Este memorial en Jimena de la Frontera (Cádiz) alberga una biblioteca de miles de libros y pudo levantarse gracias a las familias de los represaliados, entre los que estuvo el abuelo del dueño de la multinacional Festina, Miguel Rodríguez, cuyo papel fue decisivo.

“Soy Juana Barreno Ruiz y nací en las Hermanillas (caserio de la Sauceda), pedanía de Cortes de la Frontera, provincia de Málaga el 28 de mayo de 1935, la menor de cuatro hermanos, el mayor de 7 años, varón”.
Estas frases vienen recogidas en el libro Las fosas comunes del Marrufo, que lleva por subtítulo: Vida republicana y represión franquista en el valle de La Sauceda, una obra colectiva, firmada por Fernando Sígler, Jesús Román, Juan Manuel Guijo y Juan Carlos Pecero.
La comarca era lo suficientemente amplia y abrupta y arbolada —había agua también— para resistir y para esconderse. En ella, se había conformado una resistencia frente al golpe y el área se había convertido en un refugio de milicianos y de desposeídos tras el golpe fascista del 18 de julio contra la II República.

Luego, cuatro columnas avanzaron desde diferentes puntos con el objetivo de “limpiar las zonas marxistas”: Jerez de la Frontera, Alcalá de los Gazules, Jimena de la Frontera y Ubrique.
“El teniente Robles [José Robles Ales] era el comandante de la Guardia Civil de Ubrique, localidad muy cercana al Marrufo y La Sauceda [entre las que hay unos 9 kilómetros] y comandaba una de las columnas. Luego fue el responsable del destacamento que se instaló en el cortijo del Marrufo”, afirma en conversación con Público el historiador Fernando Sígler.
En la zona era muy importante el sector agrario: tenían su relevancia el corcho, el carbón, sobre todo, y también el contrabando, el estraperlo —las matuteras transportaban todo tipo de bienes, incluida la penicilina, destaca Rebolledo—debido a la relativa cercanía a Gibraltar y a la facilidad para pasar desapercibido en el Valle.
“Se produjeron fusilamientos en El Marrufo“, expone Sígler. “Diariamente, se hacían listados con personas que se iban fusilando. Incluso, según consta en el archivo diocesano de Cádiz, el presbítero de una ermita próxima, la del Mimbral, tomó nota de los feligreses que faltaban. Hizo una relación y se sabe cuál fue el destino de más de medio centenar de personas”.
“Los fusilamientos se llevaron a cabo entre finales de mes de octubre hasta finales de febrero de 1937 cuando comienzan a producirse los juicios sumarísimos por las autoridades franquistas“, recoge el trabajo de Romero Márquez.
Sin embargo, puntualiza el historiador, no se puede afirmar que seas “cifras acumulativas”. “Puede ser que esos 70 que cayeron durante la invasión [fueran capturados y] pudieran coincidir luego en El Marrufo. Tenemos cifras pero con parangones diferentes”.
Hay un testimonio que ha llegado hasta hoy, recogido por los historiadores, que afirma que era tal el número de fusilamientos que se estaban produciendo que llegaron hasta los oídos del dueño, quien habló personalmente con Robles para comentarle “que no quería que su finca se llenase de huesos”.
La Casa y Festina
El trabajo de exhumación aún no está terminado, como se expone en Las fosas comunes del Marrufo: “De cara al futuro se hace necesario contar con nuevos testimonios orales o documentales que pudieran precisar la localización efectiva de las fosas comunes y/o individuales, ya que es mucho el terreno que aun no ha sido investigado y donde los testigos sitúan posibles enterramientos, aunque sin una localización efectiva”.
Estos son sus nombres: Antonio Barreno Pérez, Andrés Barreno Pérez, Manuela Cabrera Sevilla, Manuel Domínguez Pérez, Francisco Domínguez Ramos, Roque Fernández Gutiérrez, Jacinto Garcés Rodíguez, Antonio González Ríos, Domingo Herrera Rojas, Pedro Márquez Calvente, Francisco Pérez Fernández, Manuel Pérez Mena, Catalina Ramos García.
Los dos primeros,—Antonio Barreno y Andrés Barreno— son el tío-abuelo y el abuelo de Andrés Rebolledo Barreno, tío y padre, por tanto, de Juana Barreno Ruiz, con el que se abre esta crónica. Rebolledo es uno de los directivos de la Casa La Sauceda, el lugar en el que todas estas historias y muchas otras más han quedado recogidas. El lugar es verdaderamente el último refugio de la memoria.
La Casa es “única” y se pudo levantar gracias al esfuerzo de las familias de los represaliados y, singular y particularmente, de uno de ellos, el empresario andaluz Miguel Rodríguez Domínguez, medalla de Andalucia en 2018 y dueño de la multinacional relojera Festina, quien financió de su bolsillo la exhumación de 2012 (la campaña de 2011 recibió fondos del Estado, pero el nuevo Gobierno, de Mariano Rajoy, dejó a cero las subvenciones para memoria), las pruebas de ADN, que se hicieron en un laboratorio privado, y, luego también la compra y creación de la Casa de la Memoria. Este periódico trató de contactar con Rodríguez a través de los servicios de Festina para recabar su pensamiento al respecto y recordar la historia de sus familiares, sin éxito.
Rebolleda aseguró a preguntas de Público que el abuelo de Rodríguez, Francisco Domínguez Ramos —que está entre los 13 identificados— fue un “pequeño empresario del carbón y de cerdos”. “Compraba al por menor y lo llevaba a Jerez y aledaños”.
La casa está hoy “viva”, expone Rebolledo. Tiene salas expositivas y divulgativas de todo lo que ocurrió con los prisioneros y, luego, con la guerrilla antifranquista, que en esta comarca, tan propicia para el escondite, duró hasta finales de los años 40. Además de la inestimable colaboración crematística de Rodríguez Domínguez, otros han aportado también su grano de arena para que la Casa sea una referencia, un verdadero refugio. El dibujante Andrés Vázquez de Sola y el escritor Jesús Ynfante son dos de ellos.
La biblioteca de la Casa, que está abierta todo el año a visitas escolares, tiene nada menos que unos 7.000 volúmenes, todos ellos relacionados con la guerra civil y la represión. “Ynfante, que falleció en 2018, hizo una donación fantástica de su archivo personal. La biblioteca especializada es riquísima y única. Hay libros únicos, libros editados en París, descatalogados, que ni siquiera están en la biblioteca nacional. Está incluida en el listado de bibliotecas de la Junta de Andalucía. Tiene un servicio de préstamos, que funciona muy bien. Lo lleva un compañero que hizo biblioteconomía”, asegura el historiador Sígler.
La ‘juía’
Tras la conquista de la zona y los fusilamientos en El Marrufo, la zona, como relata Juana Barreno Ruiz, quedó asolada: “Mi madre se echó a trabajar al campo, a coger poleo para las calderas, a hacer picón, a coger tacarninas [voz local para tagarninas], aceitunas, bellotas, chisparras [escoria que dejaban los carboneros y servía para cocinar y calentarse] de los hornos de carbón. Y cuando podía iba a Gibraltar a comprar café azucar o tabaco para revenderlo de contrabando, haciendo de recovera”.
“Fueron años de mucha hambre y miedo. No se podía hablar. Yo era muy pequeña para darme cuenta pero mi madre me lo contaba una vez que fui haciéndome mayor. Mi hermano Francisco estaba en un cortijo guardando cabras, cerdos, pavos y haciendo todo lo que le mandaba el encargado del cortijo. Dormía en un pajar y le daban el café con un trozo de pan por la mañana y una comida al día muy escasa. A final de mes le daban dos o tres pesetas y dos días de descanso para que estuviera con nosotras. A mis dos hermanas Paula y Antonia ya las vi de mocitas que se vinieron al pueblo y ya podían ayudar a mi madre trabajando algo, sirviendo, limpiando o lo que se presentara”.
Quien pudo, huyó a Málaga. Y allí, después, le pilló lo que se ha dado en llamar la Desbandá —la masacre franquista en la carretera hacia Málaga— un término que a Rebolledo no le convence. En la zona le dicen la juía —la huida—. “El término lo hemos rechazado porque fue un término utilizado por los propios franquistas. Pero es lo mismo, fue un éxodo, fue un exilio, salieron varios miles y los bombardearon y ametrallaron por tierra, mar y aire”.
“Fueron dos tragedias paralelas. Quienes pudieron huir fueron hacia Málaga. Y cuando cayó Málaga en febrero de 1937, muchos fueron hacia Almería y les pilló la juía. Otros volvieron a sus pueblos de origen y cuando regresaron fueron encarcelados y sometidos juicios sumarísimos, víctimas de la represión”, asegura Sígler.
Infancia en la escuela
La postguerra en la comarca fue luego durísima. Así lo recuerda Juana Barreno Ruiz en Mi infancia en la escuela: “Con cinco años [era 1940] comencé a ir a la escuela pero muy poco por que mi madre salía muy temprano al campo a trabajar y yo me quedaba sola acurrucada en la cama porque tenía mucho sueño. Iba algo mas tarde y como había muchos niños y niñas de todas las edades, la maestra no echaba cuentas de quien llegaba o había faltado. Sí recuerdo que siempre estaba regañando y dando voces porque había mucha bulla con tanto niño revoltoso”.
“Como digo —prosigue—, éramos muchos, en una casa pegada a la iglesia en la plaza de arriba. La maestra escribía en una pizarra negra que tenía alguna frase y la teníamos que ir leyendo todos a la vez y encima de los dos cuadros, el crucifijo. Todos los días había que rezarle de pie. Nos daban un pizarra pequeña y una tiza ya que no teníamos ni para comprar libreta y lápiz. Había solo un libro para leer y a veces nos leía la maestra o le mandaba a leer a alguno de los que sabia de los más grandes”.
“Recuerdo —continúa— lo de la a,e,i,o,u y alguna cosilla mas pero aprendí muy poca cosa. Era toda la mañana allí con esto, sin recreo como hay ahora, ni íbamos a ningun lado. Solo cuando terminaba la clase había que ir a la iglesia donde nos esperaba el cura a rezarle al cristo el padre nuestro y el ave maría y deseando que terminara para salir corriendo pa la choza a ver a mi madre si había llegado. Alguna veces llegaba hasta la tarde. Mientras, me iba con mis amigas a donde estaban las piedras a jugar al escondite o a las chinas o saltar los números y buscar alguna tacarnina o espárrago o murta para comer algo mientras llegaba mi madre”.
“Realmente —abrocha— no aprendí mucho en la escuela, un poco de leer y un poco de cuentas, pero poco. Aprendí mas de jovencita, bien con mis hermanos o con un hombre mayor que pasaba de vez en cuando por allí. Y sobre todo cuando me vine a trabajar a Jimena que con otras amigas íbamos a una casa donde nos enseñaron algo más. Así éramos todas, los hombres aprendieron algo más pero tampoco mucho, lo mínimo. Sé leer y escribir con dificultad y las cuatro reglas, sumar y restar más o menos y multiplicar y dividir con más dificultad. Cuando mi marido se fue el extranjero le escribía cartas y así aprendí algo más también y leía las suyas”.