Seis vecinos de la pedanía de Galaroza permanecieron escondidos en una cueva durante toda la Guerra Civil
Nuestra gota, convertida ya en un trozo de roca, dormirá en aquella sala como durmieron Antonio Castilla, Teófilo Fernández, Matías Fernández, Antonio Marín, José Fernández y José Guerrero. Solo que ella lo hará para siempre y aquellos permanecieron allí tres años. Probablemente los peores de sus vidas.
Las tropas de Redondo llegaban, conquistaban sin despeinarse y luego mataban. “Aquello fue un asesinato permanente”, explica Pineda. El propio Queipo se atribuyó más de 4.000 muertes en la campaña de ocupación de la zona. Concejales y políticos republicanos, mineros, sindicalistas o meros simpatizantes o aficionados a las ideas de izquierdas. Todos pasaron por los fusiles aquel verano, y no precisamente en el frente. No era de extrañar, por tanto, que muchos de los que se veían como posibles candidatos a las represalias salieran pitando en cuando veían acercarse a los requetés de Redondo, que llegaron a la Sierra desde Sevilla y la cruzaron de este a oeste, así que cuando rondaron Navahermosa lo hicieron ya precedidos por su fama. José Fernández, cantero que hizo las veces de alcalde pedáneo en aquellos meses de desgobierno general, su hermano Teófilo, Matías Fernández, Antonio Marín, José Guerrero (que era de Galaroza) y el adolescente Antonio Castilla, que se veía ya reclutado para la milicia, se adentraron entre los alcornocales de Cortegrullo sin mirar atrás, en busca de un lugar donde esconderse hasta que pasara la tormenta. Lo hicieron en un lugar que se conocían al dedillo: la Cueva de Alcalá, un entramado de galerías de mármol rodeado de hornos de cal donde permanecerían mucho más tiempo de lo que podrían imaginar aquel día. De 1936 a 1939, igualito que la Guerra. Estuvieron tres años enterrados en piedra.
En la sala de las camas, que es como se conoce ahora a la amplia galería en la que, arriba, reposa nuestra gota, aún se conservan los palos y tablas que hicieron de soporte de las hamacas donde durmieron los seis topos de Navahermosa. También hay latas viejas y vacías, oxidadas, y el color negro de la piedra da una pista clara de dónde hacían el fuego para cocinar y calentarse. Aquel fue su único mundo durante treinta y seis meses. Un cautiverio que en realidad fue una hazaña, porque no era nada fácil escapar de la incesante búsqueda de los soldados nacionales. De hecho, muy pocos lo lograron. El truco estuvo en la propia cueva. La de Alcalá es como un queso gruyere: las salas se unen con otras por medio de estrechas gateras, minúsculas galerías en cuyo interior los seis se iban escondiendo cuando se acercaban los rastreadores. Uno se los puede imaginar allí en silencio, a oscuras, quietos y emparedados. Entrando y saliendo de una galería a otra al ritmo que marcara la búsqueda. Y asustados, claro. Porque si la huída había sido por miedo, permanecer allí como fuera era una cuestión de mera supervivencia.
En una cueva no se vive, y José Guerrero fue el primero que lo sufrió en sus carnes cuando cayó gravemente enfermo. Sus cinco compañeros, amparados en la noche, lo llevaron en parihuela hasta su casa, como relata el escritor onubense Manuel Moya en su libro La tierra negra, no sin antes haber debatido largo y tendido sobre la conveniencia o no de asumir aquel riesgo. José salvó la vida, por suerte, aunque aquello fue un anticipo de lo que les esperaría años después a todos. Ningún cuerpo aguanta impasible tres años de vida en cal, humedad y piedra. La Guerra Civil acabó el 1 de abril de 1939. Cuatro meses después, en agosto, los seis protagonistas de esta historia volvieron a pisar el campo, a tocar los árboles y a ver el sol. Se entregaron a la Guardia Civil y fueron llevados a la cárcel de Huelva. Todos murieron jóvenes, salvo Antonio Castilla, que cumplió condena en el campo de concentración de Viator, en Almería, y falleció a finales de los noventa; Matías lo hizo en Fuenteheridos en 1960, y José Guerrero en su Galaroza natal. José y Teófilo Fernández prefirieron vivir sus últimos años en el extranjero. No quedan descendientes conocidos de ninguno de ellos, y solo el boca a boca los ha mantenido vivos en el recuerdo de los serranos.
Muchos más ‘topos’
Los seis de Navahermosa no fueron los únicos topos de la provincia. Multitud de historias hablan de hombres que permanecieron escondidos en desvanes, establos, cuevas o incluso en el hueco de un árbol en el bosque. Muchos, “probablemente la mayoría”, explica Fernando Pineda, fueron cazados, pero otros lograron ocultarse el tiempo necesario para sobrevivir a aquellos meses (años, en muchos casos) de represión. Algunos terminaron entregándose, otros volvieron a casa y muchos huyeron a otras provincias o países como Francia y Portugal. Entre muertos y huidos, cuenta el presidente de la Asociación de Memoria Histórica de la Provincia, la Cuenca Minera “se quedó vacía”. De hecho, algunos de los propietarios de las minas llegaron a hacer listados de trabajadores que no habían vuelto al tajo y “fueron muchos miles los que no regresaron nunca más”.
Las historias de topos son desde luego curiosas, en muchos casos, y tristes en casi todos. Pero poco o nada se habla de sus familias. Nada de las represalias. Nada del chantaje. Nada de las consecuencias que no desvelar el secreto llevó a sus vidas. Nada de su fortaleza, de su capacidad para resistir durante años la presión que ejercían los perseguidores (amenazas de muerte, en muchos casos consumadas, acoso, señalamientos…). Casi todos los investigadores coinciden en que, de entre los muchos datos que manejan, llama poderosamente la atención el número de mujeres asesinadas en la provincia, especialmente en la Huelva rural, que era casi toda. Más de 300. Una cifra “desproporcionada”, afirma Fernando Pineda, consecuencia directa de una “represión familiar” muy característica de la Guerra Civil que se ensañó singularmente con la provincia. No fue buen negocio ser esposa, madre o hija de un topo, no.
Pero ¿cuántos hubo en realidad? ¿Cuántas personas se ocultaron durante aquella guerra entre iguales? De momento es imposible saberlo. Casi ni siquiera se conoce el número real de muertos, aunque gente como Fernando Pineda sigue tratando de averiguarlo a base de investigación y buena voluntad. El presidente de la Asociación de Memoria Histórica, que acaba de terminar un Diccionario biográfico y cronológico en el que se recogen todos los nombres de las víctimas conocidas, asegura que “fueron muchos, eso es seguro”, y que gran parte de aquellos topos no corrieron la suerte de los seis de la Cueva de Alcalá (que desde entonces fue también conocida como la cueva del soldado). Puede que acabaran en esa larga lista de 7.020 nombres y que ahora descansen bajo tierra, convertidos en polvo de la misma forma que una gota se convierte en piedra.