Las tijeras salvaron la vida de Félix en Mauthausen

► Félix Yébenes estuvo recluido en el campo de concentración austríaco casi cinco años.

► Realizó trabajos forzados en la cantera, pero su oficio de peluquero le salvó de la muerte.

► Fue gran amigo del fotógrafo Francis Boix y estuvo implicado en el robo de material fotográfico que se llevó como prueba a los juicios de Núremberg

PÚBLICO | MARTA TOMÉ | 2-2-2019

Abrió los ojos muy sorprendido sin decir nada. Félix atravesó la puerta de la barbería, instalada en los primeros barracones del campo de concentración de Mauthausen, y observó durante unos minutos. Se encontró a tres barberos cortando el pelo a oficiales de las SS con una maquinilla eléctrica. Un artilugio nuevo para él que podía complicarle la prueba para dejar las extenuantes jornadasen la cantera tras año y medio cavando, cargando piedras de muchos kilos, calmando su estómago con pequeños cuencos de caldo y bastante agua, lo único que no estaba racionado.

El deportado tenía mucha experiencia como barbero porque había ejercido en su pueblo natal, Villafranca de los Caballeros, pero aquella maquinilla parecía endiablada. Le tocó el turno, la cogió y se puso a cortarle el pelo a Gustave, uno de los mejores peluqueros de allí, un deportado político que poco después ejerció como kapo, al que el Félix le cayó simpático. Superó el examen en pocos minutos y permaneció al calor de una estufa durante una temporada, aunque no se libró de las constantes humillaciones que sufrían sus compañeros de barracón.

“A mi padre le salvó su profesión y su vida fue menos mala que la de otros en Mauthausen”, cuenta su único hijo Juan Luis Yébenes, convencido de que tuvo cierta libertad para salir y entrar del campo de concentración austríaco y cumplir con su jornada. Incluso fue escalando como barbero porque más de una vez le cortó el pelo a Franz Zieris, el comandante, al que solían atender otros tres peluqueros. Una tarea más difícil que hacerse con la maquinilla eléctrica tratándose de un hombre tan despiadado, pero también pasó el examen y en alguna vez le tocó peinar a su mujer Ida.

A Jean Louis su padre no le explicó mucho de esos años. “No solía hablar de la deportación ni de Mauthausen. Y si decía algo era para contar la historia de alguno de sus amigos”. Quizá el horror es mejor no destaparlo, pero el hijo ha ido reconstruyendo lo poco que le contó. La primera vez que le escuchó hablar de las SS tenía nueve años. Hubo más conversaciones, pero con cuentagotas y Jean Louis aprendió a convivir con sus silencios mientras observaba las fotos que su padre guardaba de aquel infierno y saludaba a las visitas que recibía de antiguos deportados.

Félix, un hombre menudo, algo orejón y con cara de pícaro, cruzó la inmensa puerta de Mauthausen el 13 de diciembre de 1940. Lo capturaron, junto a muchos españoles al noroeste de Francia, cerca de la frontera, tras meses en un campo de trabajo. Lo metieron y apretujaron en un convoy de ganado en un interminable viaje, lo sacaron a culatazos de fusil y al poco de su llegada pasó a ser un prisionero más, desinfectado, rapado y con uniforme de rayas.

“Cuando lo cogieron lo primero que se le pasó por la mente es que tenía que permanecer vivo, cuánto más tiempo mejor porque lo normal es que duraran unos cuatro meses al entrar en un campo de exterminio”. Sin embargo, el calendario fue pasando días de un invierno glacial, Félix siguió vivo y trabajó en la cantera durante año y medio, algo impensable para su hijo, porque los prisioneros se consumían con rapidez por agotamiento y falta de alimento. Sobre el papel, las raciones diarias impuestas desde Berlín eran de 2.300 calorías, pero sólo se repartían nabos, café aguado, chuscos de pan y caldos, y muchos deportados terminaban masticando cartón para engañar al estómago. “Mi padre estaba acostumbrado a comer poco y era pequeñito, una ventaja porque no necesitaba comer tanto. Tenía rodaje tras haber combatido con el V Regimiento en la Guerra Civil”.

Jean Louis no quiere que se escape ningún recuerdo. “Mi padre tuvo un accidente una vez volviendo de su jornada. Estaba a punto de entrar por una de las puertas laterales, se aproximó al centinela armado que tenía un perro y éste se lanzó y le mordió con fuerza en el culo”. Aquello lo supo su hijo al ver la enorme cicatriz de la dentellada. También le contó que unas amígdalas pudieron costarle la vida. Un dolor tan agudo suponía una visita segura a la enfermería y muy pocos salían con vida. “Le dijeron que tenían que operarle y menos mal que allí había un enfermero catalán llamado Ginesta, amigo suyo, y consiguió que lo hiciera un médico deportado polaco”. Todos los prisioneros acabaron con problemas médicos y Félix tuvo que tratarse después una úlcera de estómago, un mal que afectó a muchos. También en los registros oficiales figura que fue trasladado en transporte sanitario hasta Lyon tras la liberación porque resultó herido en un hombro.

El hijo de Félix asegura que una vez lo torturaron, pero no supo por qué ese día le tocó a él. Sin embargo, el autor francés Jean Laffitte detalla en su libro El ahorcamiento el crudo episodio. Quizá a su padre le resultó más fácil hablar de esos años endemoniados con alguien que estuvo Mauthausen en 1943. Un día se encontró con una desagradable sorpresa y dejó vacante su puesto de barbero. Lo llevaron al bloque 19, un módulo de aislamiento para prisioneros antes de su traslado. Entró en el primer comando formado por cincuenta españoles para acondicionar otro campo de concentración cercano, pero la estancia se complicó por la huida de cuatro deportados una noche. Los SS se enteraron enseguida y obligaron a los 46 prisioneros restantes a formar en el exterior durante horas bajo un sol abrasador. A continuación, el comandante, apodado ‘El Caballo’, por su rostro caballuno, les ordenó realizar ejercicios gimnásticos hasta la extenuación y correr hasta una cantera abandonada a tres kilómetros con el peso de una piedra. A la mañana siguiente, los SS interrogaron a los deportados y no hubo respuesta, con lo que decidieron colgar con las manos atadas a la espalda a cinco españoles, entre ellos a Félix, los que dormían junto a los huidos. “Romo era de peso ligero y soportó sin gemir los primeros momentos”. Laffitte narró también que el dolor era tan insoportable que para dejar de sufrir lo mejor era dislocarse el hombro, «así que dio un golpe de riñón, le subió una nausea y se desmayó».

Los castigos continuaron durante una semana y Félix tuvo que cumplir un condena extra, afeitar al comandante, al que estuvo apunto de rebanarle el cuello para acabar con su sufrimiento. Sin embargo, recibió ayuda del peluquero Gustave y superó esos días hasta su vuelta a Mauthausen. Un año más tarde, el toledano volvió a toparse con el Caballo en la barbería y notó como el sudor frío se adueñaba de su cuerpo mientras le atendía.

Una estrecha amistad

“Mi padre tenía en casa muchas fotos que había hecho Francis Boix, las entregaron a los juicios de Núremberg y a distintos museos”. En cambio, otras instantáneas de grupo y varias en las que aparecen ambos están guardadas en un altillo de su casa. Los dos eran muy amigos, comunistas y participaron en el robo del material fotográfico que probó las torturas, los crímenes y el sadismo diario de los nazis.

Su hijo recuerda la visita del fotógrafo a casa de su padre, considerado un héroe por sus fotos y su participación en la sustracción de alrededor de 20.000 negativos, aunque sólo aparecieron un millar. Pero Boix no fue el único fotógrafo en Mauthausen, Antonio García y José Cereceda también trabajaron en el laboratorio que guardaba las visitas oficiales, las fotos de registro de los presos, el día a día y los asesinatos, aunque el protagonismo se le atribuye al primero no sin cierta polémica. García le dijo en ocasión al historiador Benito Bermejo que ellos se limitaban a ver, oír y callar, aunque lo cierto es que circulan más versiones y alguna centrada en la enemistad con Boix “por su disposición a lamerle las botas a los SS”, como apunta el historiador David W. Pike en su nuevo libro Dos fotógrafos en Mauthausen.

También desde hace años corre una versión comunista del robo de las fotos que atribuye la misión de esconderlas a Félix Yébenes, “secretario de la organización secreta” de los españoles en Mauthausen, según comenta Pike en Españoles en el Holocausto. Y es posible que pidiera a Boix que estudiase la forma de sustraer 2.000 fotos para guardarlas en un lugar secreto. Sea cierta o no esta hipótesis, los historiadores sí comparten que el material se repartió y parte se trasladó al comando de desinfección para coserlo en las ropas, al taller de carpintería y al relojero Marcelo Rodríguez para que lo pusiera a recaudo. Más tarde, los deportados lo entregaron al comando Poschacher, formado por jóvenes españoles que trabajaban fuera de Mauthausen gracias a una empresa familiar de construcción que necesitaba mano de obra, y las fotos terminaron en manos de Ana Pointner, una vecina del pueblo que ayudaba a los deportados y las ocultó durante meses.

Muchas fotos se perdieron por el camino, otras circularon de mano en mano y las más impactantes terminaron como prueba en Núremberg. Pero Jean Louis, el hijo de Félix Yébenes, también ha heredado de su padre, fallecido en 1983, unos recuerdos muy valiosos.

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