sus asesinos: escondieron su cadáver y a mi abuela le quitaron todos sus bienes. Querían multiplicar su dolor añadiendo miseria e incertidumbre al inicio de una vida de viuda de rojo en la que tuvo que sacar a seis hijos adelante, gobernada localmente por sus asesinos y en el Estado por los jefes de sus asesinos. Un país gobernado por asesinos.
Pocos días después del asesinato de mi abuelo, mi padre tuvo que dejar el colegio. Se despidió un día de su clase y no volvió a sentarse en un pupitre escolar nunca más. Con su primera década de vida recién cumplida, tuvo que trabajar en lo que fuera para llevar un trozo de pan a su casa.
El pasado 21 de diciembre, el presidente del Gobierno anunció que se creará en Madrid un Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo y aseguró que se trata “del firme compromiso del Gobierno, y de todas las instituciones del Estado, para reforzar el conocimiento sobre los estragos provocados por el terrorismo”. Y añadió que el Gobierno trabaja para “saldar la deuda de memoria y reconocimiento que tenemos con las víctimas del terrorismo, de todos los terrorismos que ha sufrido nuestro país a lo largo de décadas”.
No encuentro nada en la definición de terrorismo que impida asignar a esta a los grupos de pistoleros de Falange que, con una terrible violencia, se lanzaron a asesinar y a hacer desaparecer a miles de civiles a partir del 18 de julio de 1936
En la definición de un diccionario que construye significados como resultado de determinadas relaciones de poder no encuentro nada que impida asignar a la definición de terrorismo a los grupos de pistoleros de Falange que, con una terrible violencia, se lanzaron a asesinar y a hacer desaparecer a miles de civiles a partir del 18 de julio de 1936, o a la policía franquista, que durante décadas utilizó la violencia con fines políticos. Entonces, ¿por qué el Estado democrático, ante un fenómeno con esa definición, aparta al fascismo español de esa definición?
El Estado democrático es un ejecutor de intereses que responde con mayor facilidad a las demandas de las élites, quienes a través de los medios de comunicación, de la enseñanza y de su interacción con ciertos núcleos de poder político, cuentan con un bolígrafo capaz de escribir renglones en el Boletín Oficial del Estado.
El mismo tratamiento impune del que han disfrutado los franquistas sirve para las reparaciones que el Estado ha dado a unas víctimas y a otras no, ya que no las considera como tales porque no garantiza sus derechos. Las víctimas del terrorismo de ETA o del islamismo han visto actuar a la policía, a los jueces; han visto a los victimarios en la cárcel y han recibido indemnizaciones, reparaciones económicas, simbólicas y numerosas prestaciones sociales. Las víctimas del franquismo han muerto por decenas de miles, ignoradas, ocultas para los poderes del Estado durante décadas. Jamás han visto un juicio contra un victimario, ni una cárcel donde haya un solo verdugo franquista cumpliendo condena. Y en el caso de los desaparecidos civiles, asesinados por pistoleros terroristas de Falange, ni un solo céntimo de indemnización.
Cuando Pedro Sánchez anuncia la creación en Madrid de un Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo es fácil preguntarse, ¿para cuándo un centro memorial de las víctimas del franquismo? ¿Cómo se justifica que haya víctimas de la violencia que merezcan un centro de la memoria y otras que no? ¿Por qué al Estado le duelen unas víctimas más que otras? ¿Por qué considera que es más importante dar a conocer la violencia que sufrieron las víctimas de los grupos terroristas que la que sufrieron las víctimas de la dictadura franquista?
Cuando veo al Gobierno anunciar un nuevo centro de memoria para las víctimas del terrorismo pienso que todavía existe un apartheid en las políticas de memoria del Estado. Con el regreso de la democracia, mi abuela, Modesta Santín, pudo cobrar una pensión de viuda que el franquismo le robó durante décadas, pero murió en 1997 y jamás recibió una mínima reparación por el daño sufrido.
Si el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial denuncian la agresión que supone para una víctima del terrorismo ver cómo se celebra el fin de la condena de los responsables de un atentado, ¿qué sufrimiento genera para las víctimas del franquismo haber visto a los asesinos en libertad, premiados por la dictadura franquista y respetados e impunes por los gobiernos de la democracia? Y aún hoy siguen festejando a los asesinos en algunos cuarteles con absoluta impunidad.
La declaración que supone sustentar desde el Estado el dolor de las víctimas del terrorismo por encima del dolor de las víctimas de la dictadura atenta contra la universalidad de los derechos humanos. Son derechos y son humanos, y por eso su garantía no puede depender del discurso político de quien causa el daño. La discriminación humilla a las víctimas del franquismo y las deshumaniza. Los gobiernos españoles actúan si la existencia de quienes padecieron la violencia fascista no fuera merecedora de verdad, ni de justicia, ni de reparación, ni de espacios de memoria y justicia donde se condene a quienes causaron su sufrimiento. Naciones Unidas lo ha recriminado y las víctimas llevan años luchando contra el fin de este apartheid. Esa especie de supremacismo que el Estado aplica al trato a las víctimas del terrorismo sobre las del franquismo debe terminar.