La última bruja asesinada en Euskal Herria

Un domingo de luna llena, cuatro disparos resonaron en la noche a dos kilómetros de Gaztelu

ELSALTODIARIO.COM | SANTXIKORROTA | 8-10-2017

Desde que en 1986 la asociación Altafaylla Kultur Taldea publicase su enciclopedia monumental De la esperanza al terror ―el acta definitiva sobre la represión en Navarra durante la Guerra Civil―, la violación colectiva, el asesinato y el cuerpo arrojado a los perros de la niña Maravillas Lamberto, vecina de Larraga, ha ocupado un lugar singular en la infamia. Es una de esas historias de familia jornalera y ugetista en un territorio, la Ribera, donde la disputa por la propiedad de la tierra y la lucha de clases desencadenó el baño de sangre.

Las atrocidades del caso, delicada y conmovedoramente recreadas por el cantautor Fermin Balentzia, eran tan perturbadoras que difícilmente cabía imaginar sucesos similares.

Y, sin embargo, otra historia espeluznante, acaecida aquel fatídico mes de agosto de 1936, ha ido abriéndose paso en el imaginario colectivo. Un crimen relatado por Joxe Mari Espartza en La Sima, con formato de investigación y que le ha ocupado, intermitentemente, tres décadas.

Es verano en Gaztelu, barrio de Donamaria, pequeño núcleo con menos de 700 habitantes de la comarca de Malerreka. Pendientes empinadas, regatas angostas, paisajes lluviosos, colinas de verdes fluorescentes, agricultura y ganadería de subsistencia, tradición, temor a Dios…

El pasado mes de febrero no votó nadie al Frente Popular. El frente de guerra se encuentra a pocos kilómetros y las consignas para llevar a cabo limpiezas de indeseables en la retaguardia son constantes. El clima social es convulso, hay mucha gente armada. Juana Josefa Goñi, embarazada, y seis de sus siete hijos e hijas de 16, 12, 9, 6, 3 y 2 años (el primogénito está trabajando en Lekaroz, otro pueblo de la zona) son acusados de pequeños hurtos y de inadaptación social.

El batzarre, consejo comunitario, condena a esa familia empobrecida. Pedro Sagardia, el marido carbonero que trabaja en los bosques, vuelve, pero una suerte de consejo de notables le impide entrar al pueblo y ver a su mujer.

Es detenido por la Guardia Civil, pasa ocho días en el calabozo ―vagamente acusado de espía― y es puesto en libertad sin cargos con la orden de volver a su tajo, que está a 40 kilómetros.

Entre tanto, la familia es expulsada de su hogar y se refugia en una choza abandonada que acondicionan con ramajes a un par de kilómetros de Gaztelu, en medio del monte. Juana Josefa hace llegar una carta a Pedro pidiéndole dinero, y éste hace un envío que no encuentra destinatario y es devuelto: ya no hay nadie habitando la casa. Más tarde, y tras varios intentos infructuosos para ponerse en contacto con su mujer, se alista como voluntario requeté. Puede que, en una situación desesperada, tratara de mostrar fidelidad al Alzamiento.

La sentencia, sin embargo, ya ha sido ejecutada. Un domingo de luna llena, cuatro disparos resuenan en la noche, arde la cabaña y Juana Josefa y su prole son ejecutados y arrojados (¿algunos vivos?) a la sima de Legarrea, situada a escasos 500 metros de la txabola. La subida de los condenados hasta la cavidad (cuya profundidad equivale a 16 pisos), se antoja macabra.

El sumario posterior, en plena posguerra, incluye declaraciones difamatorias de curas que califican de despreciables a criaturas que apenas saben andar, mentiras de guardias civiles, suicidios, muertes accidentales… y un pacto de silencio que durante ocho décadas ha echado tierra sobre el asesinato de esta familia desapegada de la moralidad y de la religiosidad cristiana, hasta que, por fin, los cuerpos fueron finalmente exhumados el pasado 2 de septiembre.

Porque, ¿qué llevó a Juan Josefa Goñi a convertirse en el chivo expiatorio de un ecosistema compuesto, de manera abrumadoramente mayoritaria, por católicos practicantes de moral intachable y costumbres apacibles?

Al parecer, su madre pagana creía en los dioses antiguos de la mitología vasca, tenía conocimientos de herboristería, era curandera, de condición humilde y no pisaba la iglesia. Es probable que algo de eso transmitiera a sus dos hijas ―que se casaron embarazadas― y quizás también por ello,  la pequeña, Juana Josefa, fue castigada de un modo tan atroz.

Algo que, por otra parte, no sería nuevo porque ya en 1610 dos vecinas del pueblo acabaron en las mazmorras de la Inquisición, como parte del proceso seguido contra las brujas de Zugarramurdi.

PLANTEAMIENTOS INFAMES

Conviene aclarar que no existe una reconstrucción histórica profunda y rigurosa sobre la persecución sufrida por las mujeres entre los siglos XV y XVIII. Ni en el Estado español, ni a escala europea o americana. Ahora bien, el problema del Museo de las Brujas de Zugarramurdi no es solo la mirada descontextualizada e incompleta que ofrece (y que no proporciona herramientas para comprender lo sucedido) sino la panorámica distorsionada que, carente de referentes históricos, proyecta en su conjunto.

Se presenta la caza de brujas en la que miles de personas fueron investigadas y hubo 80 condenas a muerte (que tras los arrepentimientos quedaron en once ejecuciones), como una pelea entre vecinos. No se explica el contexto social, económico o político que desencadenó la persecución en el Viejo Continente (exportada posteriormente al Nuevo Mundo) y que llevó a la muerte a decenas de miles de mujeres.

La mayoría no solo fue asesinada sino también torturada de manera horrorosa, y muchas fueron quemadas vivas públicamente para aterrorizar a sus comunidades. Los números de mutilaciones, suicidios, enfermedades mentales, exilios o vidas destrozadas por aquel terror organizado nunca podrán conocerse.

Ante esta realidad, ¿cuál es la interpretación que sugiere el museo? El cortometraje que pretende definir el marco conceptual de los hechos intercala imágenes de Galileo, Hitler, Stalin, y de algunos de los físicos alemanes y estadounidenses (Heisenberg, Einstein, Oppenheimer) que participaron en la carrera para construir la bomba atómica durante la Segunda Guerra Mundial… para acabar situando esta represión específica hacia las mujeres en las claves de la eterna lucha entre la Razón y las supersticiones o la irracionalidad.

Por otro lado, la oferta de las tiendas para turistas a ambos lados de los Pirineos contribuye a apuntalar estas narrativas: escaparates con muñecas que representan a mujeres viejas, sin dientes o con los dientes fuera de la boca, jorobas, narices desproporcionadas y sonrisas satánicas.

Toda una degradación y deshumanización de aquellas campesinas y proletarias, que según el merchandising contemporáneo no merecen ser tratadas como seres humanos reales.

En definitiva, esta ridiculización y mercantilización de su muerte contribuye a extender un manto de silencio sobre una de las luchas de clases más colosales y determinantes de la historia de la humanidad: el cercamiento de los comunes y la acumulación originaria que da paso a la primera fase del capitalismo.

En aquel entonces, muchas mujeres se opusieron con sus cuerpos y pagaron un caro precio por acompañar, cuidar o liderar las comunidades que trataron de resistir el saqueo en marcha.

Y, para colmo, esos relatos que los verdugos y torturadores utilizaron para estigmatizarlas, criminalizarlas y asesinarlas son también ahora ―en Zugarramurdi o durante el Halloween de cualquier ciudad anglosajona―, un vehículo de transmisión cultural de primer orden para consolidar una visión degradante y vergonzosa de las mujeres mayores.

¿Alguien se imagina que los comercios del Auschwitz actual vendieran figuritas de judíos frotándose las manos, con miradas aviesas y tirabuzones? ¿Tendría sentido encontrar en Ondarroa juguetes caricaturescos de Andoni Arrizabalaga, el hijo de Itziar en la canción de Pantxoa eta Peioa, sometido 22 días al tormento en comisaría durante el estado de excepción de 1968 en Gipuzkoa?

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