Imagínese vivir en una ciudad-prisión, donde el 40% de la población fueran presos. Donde cada madrugada circularan los camiones llenos de personas a las que les quedarían pocas horas para ser ejecutados. Donde las afueras de la ciudad fueran el escenario macabro en el que los pelotones fusilamiento actuaran cada día. Seguramente, su memoria habrá evocado escenas de distopías futuristas de sociedades violentas y autoritarias.
Desgraciadamente, no es necesario imaginarlo. Fue una realidad bien cercana a nosotros. La ciudad de León a partir de 1937 fue esa ciudad-prisión. La Guerra Civil y la instauración de la dictadura franquista creó 7 campos de campos de concentración, de mayor o menor tamaño. El ambiente de desconfianza, miedo y sensación de estar sometido a un estado policiaco invadió la capital leonesa.
San Marcos era la cabeza de un complejo que tenía dos satélites más en el actual Colegio Ponce de León y en el antiguo Hospicio, cerca del Conservatorio de Música. Pero para tener espacio físico suficiente para la enorme cantidad de presos que llegaban se llegaron a establecer otros sub-campos en el derribado Cuartel de la Fábrica de la calle Independencia y en la curtiduría de la calle de Santa Ana. Así mismo hubo centros de arresto eventuales en el propio edificio de la Diputación y en el Parque del Cid.
Tanta abundancia de centros de detención y castigo abruma, sobre todo si te tienen en cuenta las cifras concretas. Según los archivos oficiales, llegó a haber 12.000 presos en una ciudad que tenía entonces unos 30.000 habitantes. Casi se llegaba a la mitad de la población.
De estos campos de concentración salieron muchos de los presos que fueron ejecutados, muchos de ellos sin juicio legal y otros en los que se les imputaba el surrealista cargo de ‘sublevación’ cuando simplemente no se habían unido al llamado ‘alzamiento nacional’. Testigos de estas ejecuciones ilegales fueron el propio puente de San Marcos, los terrenos anexos al cementerio civil, el polígono de tiro de Puente Castro y algunos campos de Villadangos.
No sólo en la capital hubo campos de estas características, sino que también se establecieron en El Bierzo (Fabero), en Astorga (el Cuartel de Santocildes y la Pajera de Carro), en La Bañeza y en Valencia de Don Juan (Casa Ponga).
Es una triste paradoja que en una provincia donde sólo se produjeron combates en el norte, la represión se cobrara tantas muertes. Muertes que fueron olvidadas y que sólo gracias a la labor de los investigadores y de un turista alemán (Willfried Stuckmmann) que luchó para que el Parador de San Marcos reconociera su propio pasado, comienzan a salir del olvido. Hoy una pequeña placa semi-escondida recuerda a los que sufrieron entre sus muros. Se echa de menos más información y reconocimiento simbólico en todos esos escenarios de la infamia.
Los campos de concentración en León cumplieron una doble función: maltratar a los que estaban dentro y amedrentar a los que estaban fuera. Con ellos se consiguió cercenar la tradición liberal de la ciudad de León y sustituir/reprimir a la burguesía leonesa que había mostrado algunas preocupaciones sociales (como se había visto en el caso de la Fundación Sierra Pambley) por élites llegadas a través de la Falange que explotarían el poder local para sus intereses, como fue el caso de Carlos Pinilla.
La Guerra Civil dejó en León muchos vencidos y ningún vencedor, ya que perdió el conjunto de la sociedad. Es importante el recuerdo de la Historia, para que nunca vuelva a ocurrir.