La Guerra Civil en Huelva: el libro que rescató del olvido a 6.000 víctimas de la gran represión

DIARIO DE HUELVA | RAFAEL MORENO | 26-1-2019

La Diputación de Huelva acaba de presentar la V edición de uno de sus libros de referencia: La Guerra Civil en Huelva, de Francisco Espinosa Maestre*. Veintidós años desde su salida a la luz y más de nueve mil ejemplares editados han elevado esta magna obra a la categoría de imprescindible en las estanterías de todos los que buscan conocer los hechos que acaecieron en Huelva en los duros años del golpe franquista y la represión que conllevó el levantamiento militar. Pero los hechos trascienden el momento al instalarse ya en la memoria colectiva de una Huelva que gracias a esta obra comenzó, no sin zancadillas, retrasos, desconfianzas y cortapisas a conocer su pasado más reciente y el alto precio que los pueblos onubenses tuvieron que pagar.

¿Qué tiene este libro para que dos décadas después de su primera edición siga encandilando al lector?

Se trató de una investigación rigurosa y detallada, fruto de un largo trabajo, orientada a un público amplio. Para empezar acabó totalmente con la memoria histórica que de los hechos había transmitido la dictadura franquista, que se limitaba a exagerar los crímenes cometidos por los rojos en las pocas localidades en las que se produjeron hechos violentos. Una persona de derechas a la que entrevisté llegó a asegurarme que en la ciudad de Huelva las víctimas de izquierdas no pasaron de una docena; otras triplicaban el número de víctimas del terror rojo en La Palma o Salvochea (El Campillo). El libro sirvió a los interesados en un sentido amplio: investigadores, profesores y lectores en general, y estuvo en el origen de diversos proyectos e investigaciones locales.

Pero sobre todo el libro constituyó para muchas personas la única constatación que tenían de lo que había ocurrido a sus familiares. Me impresionó siempre ver en el libro, ya fuera en las bibliotecas familiares como en los ejemplares que me llevaban a firmar, la señal de papel en la hoja en la que aparecía el familiar asesinado. En este sentido el libro sacó a la luz el pasado oculto y suplió la inhibición de las instancias oficiales tras la transición. Pensemos que más de mil nombres de los que aparecían en los listados ni siquiera habían sido inscritos en los registros de defunción y que la mayor parte de los restantes lo fueron años después de que fueran asesinados. Y esto sin contar los que siguen sin inscribir.

Represión, guerra, asesinatos indiscriminados, ¿qué situación predominó en nuestra provincia en los años de Guerra Civil y posguerra?

En Huelva no hubo guerra, solo represión. La ocupación por los golpistas fue un paseo militar. Sin embargo hay que destacar que esta provincia fue la única que planteó una amenaza seria a Queipo y su cuadrilla a menos de veinticuatro horas del inicio de la sublevación. Fue ese movimiento iniciado en la zona minera y organizado desde Huelva el que a mí me decidió a investigar lo ocurrido en esta provincia. Todo esto acabó a las puertas de Sevilla, en La Pañoleta, tras la traición de la Guardia Civil, cuyo jefe fue nombrado poco después gobernador militar. Hablo del nefasto Haro Lumbreras, responsable directo de la terrible represión que se abatió sobre la provincia y con el que acabó pocos años después a tiros un subordinado por cierta faceta oscura de Haro que todos conocían y de la que me habló largo y tendido el teniente Alberto Luis Pérez García, que lo conocía bien.

Actualmente sabemos que en Huelva fueron asesinadas más de seis mil personas, casi todas a golpe de aquellos bandos de guerra que todo permitían. Pero el número real debe superar las ocho mil. Entre los méritos enumerados por Queipo para que se le concediera la Laureada destacaba la operación que dio lugar a la ocupación de la cuenca minera con tres columnas a fines de agosto de 1936. Es él mismo el que expone que sus fuerzas causaron allí  más de cuatro mil víctimas, cifra que desborda ampliamente los datos que tenemos actualmente.

Conocemos el nombre de muchos verdugos pero no tenemos constancia de  personajes que destacaran por salvar muchas vidas con su comportamiento, o por lo menos no se conocen lo suficiente.

En aquella situación solo tuvieron la posibilidad de salvar vidas los mismos que podían quitarlas: militares, guardias civiles, propietarios, curas, falangistas, requetés y las fuerzas vivas de cada lugar. Entre unos y otros formaban esos consejillos ocultos que decidían quiénes debían desaparecer cada noche. De los líderes políticos y sindicales se salvaron pocos. Cualquier persona relacionada con la República podía acabar en el paredón. El escarmiento que se practicó con la masa obrera fue diezmarla a capricho para que todos supieran a qué atenerse. Es en este ámbito donde pudo haber alguna intervención para sacar a alguien de la lista. Pero lo cierto es que estos hechos fueron muy escasos cuando no inexistentes.

Pero qué papel jugó esta Huelva nuestra en el puzle de la Guerra Civil. ¿Fue un mero espectador aterrorizado por los horrores o era un territorio clave para los golpistas?

Huelva fue importante por varios motivos. Uno, el de la formación inmediata de una columna contra los golpistas sevillanos, ya se ha comentado. Por otro lado la cuenca minera fue desde un primer momento un objetivo militar por el cobre y la pirita,  minerales de uso bélico. Para los golpistas resultó prioritario asegurar el acceso a Portugal por Ayamonte, ya que no solo contactaban con un gobierno colaboracionista sino que les posibilitaba el envío de todo tipo de materiales a otras zonas donde la sublevación había triunfado. También hay que tener en cuenta que, puesto que se había elegido la ruta extremeña para llegar a la capital, había que controlar al mismo tiempo las zonas colindantes desde las que podían surgir problemas. Todo el territorio entre la Ruta de la Plata y la frontera portuguesa debía ser ocupado. De ahí la decisión de mandar fuerzas para Huelva de inmediato.

Si tuviera que marcar un pueblo de todos los que conforman la provincia, cuál señalaría teniendo en cuenta el sufrimiento de sus gentes.

Mientras no sepamos la realidad completa de la represión no tiene sentido elegir uno u otro lugar. Hay que tener en cuenta que el terror se implantó en toda la provincia y que solo en tres pueblos, Hinojos, Hinojales y Berrocal, no se mató a nadie. Pensemos que previamente, en los llamados “días rojos”, solo se derramó sangre en seis localidades con un resultado de cuarenta y dos personas asesinadas. Aunque añadamos a esta cifra las víctimas habidas posteriormente en los conflictos con los huidos, resulta absurdo comparar ambas realidades. Incluso sumando todas las víctimas de derechas no pasamos de cien casos. ¿Cómo comparar esto con la eliminación de más de seis mil personas, entre ellas más de doscientas mujeres?

El terror llevó a muchos a huir de sus pueblos. Unos hacia Extremadura, que dieron lugar a la columna Andalucía-Extremadura, y otros hacia las distintas sierras de la provincia. Esto generó una situación excepcional en que la violencia alcanzó límites extremos tanto por las acciones de los huidos como sobre todo por las batidas contra ellos y sus posibles soportes. El resultado fue que a mediados de 1937 se declaró el estado de guerra en la mitad de la provincia. El ciclo de muerte se extendió de 1936 a 1944, pero el ambiente enrarecido siguió hasta bien entrados los 50. Ya dijo un alto militar de Huelva “que si bien ha terminado la guerra, la campaña no”.

¿A qué se debió esa represión tan cruel y aberrante hacia esas mujeres que fueron maltratadas y fusiladas?

Sobre la mujer existió una triple represión. Una, igual que en los hombres, por su actividad política o sindical durante la República, otra por su relación familiar con hombres significados políticamente que había sido asesinados o habían huido y una tercera por el simple hecho de ser mujeres. Los hombres huyeron y nadie pensó que la soledad expusiese a las mujeres a hechos tan graves. Pero el fascismo agrario y católico español no podía soportar la presencia de la mujer en la política ni en la lucha social, como había ocurrido durante la República. Raro fue el pueblo donde el fascismo no encontró una “Pasionaria” o una “Mariana Pineda” que eliminar. También fue general el infame espectáculo de la humillación pública de mujeres a las que se rapó el cabello y se hizo beber aceite de ricino. En ocasiones, como en Ayamonte, se hacía lo mismo con los homosexuales. Sabemos también que aquellas circunstancias fueron propicias para que se diesen casos de violaciones, que cuando en alguna rara ocasión llegaron a la justicia militar fueron hechos recaer sobre la mujer. Otras, como en Rosal, fueron violadas antes de morir. Una prueba del horror que se alcanzó con la mujer es lo ocurrido en Calañas, donde las mujeres de los asesinados fueron obligadas a participar  en bailes en la plaza. Se mató a mujeres en todos los partidos judiciales y pueblos hubo como El Cerro, Cala y Valverde, en que fueron asesinadas mujeres embarazadas. La provincia se llenó de viudas y de huérfanos, de los que 3.156 tuvieron que recurrir a la ayuda pública.

Usted comenzó a escribir antes de que surgiera el movimiento memorialista. ¿Por qué no se ha hecho más desde los respectivos gobiernos por la recuperación de la memoria de las víctimas y cómo es posible que aun hoy haya decenas de miles de personas enterradas en cunetas y socavones?

No ha existido voluntad política. Las voces que en la transición buscaron llevar un poco de justicia a las víctimas del fascismo español fueron acalladas. La amnistía de 1977 fue clave como ley de punto final. Fue el propio Felipe González el que dijo: “Nosotros decidimos no mirar atrás”. Se entiende que en los primeros años no entraran en este asunto pero no que mantuvieran la misma actitud a partir de 1986 o del 89, con motivo de los aniversarios del golpe y del final de la guerra. Fue el movimiento social el que obligó a posicionarse al gobierno de Rodríguez Zapatero y a adoptar cierta política de memoria, aunque finalmente de ahí solo salió  una “ley de memoria” descafeinada que no satisfizo a nadie. De la derecha ya se sabe que nada cabe esperar en este terreno. Para ella el golpe militar y la represión que se abatió de inmediato sobre más de medio país no representan problema alguno. La lealtad al franquismo permanece.

Alguien debería entonar un mea culpa, ¿no cree?

Eso está complicado. Yo me conformaría con que algún gobierno afrontara de una vez la existencia de cientos de fosas comunes –veremos qué pasa con la dotación para memoria histórica de los nuevos presupuestos– y que por fin se abrieran a la investigación los fondos documentales de carácter militar que aún siguen cerrados. Hablamos de una importante documentación relativa a la guerra, posguerra y dictadura que nos ha sido vetada hasta ahora. No solo no ha existido voluntad política de abrirla a la investigación sino que se ha permitido que siga en manos de los propios organismos que la generaron (Ejército, Guardia Civil y Policía), lo cual no parece lo más aconsejable.

También deberían ser accesibles los archivos de la Iglesia por el papel tan relevante que tuvo en la represión y por prestarse a aportar el carácter de “cruzada” a lo que no fue sino un salvaje golpe militar. En Huelva hay sobrados ejemplos del papel que jugaron los curas del fascismo. Un buen ejemplo podría ser el párroco de la Concepción Calderón Tejero, que llevó un fichero de masones e izquierdistas durante la República que luego pasó a los militares; otro el de Rociana, Martínez Laorden, un fanático que a los pocos días de la ocupación del pueblo clamaba en su sermón público por acabar con ellos hasta la raíz y que cuando ya habían caído más de cien vecinos realizó una denuncia anónima a Queipo pidiendo que se siguiera limpiando el pueblo. Y muchos otros que se sumaron a la “gran tarea” como Pablo Rodríguez “Don Litro”, que fundó una hermandad y cuenta aún con calle; Carlos Sánchez “don Carlitos”, mano derecha de Siurot, y párrocos como los de  Gibraleón, Moguer, Encinasola, Aroche, Rosal, Valverde, El Campillo…

¿Hemos cambiado a mejor¿ ¿Somos más demócratas? o detecta el autor una regresión hacia posicionamientos más involucionistas, más comprensivos con la dictadura o con las dictaduras.

La historia ha permitido en buena medida conocer el pasado oculto y la memoria liberar a muchas personas de lo que habían guardado dentro por miedo y por no ver el ambiente propicio para hablar de ello. Como dijo el escritor almeriense Agustín Gómez Arcos “La dictadura imponía el silencio, la democracia impide la memoria”. El problema es que la derecha española nunca rompió su vínculo con el franquismo y la izquierda no tuvo en cuenta que la democracia sin memoria se convierte en un mero ejercicio vacuo de poder. En la Transición, con la investigación ya en marcha, primó el pacto de silencio, que el PSOE no quiso romper durante los catorce años que estuvo en el poder. Luego en 1996 vino Aznar, al que le estalló un movimiento social que se prolongaría hasta 2008 ya con Zapatero y que reaccionó promoviendo el revisionismo. Después Rajoy con su “Cero euros” a la memoria histórica y ahora tenemos por delante una amenaza de regresión que no sabemos aún dónde nos llevará.

Hay un problema de fondo: pese al gran avance investigador y al movimiento pro memoria no se ha sabido transmitir a la sociedad española la realidad del ciclo histórico 1931-1977. El debate académico ha sido muy limitado, la implicación de las instituciones ha sido débil y lógicamente no se ha conseguido socializar el asunto.

La obra, muy detallista en lugares, nombres, víctimas siempre ha tenido enemigos. A pesar de todo ha salido a flote. Ha nadado contracorriente, supongo, para llegar a esta ¿definitiva? V edición.

Fue un proceso complicado. El texto definitivo se entregó a Diputación a fines de 1992 pero no se publicó hasta 1996. Desde el Servicio de Publicaciones había quien se oponía  a la publicación porque no le gustaban los largos listados de víctimas y por el consabido tópico de “no reabrir heridas”. El “informe técnico” solicitado a los asesores, de departamentos de Historia de la Universidad de Sevilla, también fue negativo. Según el firmante, un catedrático de Historia Moderna que reconoció que le habían endosado la firma del informe hecho por otros, al libro le sobraban más de 400 páginas. Por su parte los políticos, que eran los que realmente tenían en sus manos la decisión, decidieron que no era el momento. Lo cuenta bien Antonio Orihuela en el prólogo.

Y cuando se publicó, la demanda, nunca prevista ni probablemente deseada por el Servicio de Publicaciones, los desbordó: tres ediciones en poco tiempo, otra en 2005 y ahora la última. Y ni siquiera esta ha sido fácil. El contrato se firmó en marzo de 2017 y el libro, que debía publicarse antes de aquel verano, no ha salido hasta finales de 2018. ¿Por qué? La edición se paralizó durante más de año y medio porque de nuevo alguien del Servicio de Publicaciones consideró que algunas líneas del prólogo no resultaban convenientes. Por suerte debo reconocer que la relación con el actual director, Lauro Anaya, ha sido buena y se pudo salir del atasco.

¿Qué ambiente encontró en los años ochenta, cuando comenzó las investigaciones, en los ayuntamientos, en los archivos, en los juzgados?

La Transición fue muy lenta en estos ámbitos administrativos, donde aún flotaba el espíritu franquista. La Ley de Patrimonio Documental, un canto a la ambigüedad en lo que atañe al acceso a la información, se aprobó en 1985 y aún seguimos a la espera de que se haga una ley de archivos. Todavía no han tenido tiempo de ponerse a la tarea. La palabra que define en este terreno aquellos años y también los posteriores es la arbitrariedad. Teniendo por base la misma legalidad te podías encontrar a un secretario de ayuntamiento que te negaba la consulta de los libros de actas –por ejemplo el tal “don Emilio” del Ayuntamiento de Huelva, que había secuestrado en su despacho las actas de pleno de varios años a partir del 36– y a otro que no ponía impedimento alguno. Uno no sabía nunca con quién se iba a encontrar. Alcalde hubo que pasó por pleno, y tras pago de póliza, la decisión de si yo podía acceder al archivo –decía que ni siquiera él había entrado allí–, mientras otros facilitaban la tarea y ponían una fotocopiadora a mi disposición. Algunos encargados de juzgados, como el de Lepe, me obligaron a ver los libros de pie tras una batalla verbal para poder acceder a ellos; sin embargo, otros me ofrecieron un despacho para poder trabajar tranquilamente. La rigidez de los permisos de instancias superiores que yo llevaba, que exigían que la consulta se hiciese ante funcionario, fue causa de muchos problemas en los juzgados de paz.

¿Cree que aun hoy se siguen poniendo trabas a este tipo de trabajos de investigación?

Digamos que aquel mundo fue desapareciendo lentamente y fue entrando gente que ya tenía otro talante. No obstante, en el mundo de los archivos pesó mucho la inercia. Todo siguió dependiendo de si el funcionario era partidario del derecho a la información o del derecho al honor, etc. Puede decirse que algunos archiveros estaban como a la defensiva, como de mala gana, como si pensaran que las visitas de investigadores venían a interrumpir su trabajo. Mi amigo Sergio Riesco, que estuvo en el archivo del Instituto de Reforma Agraria de San Fernando de Henares, me contó que estando  investigando un verano el hijo pequeño de la encargada, que andaba por allí, le dijo: “Dice mi mamá que si no tiene usted nada mejor que hacer”. Por suerte esto también ha ido cambiando y hay ya un personal consciente de su función social y volcado en ayudar a quien llega allí en busca de información.

Supongo que indagar en la represión en esos años no fue fácil. ¿Cómo estaban los archivos municipales?

Pasé por archivos lúgubres como el del juzgado de Villanueva de los Castillejos o el municipal de Cala y por archivos maravillosos como los de Niebla, La Palma o Manzanilla. La investigación, realizada en los últimos años ochenta y primeros noventa, coincidió con la ordenación de (lo que quedaba de) los archivos a nivel provincial. Los fondos de los años treinta y cuarenta estaban especialmente afectados por el expurgo, la dejación y el abandono. Había ayuntamientos como Riotinto donde faltaban los libros de actas de aquellos años y otros en que páginas enteras estaban tachadas con tinta. Por otro lado los criterios de la ordenación que se estaba realizando eran peculiares. La documentación relativa a Falange era incluida en un apartado llamado “Documentación ajena a este archivo”, olvidando que los alcaldes eran a su vez jefes locales del movimiento y que en muchas ocasiones Ayuntamiento y Falange eran lo mismo. No obstante, lo peor de todo es que, pese al ingente trabajo que acarreaba su investigación, estas fuentes locales (ayuntamientos, juzgados), dado el estado en que nos habían llegado, solo permitían atisbar una parte de la zona visible del iceberg.

En contraste, en Huelva, hoy tenemos un archivo de datos muy accesible desde la web.

Huelva es la única provincia española en que se puede acceder por Internet a la documentación completa de la Auditoría de Guerra de la II División Orgánica. Sin duda se trató de una de esas raras situaciones en que todo funcionó: la actitud de Defensa, el trabajo de José María García Márquez en el archivo y la presencia al frente de la Diputación de José Cejudo, al que no me costó nada convencer de la importancia de aquellos fondos. Todo ello hizo posible la firma de un convenio en 2006 que permitió la digitalización de ciento ochenta mil documentos que contenían unos dos mil quinientos procedimientos relativos a Huelva. Esta documentación, accesible por la web de Diputación y muy bien catalogada, abrió amplias posibilidades a la investigación y a la consulta de familiares e interesados en general.

¿Cómo ha avanzado la investigación sobre estos hechos en Huelva desde la publicación de su libro?

Ha habido un avance importante, visible en las monografías locales publicadas desde entonces (Encinasola, Palos, Bonares, Moguer, Fuenteheridos, El Campillo, Cortegana y otros trabajos sobre la guerrilla, la represión económica y sobre historias personales). El balance es positivo aunque queda mucho por saber. Creo, no obstante, que no se ha aprovechado lo suficiente el hecho de poder acceder por Internet a la documentación generada por los militares. Pese a lo cual hay que decir que Huelva es una de las provincias españolas mejor investigada en lo que se refiere al ciclo abierto con el golpe militar de julio de 1936. Personalmente me alegra haber contribuido a ello.

Sería injusto acabar sin mencionar, porque no la he olvidado, la ayuda que recibí, entre otras muchas personas, de Jesús Ramírez Copeiro, Arturo Carrasco, Antonio Ramírez Almansa, Mario Rodríguez, Antonio Santos Barranca, Manolo Tapada, Antonio Rodríguez Guillén, Diego Monge, Juan Manuel Ramos, Antonio Bravo, Domingo Muñoz Bort, Enrique Martín, Santiago Rodríguez, Longinos Falantes, Ricardo Limia, Francisco Romero Marín, Juan Banda, Antonio Tascón, Eufrasio Pasca, Daniel Bernal, Manuel Carcela o José María Molina Heredia.

*De Francisco Espinosa Maestre (Villafranca de los Barros, Badajoz, 1954), historiador y Doctor en Historia, cabe decir que sus investigaciones se han centrado en la II República, en el golpe militar de julio de 1936 y sus consecuencias en el suroeste español, y en la forma en que la sociedad española ha abordado y guardado memoria de aquellos hechos. Fue coordinador científico del proyecto TODOS LOS NOMBRES y autor del Informe sobre la represión franquista que se unió a la causa abierta por el juez Baltasar Garzón y miembro de la comisión que le asesoró. Entre sus obras principales, además de la que nos ocupa, cabe citar La columna de la muerteLa justicia de QueipoLa primavera del Frente Popular Lucha de historias, lucha de memorias.

La Guerra Civil en Huelva: el libro que rescató del olvido a 6.000 víctimas de la gran represión