El autor de ‘Luna de lobos’ y ‘La lluvia amarilla’ conversa sobre su vida y su carrera. También alerta de la agresividad de la situación política: “Los que más protestan ahora son los que mejor viven”.
Yolanda Virseda / Luzes /
Se podría decir que Julio Llamazares publicó sus primeros libros a destiempo. La España de los años ochenta intentaba olvidar una guerra que no terminó hasta 1975, y la necesidad de enterrar esos años oscuros convirtió la cultura urbana en el paraíso de la modernidad, el escenario de una Democracia recientemente estrenada. En este contexto escribió sus novelas más reconocidas: una sobre la Guerra Civil, Luna de lobos, otra sobre la desaparición da vida rural, La lluvia amarilla. El éxito fue sorprendente. Siguieron muchas más novelas, libros de viajes, artículos y crónicas periodísticas que situaron a Llamazares no estante en dos clásicos contemporáneos.
La verdad es que no dejé de escribir poesía nunca, aunque no se publicara. Para mí la poesía no es un género, es ese misterio de lenguaje que hace que las palabras signifiquen más de lo que expresan coloquialmente. La poesía es lo que transforma la escritura en literatura; creo que para que un texto sea literario debe tener un sustrato poético. Siempre digo que los escritores somos manipuladores de palabras, son la herramienta con la que trabajamos. Las cambiamos de sitio, las pulimos, las desbaratamos… En mi caso, intento conseguir con ellas una música: la poesía es la música de las palabras.
‘Luna de lobos’, su primera novela, tuvo un éxito considerable aunque trata un tema, el de los maquis, que parecía que la sociedad quería olvidar.
Luna de lobos surgió a partir del recuerdo de una anécdota que había escuchado muchas veces a mi padre y que está incluida en la novela: el atraco de una cantina en un pueblo cerca del nuestro por un grupo de guerrilleros. Escribir esa anécdota fue abrir la Caja de Pandora de la memoria, los recuerdos de todas aquellas historias de la guerra salieron mezclados entre realidad y ficción. Cuando acabé la novela, no sabía qué hacer con ella. No conocía a nadie en el mundo editorial y se me ocurrió, quizás de forma inconsciente, comenzar por todo lo alto. La envié a Seix Barral, una de las editoriales, luego, más punteras. Recuerdo que no sabía la dirección y que la saqué de las cubiertas de Confieso que he vivido, de Pablo Neruda. Pero dio la casualidad de que se habían mudado a otras oficinas. Así que envié el único manuscrito que tenía de mi primera novela a una dirección equivocada. Afortunadamente, el cartero se dio cuenta y la dejó en la calle correcta. Por eso siempre digo que mi verdadero padrino literario fue el servicio de Correos.
¿Era consciente de que escribir en los años 80 sobre los maquis podía marcarlo ideológicamente?
La verdad, creo que nunca fui consciente de nada. Siempre escribí lo que me apetecía y como me apetecía. Escribo por pasión y por necesidad. Como decía Pessoa, es mi manera de estar solo. Luna de lobos se publicó diez años después de la muerte de Franco y aún notaba que, cuando hablaba del tema, algunas personas se sentían molestas. No sabía que sería la primera novela sobre la Guerra Civil en la Democracia. Es cierto que en la Biblioteca Nacional encontré una docena de libros, muchos muy maníqueos, y una sola obra de ficción sobre maquis escrita por un guardia civil, Juan Luis Ayúcar, titulada La sierra en llamas, publicada por Fuerza Nueva Editorial. Imagínate el contenido. Lo curioso fue que, a pesar de que no se había escrito nada sobre el tema, muchos periodistas me preguntaban: “¿Por qué otra novela sobre maquis?”. Pero yo no quise escribir una novela histórica, ni una novela política, me interesaba ahondar en el instinto de supervivencia que lleva a las personas a vivir como lobos para salvar la vida.
¿Cuánto hay de realidad y cuánto de ficción en estas historias?
Las historias de los guerrilleros las escuchaba contar de niño a algunos vecinos que habían estado en la cárcel por su oposición al régimen franquista. Se juntaban al calor de la lumbre en las noches de invierno o a la luz de la luna en verano y narraban muchas anécdotas, siempre en voz baja. En mi mente infantil, los maquis eran personajes del salvaje Oeste, seres casi mitológicos, superhéroes… Esas historias tenían la esencia de la literatura, una magia y un misterio que hacían que se parara el mundo cuando las escuchabas.
Siguiendo con la Memoria, ¿cómo influyó en su literatura y en su vida haber nacido en un pueblo que fue sumergido en las aguas de un pantano?
No tengo recuerdos de Vegamián, en León. Nací allí por casualidad porque mi padre estaba destinado como maestro. Cuando nos fuimos yo tenía dos años, pero mis padres mantuvieron la relación con los vecinos del pueblo y alguna vez volvimos de visita antes de que lo sumergieran. Mis recuerdos son la herencia de lo que contaban mis padres y los paisanos. Volví al pueblo cuando vaciaron el embalse y fue emocionante comprobar que se conservaba muy bien porque eran casas de piedra. Y allí estaba la casa donde nací, la escuela…
Da la sensación de que no reparamos en esa “costumbre” del franquismo de construir pantanos sacrificando pueblos enteros.
Sí, la historia de los expulsados por los embalses en España está empezando a conocerse ahora gracias a libros como Memorias ahogadas de Jairo Marcos y María Ángeles Fernández, pero es una página de nuestra memoria histórica que se silenció a pesar de que alrededor de 50.000 personas fueron obligadas a abandonar sus pueblos, arrancadas de su tierra a manos de los militares. A mí me parece unos de los sucesos más trágicos y desconocidos de la historia reciente. Muchos españoles no saben que bajo esos pantanos hay pueblos enteros. Cuando se construía un embalse obligaban a los vecinos a dejar el lugar en el que habían vivido sus padres y los padres de sus padres durante generaciones. La gente no sabe que en Riaño, también en León, se suicidaron dos personas cuando les obligaron a dejar el pueblo. Se trata de un drama colectivo que nunca se ha contado.
“La memoria no tiene mucho predicamento, pero está en la base de todo lo que nos sucede”
¿Por qué este silencio?
España tiene muy mala relación con su Memoria. Todo lo que no nos gusta intentamos borrarlo por decreto ley o por decisión personal de la gente. La Memoria no tiene mucho predicamento, pero está en la base de todo lo que nos sucede. Es el sustrato de la literatura. Decía Lobo Antúnez, el escritor portugués, que “la imaginación no es más que la memoria fermentada”.
¿Intentó saldar esa cuenta pendiente con la publicación de ‘Distintas formas de mirar el agua’?
La escritura no deja de ser una manera de psicoanálisis hecho por uno mismo. Siempre digo que los libros son tumores emocionales que se van formando en la conciencia y, como los orgánicos, llega un momento en el que crecen tanto que hay que amputarlos porque si no, te matan. Hay algo que va creciendo y que se va convirtiendo no sé si en una obsesión o en una pasión, y llega un momento en el que tienes que echarla fuera. Esa novela la escribí en un año, pero tuve la sensación de que llevaba escribiéndola toda la vida.
Al ver su trayectoria, podría pensarse que fue pionero en muchos temas. Hace casi 40 años que se publicó ‘La lluvia amarilla’, anticipándose al concepto de la España vaciada y a cierta literatura que reivindica el respeto por la vida rural.
En La lluvia amarilla yo sólo cuento el fin de un mundo. No es una novela nostálgica, de hecho yo creo que cualquier tiempo pasado es peor, al menos desde el punto de vista del bienestar. Tampoco idealizo la vida en ese mundo rural que algunos quieren identificar con una Arcadia perdida porque tengo claro que las condiciones de vida eran muy duras. Por eso yo no hago ni literatura ecologista ni de nostalgia, sencillamente cuento el trauma que supuso el paso de un mundo a otro. Cuando escribí La lluvia amarilla no pensé que se iba a convertir en una especie de estandarte. De hecho, como Luna de lobos tuvo bastante éxito, al editor le dije que estaba convencido de que esta segunda novela iba a ser minoritaria, no creí que fueran a venderse más de mil ejemplares. Desde luego no es muy comercial el monólogo de una persona mayor durante la última noche de su vida en un pueblo abandonado. Con todo, es mi novela más leída, más traducida y más reeditada.
¿Era consciente de que trataba un tema en principio poco atractivo para una España que pretendía ser moderna y urbana?
Yo vivía en Madrid cuando se publicó La lluvia amarilla, y es cierto que era consciente de que en aquellos años la ciudad, la movida urbana era lo que estaba de moda en la literatura, pero nunca me alejé de la España real. Cuando vives en una ciudad pierdes de vista que hay otro país, ese mundo rural que no aparece tanto en los medios de comunicación, pero que existe. En aquel momento, mientras España presuntamente era una fiesta –otra cosa es que lo fuera, desde luego no lo era para todos–, había otra España que estaba desapareciendo ante la indiferencia general. Con ese libro no pretendía salvar a nadie ni ajustar cuentas con nadie, pero yo vengo de ese mundo rural, ese que ya estaba extinguiéndose.
“La literatura es un viaje, y el viaje es la mejor metáfora de la vida”
Y siguiendo esta costumbre de caminar al margen de las modas, gran parte de su obra son libros de viajes, ¿no es arriesgado este género en nuestro país?
Es cierto que la literatura de viajes no ha tenido mucho prestigio en España. La novela parece el género sagrado supongo que por razones comerciales, pero la verdad es que no hay ningún género superior al otro. En España, al contrario que en otros países de Europa, la literatura de viajes no ha tenido mucho tirón, pero de repente se puso de moda en la posguerra con autores como Josep Pla o Azorín, y recientemente ha resurgido con Javier Reverte. No entiendo porque no está valorada porque para mí es la literatura en estado puro. Lo que hace todo el mundo cuando viaja es contarlo. Pero es que, además, todos los libros fundacionales en la historia de la literatura han sido libros de viaje: La Odisea, el Éxodo del Antiguo Testamento, el Libro de las Maravillas de Marco Polo, El Quijote, La conquista del Oeste, las Crónicas de Indias… Siempre digo que la imagen que más se aproxima a la del escritor es la del viajero, alguien que va caminando y al caer la noche se sienta a contar o escribir lo que le ha pasado y ha visto ese día. El escritor es alguien que va andando por la vida y de vez en cuando se sienta a contar lo que le ha pasado y lo que ha visto. La literatura es un viaje, y el viaje es la mejor metáfora de la vida.
¿Escribirá más libros de viajes?
Sí, estoy trabajando en el viaje que realizó mi padre cuando era muy joven y tuvo que luchar en la batalla de Teruel. Murieron más de 40.000 soldados, la mitad de ellos por congelación, porque fue el peor invierno del siglo. Mi padre no hablaba mucho de ello, y cuando lo hacía no prestaba demasiada atención, como nos pasa a los hijos que pensamos que los padres siempre van a estar a nuestro lado. Ahora he hecho un viaje siguiendo sus pasos desde Teruel hasta Castellón, donde vio por primera vez el mar. Es un viaje geográfico, pero también hacia una memoria que quisiera recuperar.
Hábleme de ‘Vagalume’, su última novela. ¿El título es una declaración de principios?
Es que hay palabras que tienen luz por sí mismas. Yo estaba escribiendo la novela y ya tenía un título provisional pero un día escuché la palabra “vagalume” [“luciérnaga”] y me pareció que resumía muy bien el espíritu de la historia que estaba contando. Es una novela sobre el oficio y la pasión de escribir y me atrajo la imagen del escritor como una luciérnaga, como una luz que se enciende durante la noche.
Uno de los temas centrales de la novela es el reconocimiento de algunos escritores que se ganaban la vida durante el franquismo escribiendo novelas de vaqueros ¿por qué esta recuperación de un género tan alejado del canon literario?
Yo crecí leyendo novelas del Oeste. En el pueblo donde vivía no había libros ni librerías. Lo que democratizó la lectura fue el Círculo de Lectores porque la mitad de las familias españolas no tenían acceso a los libros. Eran objetos de lujo para las personas que vivían en los pueblos y yo, como mucha gente, pasé muchas horas de mi adolescencia leyendo las novelas del Oeste que sí eran asequibles. Con los años descubrí que muchos de sus autores eran escritores represaliados. El más famoso era Marcial Lafuente Estefanía, un ingeniero y coronel del Ejército Republicano, que salvó la vida de milagro gracias a una prostituta. Uno de los falangistas encargado de cumplir su fusilamiento estaba muy borracho y se fue con una de las putas que frecuentaban el cuartel. Al mando de la operación quedó otro falangista que debía ser más timorato, o más responsable, y llevó a Estefanía a consejo de guerra. Por eso no lo pasearon y le concedieron la libertad. De hecho, las putas, en sus novelas, siempre están tratadas con mucho cariño. Nunca pudo ejercer su profesión como muchos de los que perdieron la guerra, así que se ganó la vida escribiendo novelas del Oeste. Otros se ocultaban tras un seudónimo. Silver Kane, por ejemplo, era Fernando González Ledesma, un gran escritor censurado por el franquismo y que también escribía historias del oeste para sobrevivir.
¿Este tipo de novelas no tenían que pasar la censura?
Sí, claro que sí, y a veces se censuraban cosas absurdas como que no se debía matar a nadie a cuchillo porque podía ser un ejemplo para la gente normal que no tenían pistolas o rifles en sus casas pero sí cuchillos.
Uno de los personajes de “Vagalume” es un magnífico y prolífico escritor que, sin embargo, no publicó prácticamente nada de su obra literaria. ¿Se puede ser escritor sin lectores?
Siempre digo que cada una de mis novelas es una respuesta a una pregunta. La lluvia amarilla responde a ¿qué pensaría y que sentiría el último habitante de un pueblo? Luna de lobos, a ¿qué haría yo si me hubiera tocado vivir esa vida de huidos? ¿Sería capaz de matar por supervivencia? Y Vagalume responde a otra pregunta quizá más profunda: ¿Qué he hecho yo con mi vida? Porque toda la vida la he pasado escribiendo, la gente va y viene y uno pasa los días contando una historia que, a priori, no importa a nadie más que a ti. ¿Qué hace que una persona se dedique a algo que no tiene una respuesta material inmediata? Vagalume es una novela que profundiza en la pasión de escribir.
“¿Qué pasaría en España si, como los años 80, hubiera al año más de cien muertos por terrorismo, la inflación estuviera en el 25% en el que llegó a estar con Adolfo Suárez y el nivel económico fuera tan bajo como entonces? “
Durante muchos años también ha escrito reportajes y columnas periodísticas sobre la actualidad. ¿Qué análisis haría ahora?
Hay una cosa que no acabo de entender que tiene que ver con la condición humana. Me resulta paradójico que, a mayor bienestar material y a mayor desarrollo económico, haya mayor agresividad y más voluntad de queja. Por supuesto que el bienestar no es igual para todos, pero hablo en términos generales. La pregunta es: ¿Qué pasaría en España si, como los años 80, hubiera al año más de cien muertos por terrorismo, la inflación estuviera en el 25% en el que llegó a estar con Adolfo Suárez y el nivel económico fuera tan bajo como entonces? El desarrollo que ha experimentado España no se corresponde con la agresividad y la violencia, por lo menos verbal, que estamos viviendo. Los que más protestan ahora son los que mejor viven.
¿Y esta violencia se nota más en Madrid?
Creo que el problema de España en este momento no es Catalunya ni Euskadi, el problema es Madrid. En España coinciden dos presiones contrarias, la presión centrífuga y la centrípeta: a mayor exigencia de los catalanes, por ejemplo, Madrid se siente robada. Pero lo cierto es que la presidenta de Madrid dice cosas y hace cosas que si las hicieran o dijeran los presidentes de Galicia, Catalunya o Euskadi, mandarían al ejército. Pero en Ayuso se empieza a ver como algo normal. A mí todo eso me descorazona y me hace sentir cada vez más como un extranjero que vive en España.