Granada. El canal de los esclavos que transformó a regadío la árida provincia

El canal de los esclavos que transformó a regadío la árida provincia de Sevilla

Hace solamente 60 años que se terminó de construir el Canal del Bajo Guadalquivir, más conocido como “de los Presos”, porque fueron miles de prisioneros republicanos tras la Guerra Civil quienes comenzaron a abrir, a pico y pala, la zanja de 148 kilómetros de la mayor infraestructura agrícola regalada a los terratenientes

Amador Liébanas no venía solo, sino con otro contingente de presos a los que él no conocía de nada y con quienes no tenía la mínima confianza para confesarles la íntima preocupación de haber dejado, allá en Jaén, a su mujer embarazada. Era uno de los miles de presos republicanos que, al final de aquel verano de 1939, iban a integrar los primeros campamentos del Servicio de Colonias Penitenciarias Militarizadas en Sevilla. Eran campos de concentración con mano de obra esclava y vigilada por soldados en zonas de Alcalá del Río, Burguillos, La Rinconada o Torreblanca… En realidad, a los destacamentos de presos los iban trasladando de un lugar a otro, en parte porque el objetivo impreciso era agruparlos a todos en colonias a pie de obra del canal de riego que estaba previsto construir y en parte porque, si alguno iba muriendo, los mandos no querían enredarse con gestiones de cadáveres. No iban a tardar en construirse los campamentos de Los Merinales, en Dos Hermanas; en Bellavista y en La Corchuela, propiedad entonces del Conde de Villamarta… Pero a Amador Liébanas, que pasó brevemente por alguno de ellos, durmiendo en el suelo y conviviendo con el tifus, el paludismo y la tuberculosis que se llevó a otros compañeros de pena, lo llevaron finalmente al del Arenoso, muy cerca de Los Palacios… Lo que él no podía imaginar era que su mujer, lejos de resignarse a una viudez en la práctica, había venido buscándolo desde Jaén, paso a paso con su preñez encima, preguntando por los tajos en los que sospechaba que habían acampado los presos y sus bestias. En todas partes le decían que acababan de llevárselos unos kilómetros más abajo. Y así fue como Dolores –a la que años más tarde iban a conocer en Los Palacios como Dolores la del Canal– encontró a su marido varios meses después de haber salido a buscarlo, atravesando Andalucía río abajo, hasta conformarse con que él viviera en el barracón de los presos que construían aquel canal que iba a transformar en regadío aquella tierra árida de unas marismas aún por explotar y ella, en una choza al otro lado de la alambrada…

La historia da para una película basada en hechos reales, sí, pero no sería más que un episodio de miles, porque cada uno de los miles de esclavos procedentes de media Andalucía que arribaron a aquellos barracones arrastraba una historia de injusticia extrema que había empezado a hilvanarse cuando, justo al acabar la Guerra Civil, el general Franco visitó el secarral de la margen izquierda del Guadalquivir junto al general Queipo de Llano y juntos pensaron en lo útil que iban a ser tantos presos republicanos fuera de las cárceles al rescatar un proyecto de ingeniería que venía fracasando desde mediados del siglo XIX por falta de financiación, de mano de obra y de paciencia administrativa. Al fin y al cabo, el nuevo régimen no tenía capacidad para mantener a tantos prisioneros a la sombra y, además, sentía la necesidad moral de agradecerle la fidelidad a unos cuantos latifundistas cuya producción más significativa en la primera provincia que apenas se había resistido al fascismo era el cereal de secano. Así que se rescató el proyecto de construcción de un canal de 150 kilómetros que atravesara en diagonal la provincia –de Peñaflor a Lebrija- y que hiciera posible la puesta en regadío de más de 80.000 hectáreas de manera gratuita.

Fue en 1871 cuando el Estado autorizó a una compañía privada la construcción de un canal de riego entre Lora del Río y Sevilla con capacidad de 15 metros cúbicos por segundo. El proyecto fracasó, y no se rescató hasta que treinta años después el Plan Nacional de Aprovechamientos Hidráulicos incluyó la puesta en riego de todas aquellas tierras de secano. Todo papel mojado, hasta que los ingenieros ingleses Buckley y Brown idearon en 1906 un canal para regar miles de hectáreas en la margen izquierda del Guadalquivir. En 1929, la recién creada Confederación Hidrográfica del Guadalquivir presentó su Plan General de Obras y Servicios con la idea de llevar el agua hasta Lebrija, pero la bombilla definitiva se enciende cuando, en mayo de 1937, en plena Guerra Civil, se crea por decreto la redención de penas por trabajo. Aquel invento iba a suponer mano de obra a coste cero, o, disimuladamente, gente desgraciada que iba a ganar dos pesetas diarias –en vez de las diez que se ganaba en obras civiles por aquella época- que se le descontaban para su propia manutención, que consistía en un plato de comida diaria y una manta sobre el suelo. Las jornadas, por supuesto, de sol a sol.

Nada más terminar la guerra, al tiempo que la Confederación encargaba al ingeniero Carlos Conradi Alonso el desarrollo de aquel canal pensado medio siglo antes, el Estado creó el Servicio de Colonias Penitenciarias Militarizadas, dependientes directamente de la Presidencia del Gobierno. En 1940 se comenzó definitivamente la construcción del Canal del Bajo Guadalquivir.

Las obras se alargaron durante más de veinte años, los aprovechamientos se fueron orientando hacia la producción de algodón, hortalizas y frutales y, evidentemente, el valor de las tierras se fue multiplicando conforme se aplicaba el fascismo agrario que consistía en concederles parcelas de regadío a pequeños agricultores en pueblos de colonización. Terminaba la década de los 50, el campo sevillano a este lado del Guadalquivir era otro campo, con un futuro mucho más alentador. Y todo gratis. Si se considera que las vidas de aquellos presos como Amador Liébanas o sus familias costaban bien poco. En 1960 se aprobó el Plan General de Colonización de la Zona Regable del Guadalquivir, y enseguida se idearon poblados de nueva creación a los que iban a ir llegando andaluces de todas las latitudes en busca de otra oportunidad sobre la tierra regable… En 1967 recibió agua por primera vez el canal, la suficiente para regar, en principio, mil hectáreas…

El drama de aquellos esclavos en pleno siglo XX, que fueron comprando su propia libertad a base de trabajo a destajo –“los que han destruido España que la reconstruyan” era uno de los lemas favoritos del fascismo-, fue conformando, además, núcleos de población que crecían al inusitado ritmo con que las familias de los presos fueron agrupándose. Piénsese, a modo de ejemplo, que un barrio como el de Bellavista tenía en plena Guerra Civil poco más de mil habitantes y en 1950 había alcanzado la cifra de 7.500. La mitad eran familiares de presos que se habían ido distribuyendo además por una barriada llamada Fuente del Rey pero a la que todo el mundo conocía como Los Merinales, un campo de concentración cuyos trabajadores se encargaron durante años de construir la impresionante presa que sigue ahí a estas alturas. La mayoría de los presos se dedicaron a excavar la sección del canal, pero el Servicio de Colonias Penitenciarias Militarizadas no tardó en solicitar al Ministerio prisioneros que fueran ingenieros, aparejadores, electricistas, mecánicos, capataces, cocineros, sastres y contables.

Dramas familiares infinitos

Uno de aquellos presos durante toda la década de los 40 fue Manuel Adame, nacido en 1890 en Fuente Palmera (Córdoba), aprendiz de zapatero y luego guardia civil y forestal durante la II República. “Cuando empezó la guerra, mi abuelo ya no estaba en el ejército, pero se apuntó a la milicias republicanas, junto con mi tío”, cuenta una de sus nietas, Paqui López Adame, hija de uno de los diez hijos que habría de tener el preso Manuel. “Lo detuvieron en Alicante en el 39, y estuvo en varias cárceles antes de llegar a la de Córdoba”, cuenta su nieta, durante toda su vida atenta a las discretas pistas históricas que fue desvelando la familia dispersa de aquel preso que jamás se doblegó ni para perder el sentido del humor. “Él lo contaba todo, y además como si fuera un chascarrillo o una anécdota interminable”, cuenta Paqui ahora, medio siglo después. “Mi abuela era otra cosa: más callada”. Manuel fue primero condenado a muerte y luego le conmutaron la pena a 30 años de cárcel, más o menos lo que le ocurrió al poeta Miguel Hernández… Con la diferencia de que al autor de Viento del pueblo lo mató la tuberculosis en la cárcel (precisamente de Alicante) y a Manuel se le aplicó la redención de pena por trabajos y consiguió su libertad a finales del 49… “Ellos no eran comunistas, pero se hicieron aquí”, cuenta Paqui.

Los penados no tenían más que obedecer a todos: a los militares que vigilaban el perímetro y a los curas que impregnaban el aire de los principios del nacional-catolicismo. La custodia estuvo encomendada al propio Ejército hasta 1947. A partir de entonces, se encargó la Guardia Civil. “Yo sé que aquí hubo algunas fugas”, cuenta Paqui, “pero no tardaron en cogerlos, y entonces…”. Y entonces guarda silencio. Había días en que se cantaba el Cara al Sol. Solo por ejercitar la humillación.

“Al hijo de mi abuelo, mi tío, que también se llamaba Manuel, lo condenaron a 20 años, pero salió con la condicional en el 44 y siguió trabajando en las oficinas del campo de Los Merinales como liberto”, recuerda mientras pasea por estas ruinas Paqui, sobrina a su vez de Francisca Adame (una de los diez hijos de Manuel), fallecida en 2022, al siglo de haber nacido, y conocida activista por la recuperación de la memoria histórica después de que contactara con el hombre que más ha hecho por la reconstrucción de todo ese relato emborronado de nuestra historia reciente en busca de una compensación y reconocimiento públicos: el sindicalista de la CGT Cecilio Gordillo, que arrancó este siglo con un grupo de trabajo universitario volcado en la recuperación de la intrahistoria de un canal que enriqueció a los terratenientes y desde entonces, al margen de recuperar el origen y la memoria de las víctimas nombre a nombre, ha luchado incansablemente porque, institucionalmente, se reconociera aquella barbarie histórica comparable a la de otros fascismos con el levantamiento de monumentos por la dignidad, la declaración de los antiguos campos de concentración como lugares de memoria histórica y la denominación del canal como oficialmente “de los Presos”.

A Francisca Adame, que le surgió una vena poética del fondo de tanto sufrimiento tras aprender a escribir en la escuela de adultos a los 65 años, la condecoró el Gobierno andaluz con la Medalla de Andalucía en 2005. Su sobrina conserva muchos de sus poemas como oro en paño. “Cuando recuerdo esta historia / se me parte el corazón. / Estación Los Merinales, / campo de concentración. / Colonias penitenciarias. / Esa era la dirección. / Allí tenían a mi hermano, / también estaba mi padre. / Allí había muchos hombres / unidos por los alambres. / Estaban redimiendo causa / ¿Qué delito cometieron? / Si solo querían la igualdad / de los hombres y los pueblos. / A punta de pico y pala / hicieron este canal / calladitos y en silencio, / detrás estaba el guardián”. Paqui lee los versos de su tía y se le empañan los ojos… “El poema se titula Más vale tarde que nunca”, dice, y recuerda lo que le contaron tantas veces antes de que ella naciera: que su abuelo montó una tabernilla en la barriada Fuente de Rey, en Dos Hermanas, donde tenía solo a media familia porque la otra media se había quedado en Córdoba. Curiosamente, de tanto trabajar la tierra, el ingenioso y optimista Manuel Adame, desde la oficina central que le supuso su taberna, terminó montando una empresa de movimientos de tierra en la que integró a toda su familia. “Las primeras urbanizaciones de Matalascañas las inició mi abuelo con su empresa”, recuerda Paqui.

“Todo esto tendría que ser declarado Lugar de Memoria Histórica”, insiste ella mientras pasea por este campo yerto que fue el campamento de Los Merinales, donde pusieron un monumento por las libertades que apenas se ve desde la carretera. “No se trata de ser de izquierdas o de derechas, sino de tener sentido común y reconocer que todo aquello fue un horror que no tendría que repetirse jamás”, insiste.

Una zona regable de 70.000 hectáreas

Hoy en día, cuando el horror de aquellos esclavos queda disipado en un silencio del que ni siquiera hablan los libros de Historia, la zona regable del Canal del Bajo Guadalquivir se extiende entre los términos de Lora del Río, Carmona, Villanueva del Río y Minas, La Rinconada, Sevilla, Alcalá de Guadaíra, Coria del Río, La Puebla del Río, Utrera, Los Palacios y Villafranca, Las Cabezas de San Juan y Lebrija. Son cinco comunidades privadas de regantes las que se encargan de administrar el agua. La mayor comunidad es la llamada de Regantes del Bajo Guadalquivir, que tiene a su cargo 41.264 hectáreas y centenares de dueños. A principios de este siglo era mayor aún, hasta que se desgajó una parte de los propietarios y conformaron la comunidad de Las Marismas del Guadalquivir, con 12.836 hectáreas. Bastante menor es la del Sector B-XII del Bajo Guadalquivir, en Lebrija, con 14.673 hectáreas. Luego está la comunidad Valdeojos-Hornillo, con 732 hectáreas. Y finalmente la El Toril y Quincena, con 410 hectáreas.

Gracias a todo ese trazado se desarrollan hoy diversos tipos de cultivo, como los industriales extensivos (tomate lebrijano), la arboleda, los hortícolas al aire libre, el arroz, los forrajes y los hortícolas bajo plástico, aunque destacan el algodón, el arroz, el olivar y los almendros. En menor medida, se aprovechan del riego la maíz, la remolacha azucarera, el girasol, la alfalfa, la patata, los ajos, la cebolla, la zanahoria, la coliflor, el melón, la sandía y el tomate de invernadero de Los Palacios y Villafranca.

Cada comunidad funciona actualmente como un reloj, con al menos una decena de trabajadores encargados del mantenimiento del sistema de acequias y de abrir y cerrar el riego en función las hectáreas de cada propietario –que paga una tasa anual- y de las características de su cultivo en una lista que controlan los guardas. “En abril comienza la campaña de riego y ahora mismo me echa humo el teléfono”, explica Manuel Díaz, uno de los guardas de la mayor comunidad de regantes, en Los Palacios, quien recuerda además que el agua del canal no procede directamente del río –salvo la de las escorrentías cuando llueve mucho- sino de los embalses. “Luego en octubre se va cerrando hasta que el mismo canal se queda completamente seco, y ya a final de otoño se va abriendo un poco para los invernaderos”. “Pero esto está muy controlado y aquí nadie abre el grifo cuando quiere, sino cuando le toca, y otra cosa es que un agricultor me pida agua y cuando coloque sus gomas [por inundación, por aspersión o por goteo] le pinche algún vecino para desviarla a su explotación”.

A veces, los hijos del ya difunto Amador Liébanas, todos con más de 80 años, pasean por la pata del canal, a la altura del pueblo en el que se quedaron sus padres hasta el punto de comprar algunas tierras en las que este había trabajado como esclavo, en Los Palacios y Villafranca. Y recuerdan una brisa triste por los sembrados.

Todos, aunque no lo hablen con demasiada frecuencia, recuerdan que allá por 1960, cuando la mayoría de los trabajadores de las colonias penitenciarias eran libertos que habían optado por crear una familia una vez pagada la condena, todavía quedaban 20 presos en régimen de absoluta esclavitud, apenas dos años antes de terminar definitivamente las obras a la altura del futuro embalse lebrijano de Melendo… Alfonso, uno de los muchísimos bisnietos de aquel Amador Liébanas al que sorprendió su mujer embarazada de su primer hijo al otro lado de la alambrada del campamento de El Arenoso, escribió el año pasado una redacción en el cole contando todo aquel periplo como si fuera un relato de ficción. El maestro le puso un sobresaliente porque valoró su imaginación. Pero el chiquillo se calló que simplemente había escrito la verdad de su estirpe durante el último siglo.

El canal de los esclavos que transformó a regadío la árida provincia de Sevilla (lavozdelsur.es)