FUGA DE LA PRISIÓN DE VILLA CISNEROS (SÁHARA), 151 REPÚBLICANOS CONSIGUIERON EVADIRSE.

Desde el mismo momento en que Franco partía hacia África, la represión en el archipiélago canario no solo fue especialmente sangrienta, sino especialmente silenciosa, puesto que el mar engullía los cadáveres sin que nadie tuviera que molestarse en cavar comprometidas fosas que medio siglo más tarde pudieran servir para acusar a los rebeldes fascistas de crímenes contra la humanidad. Por lo general, muy cerca de la orilla la costa caía verticalmente hasta los quinientos metros, y allí iban a parar, dentro de un saco y junto a una pesada piedra, todos aquellos que no estaban de acuerdo en que España siempre había pertenecido a unos pocos.
La clase dominante no desaprovecharía la oportunidad que le brindaba el golpe militar para desencadenar una actividad represiva que se cobra, según los últimos cálculos, más de dos mil vidas y afecta, de una manera directa o indirecta, a muchas miles más.
En la media noche del 13 al 14 de marzo de 1937, 23 presos políticos canarios en connivencia con parte de la guarnición de Villa Cisneros se hicieron con el control de aquel fuerte levantado en plena península de Río de Oro, en el Sáhara Occidental, poniendo en cuestión la solidez de uno de los pilares del aparato militar sublevado: el ejército español en África.
Aquellos hombres habían sido detenidos casi desde el inicio del golpe militar y deportados inmediatamente a territorio saharaui, donde arribarían el 23 de agosto de 1936. El ejército franquista en Canarias puso un énfasis especial en desactivar cualquier posible resistencia en una región que debía servir como tranquila retaguardia para las tropas desplegadas en territorio peninsular, por lo que se optó por detener y alejar de las islas a todos aquellos que se habían destacado durante el periodo republicano por su actividad sindical o política en partidos de izquierda.
Y, con esa finalidad, varias decenas de los más destacados hombres de los grupos izquierdistas en las islas serían trasladados a Villa Cisneros, donde su capacidad para causar problemas parecía anulada.
Allí, prácticamente incomunicados con el exterior, con escasas noticias de cuanto acontecía en la guerra, los deportados canarios, mal alimentados y con un suministro limitado de agua, solían gastar sus días empleados en trabajos forzados en los alrededores del fuerte, mientras aguardaban su suerte definitiva.
Y es que poco a poco las nuevas autoridades franquistas en Canarias fueron reclamando a algunos de los deportados -hasta un total de 14- para hacerles responder ante jurados militares por sus presuntos crímenes. Quienes permanecían en Villa Cisneros no tardarían en recibir la lúgubre noticia de que varios de quienes habían sido hasta entonces sus compañeros de destierro habían resultado ejecutados.
Los oficiales al mando de la plaza habían mantenido desde un primer momento un fuerte empeño en limitar los contactos entre los deportados y los soldados del fuerte, en su mayoría militares de reemplazo provenientes de Canarias cuyas simpatías hacia los golpistas parecían, en muchos casos, más que dudosas.
De hecho, los presos políticos habían sido alojados desde su llegada en jaimas -las tiendas de campaña propias de los nómadas bereberes- ubicadas en el exterior del fuerte y su custodia había sido encargada a la Sección Nómada de Río de Oro, compuesta por soldados saharauis. Pero una serie de incidentes en la frontera con los territorios franceses provoca que estas fuerzas sean enviadas hacia allí el 22 de febrero, dejando a los deportados canarios bajo la vigilancia de los soldados del fuerte.
Ya entonces y pese a sus limitados contactos, algunos miembros de la guarnición de Villa Cisneros habían dejado entrever a los presos sus simpatías a través de gestos disimulados como puños en alto al cruzarse. Cuando las circunstancias facilitaron una relación más fluida, la sintonía entre ambos grupos quedó de manifiesto y, en ese entorno, los planes para la fuga encontraron terreno abonado.
Solo unos pocos entre los presos y algunos militares serían los encargados de planear la evasión, teniendo en cuenta todos los detalles para que la fuga no concluyera en fracaso.
La llegada a Villa Cisneros del vapor Viera y Clavijo, encargado de traer suministros al fuerte, en la madrugada del 14 de marzo hacía de este el momento ideal para poner en marcha la operación, ya que se presentaba como la única vía de escape desde aquella región. Dos horas antes de la llegada del barco habían empezado los movimientos.
Los soldados al tanto del plan procedieron entonces a desarmar a sus compañeros no informados del mismo, aunque poco después la gran mayoría de estos se uniría al operativo. A medida que crece el número de los comprometidos se procede a cumplir el resto de los objetivos del plan: apoderarse de las armas del fuerte, detener a los oficiales e inutilizar la radio para evitar cualquier llamada de alerta.
Todo sale según lo previsto, aunque la resistencia del alférez Francisco Malo Esteban, que ostentaban en aquel momento la comandancia del destacamento, provoca un intercambio de disparos en el que resulta muerto el propio Malo Esteban y el soldado Virgilio Munuera, que se había unido al plan de fuga.
Hacia las cinco y media de la mañana, una vez controlado el fuerte, un grupo de evadidos se dirige hacia el Viera y Clavijo. En una rápida operación toman el control del barco y logran también el apoyo de gran parte de la tripulación.
En torno al mediodía del 14 de marzo, una vez embarcados el resto de amotinados, el pequeño vapor zarpa con 189 hombres a bordo (de los que 151 llevarían la fuga hasta las últimas consecuencias) rumbo a Dakar, la capital de la colonia francesa de Senegal. Ante el temor a ser delatados y perseguidos por las fuerzas franquistas más próximas, el barco navega alejado de las rutas marítimas habituales en la zona, con las luces apagadas y a toda máquina, sin descanso; las ametralladoras se mantienen en todo momento apuntando al cielo, pendientes de un posible ataque aéreo.
Pero los hombres que habían quedado retenidos en el fuerte no encuentran forma de transmitir lo sucedido hasta las diez y media de la noche del 14 de marzo y ya entonces parecía inviable dar caza a los fugados. El 17 de marzo, después de tres días de navegación, el Viera y Clavijo hacía su entrada en el puerto de Dakar con una improvisada bandera republicana, fabricada con el vestido de una de las pasajeras, izada en su mástil.
La gesta de aquellos hombres sería aireada por la prensa republicana, tan necesitada por entonces de victorias, tanto en España como a nivel internacional, a través de la la republicana Agence Espagne, tratando a sus protagonistas como héroes de la República y ejemplo de luchadores antifranquistas.
Para la gran mayoría de aquellos hombres, la llegada a Dakar suponía solo una escala en su propósito de pasar a territorio republicano para unirse a la lucha contra los militares sublevados. A finales de abril empieza el traslado de estos hombres en barcos franceses hacia Marsella, desde donde posteriormente entrarán en España a través de Cataluña.
Los jerarcas franquistas, inquietos y molestos por la fuga, decidieron castigarla con una operación represiva sobre las familias y los bienes de los amotinados, al mismo tiempo que se intensificaba la represión política en el Archipiélago, con numerosas desapariciones de presos políticos en las semanas posteriores a la evasión.
Las penalidades no habían hecho más que comenzar para aquellos hombres, tras la derrota del bando republicano en marzo de 1939, a aquello seguiría para muchos un periodo de penar en el exilio, donde varios de ellos se encontraron recluidos en distintos campos de concentración donde revivieron, ahora con mayor crudeza aún, sus meses de confinamiento en las arenas del Sáhara.
No serían estos los más desafortunados, sin embargo. Además de los fallecidos durante la guerra, varias decenas de evadidos cayeron en poder de las autoridades franquistas que aún no habían saciado sus ansias de castigar lo sucedido en Villa Cisneros.
A los huidos del fuerte sahariano a los que pudieron dar caza, fueron condenados a penas de prisión de hasta 30 años, resaltan seis condenas a muerte a los considerados cabecillas del movimiento, entre los que destacaban el sargento Miguel Ángel Rodríguez y el antiguo dirigente socialista Lucio Illada, fusilados el 13 de enero de 1940.
El 9 de noviembre de ese mismo año corría la misma suerte el hermano de este último, Manuel Illada, y poco antes, el 20 de agosto, eran ejecutados Pedro Hernández Lorenzo, Balbino San Millán López y Juan Ramos Muñoz.
Habían pasado ya más de tres años de la hazaña que les había hecho merecer al menos por un instante la consideración de héroes, pero la aventura acababa para aquellos hombres de la peor manera posible. Sin embargo, en su interior no había lugar para el arrepentimiento. Al menos así se trasluce de las últimas palabras que escribieron los citados Hernández, San Millán y Ramos, en una carta para sus compañeros de prisión:
«Compañeros: vamos a morir como mueren los hombres que han vivido para defender un ideal noble y generoso, libre e igualitario y han luchado por una sociedad nueva, donde el fascismo y los fusilamientos sean un mal recuerdo del pasado. Moriremos de pie, sin vendas en los ojos, para verle la cara a los enemigos de la justicia, de la libertad y la paz de los pueblos. Vamos a morir convencidos de que la luz de un nuevo amanecer brillará para todos los que hoy sufren bajo la oscura noche del fascismo. ¡Camaradas, la Victoria es nuestra! ¡Viva la República!».
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