Los perpetradores de la España golpista del 36 y la dimensión internacional del 18 de julio
David Alegre Lorenz
(Universitat Autònoma de Barcelona)
1.11.2025
El presente texto, respuesta al comentario de Luis Castro, defiende la necesidad de llevar a cabo investigaciones sistemáticas de los perpetradores del 36, el funcionamiento de las maquinarias de eliminación en las que se integraron y las razones de que se escogieran ciertos perfiles para estas tareas. También se apunta que tal cosa solo es posible en marcos espaciales bien delimitados a partir de los cuales tiene que ser posible inferir conclusiones generales y aportar herramientas para abrir nuevas vías de exploración para la historiografía. En este sentido, reflexiono en torno a por qué creo que hubo mucha más contingencia que premeditación tras las políticas eliminacionistas de 1936, y desgrano cuáles fueron para mí las lógicas e intereses muy diversos que confluyeron detrás de estas. En última instancia, los estudios de caso revelan con bastante claridad que las autoridades golpistas detectaron e instrumentalizaron la predisposición y el talento de ciertos individuos para hacer este trabajo sucio en toda la cadena de mando.
Sobre el alcance geográfico del trabajo podría haber señalado de forma más explícita y desde el principio que la investigación que presentaba en Conversación sobre la Historia se beneficia de un conocimiento muy exhaustivo de lo ocurrido en todos los territorios de Aragón que quedaron bajo control golpista. En cualquier cosa, creía que podía sobreentenderse con el cierre del primer texto que motiva este debate. A ello se sumaría la dirección de dos tesis doctorales en curso por parte de Etienne Kogan, que analiza a los Leones de Rota, un grupo de perpetradores que operó en la sierra de Grazalema, y de Alba Llavina, que aborda las transferencias coloniales y el papel de los especialistas de la Guardia Civil en la implementación de la violencia del 36 a través de las delegaciones de Orden Público y los gobiernos civiles. También ha sido importante mi participación en diferentes proyectos de investigación colectivos, sobre todo PERPETRATE, dirigido por Miguel Alonso y Javier Rodrigo.
Hacer un texto que fuera viable y manejable para el formato del blog me llevó a dejar fuera elementos que sin duda habrían dado un mejor sostén a todo lo que apunto, pero consideré más operativo lanzar algunas ideas generales en torno a las cuales poder debatir y a partir de las cuales plantear nuevas exploraciones investigadoras. De hecho, el origen de todo este proyecto fueron los perpetradores materiales que actuaron en el entorno de Teruel capital, donde he venido haciendo desde hace ya una década un muy exhaustivo trabajo de campo en forma de entrevistas. No iba buscándolos a ellos, realmente aparecieron en conversaciones que tenían como fin conocer la experiencia de la población civil en la batalla del 37-38 y la lucha por la supervivencia en la posguerra. No obstante, la metodología tendente a realizar historias de vida y a comprender el contexto de la forma más amplia posible hizo que me encontrara una y otra vez con una serie de alias señalados como los responsables materiales de los asesinatos, siempre privados de su nombre real y de sus contornos humanos. Con el tiempo di con sus identidades reales, un poco por casualidad y un poco porque el que busca encuentra, lo cual me llevó a reconstruir su trayectoria y su forma de operar, para constatar que en su mayoría siguieron desempeñándose como perpetradores en la posguerra, en este caso como agentes de la Delegación Nacional de Información e Investigación de FET-JONS en sus ámbitos locales.
En Teruel fue un grupo pequeño de hombres, en colaboración con un grupo también pequeño de guardias civiles de los rangos más bajos que se dedicaron casi en exclusiva a estas tareas criminales, con evidencias dispersas tanto en sus respectivas hojas de servicios (Archivo de la Dirección General de la Guardia Civil y Fondo de Milicias del Archivo General Militar de Ávila), como en cartas a la secretaría particular de Franco (Archivo General de Palacio) o a la Delegación Nacional de Excombatientes (Archivo General de la Administración), en los interrogatorios de la inteligencia republicana y de los tribunales populares a prisioneros de la batalla de Teruel (Archivo General e Histórico de Defensa) o como testigos de las inscripciones fuera de plazo de desaparecidos forzosos y asesinados (Archivo Histórico Provincial de Teruel). En este sentido, la documentación para nada ofrece la sensación de que hubiera mucha rotación en las tareas de eliminación directa, más bien todo lo contrario, lo que nos permite intuir es que las agencias golpistas detectaron un talento para matar en ciertos individuos que instrumentalizaron y explotaron a conciencia. Lo mismo parece ocurrir en otros casos como el de los Leones de Rota que estudia Etienne Kogan, donde los perpetradores materiales se encuentran un poco por encima de la media de edad que señalaba en mi primer texto, en su caso entre los 30 y 35 años, como explicará él mismo en un trabajo de próxima aparición. Quizás todo esto que le comento quedará mucho más claro en esa segunda monografía que tengo previsto publicar sobre la violencia en el Aragón rural, por la exhaustividad detalladísima con la que conozco lo ocurrido en Calatayud y Teruel.
El caso es que llegué a obsesionarme con la reconstrucción de las trayectorias personales de estos individuos, porque ni la historiografía española ni ningún otro agente científico o cultural de nuestro país se había acercado a ellos con detenimiento. Y creí que era necesario, que valía la pena hacer este esfuerzo investigador, entender de dónde venían, quiénes fueron sus familias, qué tipo de vida tuvieron antes y después, cómo se beneficiaron de sus actos, etc. Una parte clave del terrible fresco del 36 quedaba muy incompleta sin las redes de sociabilidad y los móviles a través de los cuales se atrajo al personal que se encargó de los asesinatos, pero también sin devolverles su agencia, es decir, sus intereses y su universo mental. Creo que decir que todo esto estaba por hacer no es una crítica, es simplemente constatar una evidencia. Lógicamente, eran muchas las dificultades y problemas público-políticos de abordar estos temas, y las prioridades más urgentes en ciertos momentos fueron otras, como atender a las víctimas, por pura lógica y humanidad. Otro tema no menor era el de las fuentes, algunas no accesibles, aunque otras sí, por poco conocidas o completamente inexploradas, como las del Archivo General Militar de Ávila, con fondos de un valor incalculable.
Para no quedarme en lo anecdótico, empujado también por el trabajo y los debates compartidos con colegas como José Luis Ledesma, Diego Palacios, Antonio Míguez, Fernando Miquelarena, Carlos Gil Andrés, Ángel Alcalde, Javier Rodrigo o Miguel Alonso, entre muchos otros, intenté entender la estructura más amplia dentro de la cual actuaron. Como decía, los perpetradores en las zonas rurales como Teruel lo hicieron en calidad de “agregados a la Comandancia de la Guardia Civil”, es decir, eran militantes de las milicias falangistas (en mi caso) cedidos por la organización para atender “la multitud de servicios de desaparecidos”. Porque, efectivamente, una cosa que me ha permitido esta investigación exhaustiva en fondos inagotables, como los provinciales de milicias, ha sido detectar los eufemismos que se utilizaron tanto en la documentación de la Guardia Civil como en el Ejército y en Falange para referirse a la participación en las tareas eliminacionistas: servicios de información y contra espionaje, servicios de confianza de la autoridad, servicio de información e investigación, servicio especial de desaparecidos, misiones especiales de suma importancia para el mando, servicios comprometidos, etc. Creo que esto por sí solo es valioso, porque permitirá a futuros investigadores que se adentren en estos temas entender el lenguaje del poder en un asunto tan espinoso como es el de los crímenes golpistas.
Entender la estructura, la cadena de mando y la toma de decisiones en la que se enmarcaron los perpetradores de bajo rango, es decir, los asesinos, exigía un trabajo de reconstrucción y de archivo muy amplio y minucioso. En mi zona de trabajo inicial, el Teruel y las comarcas del Jiloca y Albarracín bajo control golpista, toda la documentación me acabó conectando por lógica jerárquica a Zaragoza y por circulación de personal a Calatayud. Por tanto, no podía hacerse un buen estudio de la violencia ocurrida en Teruel sin atender a otras realidades, y yo, iluso de mí, creí en un primer momento que sería posible encajar las lógicas y responsables de dicha violencia en Aragón dentro de una sola monografía. Acabé haciendo un libro dedicado únicamente a Zaragoza por la magnitud de la organización que se puso en marcha allí para hacer posibles las políticas de eliminación, porque la ciudad en sí misma era un microcosmos que merecía un tratamiento detallado, sobre todo porque la documentación que fui encontrando me lo permitía. Y aquí estamos. En este sentido, mi artículo inicial para el blog pretendía inferir conclusiones generales a partir de un caso regional amplio, pero regional al fin y al cabo.
Usted mismo apuntó cosas muy interesantes para el caso de Burgos en su fantástico trabajo Capital de la Cruzada (2006), en algunos casos con intuiciones muy acertadas, como cuando señalaba en su epígrafe “Responsables y ejecutores” el papel clave de los gobernadores civiles. No obstante, lo que nos ofrecía eran en muchos casos suposiciones, bien fundamentadas, por supuesto, incluso con algunos nombres y casos destacados que sin duda valdría la pena explorar, cosa esta última que la historiografía no se aventuró a hacer. En este sentido, muchos compañeros y yo mismo creemos que sí, que contamos con una visión global de las políticas eliminacionistas de 1936, pero tentativa y vaga en muchos puntos de la cadena de mando y en el funcionamiento de la toma de decisiones. Nos faltaba sistematicidad. Trabajos como el suyo para Burgos pusieron de relieve la importancia de analizar los contextos con profundidad y amplitud, de entender la vastedad de las maquinarias y complicidades necesarias para destruir decenas de miles de vidas humanas en apenas unos meses, pero era lógico desde un punto de vista historiográfico delimitar responsabilidades y funciones, además de que era justo y necesario a nivel moral y humanitario.
Desde una perspectiva más puramente militante, creo, como decía el tan citado Walter Benjamin, que si el fascismo vence “ni los muertos estarán a salvo”, y como él mismo apuntó, en cierto modo “no ha dejado de vencer”. Buena muestra de ello es la derogación de las leyes de memoria democrática en diferentes comunidades autónomas, la batalla cultural impulsada por la ultraderecha dando visibilidad y respetabilidad pública al trabajo de pseudohistoriadores y panfletistas, así como los obstáculos constantes a la exhumación de fosas. Creo que la opinión pública debe ser confrontada con el perfil humano y las motivaciones de quienes mataron en 1936, para entender en toda su tragedia y magnitud las bajezas y miserias de aquellos días, pero también las lógicas al más alto nivel, que hicieron posible la comisión de crímenes contra la humanidad en aquellos meses y que pusieron los fundamentos mismos de la dictadura franquista. Existen pocas cosas tan pedagógicas e impactantes como poner rostro y voz a toda esta violencia, por eso vale la pena traspasar esa puerta, porque tenemos los medios para ello y porque tiene un potencial educativo sobre las nuevas generaciones. Estas se encuentran felizmente desconectadas de una guerra civil que queda lejos de su horizonte referencial, aún con todo deberían poder conocer el legado durable de los asesinatos del 36. No en vano, las evidencias nos permiten intuir que estigmatizó a ojos de sus convecinos y traumó de por vida a muchos ejecutores que actuaron en plena juventud, que siguieron viviendo en las mismas calles muchas décadas después y que probablemente en algunos casos no tuvieran la capacidad ni la experiencia necesarias para medir en toda su magnitud las consecuencias de largo alcance de sus actos.
En Capital de la Cruzada usted afirmaba con acierto que “a la vista de la multitud de asuntos a los que tenían que hacer frente los gobernadores durante la contienda, cabe suponer que delegaban las cotidianas funciones represivas en otras personas”. La cosa es entender cómo se distribuyeron dichas responsabilidades, con qué criterios, a qué personas y bajo qué organización y directrices. Esto es lo que intento contestar con todo lujo de detalles tanto en Verdugos del 36 como en el libro que espero que le seguirá. En el caso de Zaragoza se cumple a la perfección lo que usted decía: efectivamente, las políticas eliminacionistas y toda la gestión securitaria quedaron en manos de la Delegación de Orden Público, una agencia en la que estuvieron representadas Guardia Civil, Falange y Policía, esta última casi siempre fuera del foco de la historiografía dedicada a estos asuntos y que en mi investigación tiene un lugar importante a través de los fondos del Archivo General del Ministerio del Interior. De hecho, gracias a la tesis doctoral en curso de Alba Llavina intuimos que en todos los sitios se cumplió a la perfección este guion de transferencia de las competencias sobre seguridad y violencia a un delegado de Orden Público nombrado ad hoc. En el caso de Zaragoza este fue con toda seguridad el responsable de autorizar las sacas y ordenar los asesinatos, con diferentes nombres al frente a lo largo de los años de conflicto, mientras que en Burgos, como usted puso de manifiesto, fue el gobernador civil. Obviamente, delegaciones de Orden Público y gobiernos civiles siempre mantuvieron un estrecho contacto entre sí, también en el caso de Zaragoza.
En las pequeñas comandancias como Teruel, Calatayud, Huesca o Jaca, ciudades medias-pequeñas de la España septentrional del interior, las cosas fueron más complicadas: los gobernadores civiles fueron a veces hombres de paja, como en Teruel, y las delegaciones de Orden Público tardaron más en dibujarse como la estructura donde se dirimían estos asuntos que nos ocupan, quedando la toma de decisiones a cargo de un grupo a veces etéreo de hombres de la más absoluta confianza del comandante de cada una de estas plazas que conformaban tribunales improvisados para valorar la necesidad de eliminar o no a determinados individuos. Y digo etéreo por no alargarme demasiado, pero las cosas apuntan un poco en la dirección que señalaba Salas Larrazabal para Burgos, a quien usted cita en su trabajo de 2006. En los casos que yo he estudiado había desde oficiales de complemento movilizados al calor de la guerra, con intereses particulares muy evidentes, hasta personal civil de las organizaciones políticas, pasando por militares y guardias civiles; las fórmulas, por supuesto, son siempre similares. En este sentido, no tenemos evidencias documentales de que figuras como Martínez Anido tuvieran alguna relevancia en la maquinaria eliminacionista de 1936, la ocupación de cargos relevantes sobre el papel no llegaría hasta el año siguiente, cuando se había completado la eliminación de en torno a un 60% de las víctimas del bando golpista. Aún con todo, Joaquín Rivera Chamorro ha arrojado nueva luz en “Quiñones de León, Severiano Martínez Anido y la alternativa monárquica de la sublevación militar de 1936” (2024) sobre la implicación de dicho general en la trama conspirativa, si bien contamos con pocas alternativas más allá del archivo familiar, dada la desaparición de su hoja de servicios.
En definitiva, la pregunta pasa por saber exactamente quiénes se encargaron de las políticas de eliminación, cómo, cuánto tiempo y por qué. Usted hablaba en 2006 de figuras muy destacadas para el caso de Burgos, como Joaquín del Moral, pero yo me pregunto: bajo qué figura y con qué legitimidad. Se trata de preguntas que para mí siguen pendientes de respuesta tanto en este caso como en otros. También ponía como ejemplo al capitán de la Guardia Civil Enrique García Lasierra, que de hecho acababa de llegar a Aranda de Duero en junio del 36, apartado de su mando al frente de una de las compañías de la Benemérita en Zaragoza, donde era uno de los hombres fuertes en los preparativos, de los que estaba al tanto tres meses antes de que se desatara el golpe. Esto lo sabemos gracias a su hoja de servicios, que nos permite conocer su trayectoria personal, fundamental para hacer esa historia tan necesaria de los perpetradores, y gracias a ello sabemos también que fue gravemente herido en los enfrentamientos que permitieron reprimir la huelga revolucionaria de octubre de 1934 en la comarca zaragozana de Cinco Villas, lo que sin duda contribuyó a su radicalización y a la de muchos otros como él, indignados por las noticias y rumores que corrían por los cuarteles desde los tiempos de Castilblanco.
Sin duda, en lugares de menor entidad demográfica que Zaragoza es mucho más extraño encontrar maquinarias tan vastas como la que se puso en marcha en la capital aragonesa, una ciudad que casi dobló su población durante la guerra. No digamos ya en el mundo rural, donde la violencia tuvo sus propias lógicas. En este caso, coincido con Ricardo Robledo (La tierra es vuestra, 2022) en que las políticas de eliminación buscaron resolver por la fuerza la cuestión agraria, tanto en lo referente al acceso a la tierra como en lo que respecta a la búsqueda de unas relaciones laborales reguladas en un sentido más justo. Lo enquistado del conflicto es lo que explica la virulencia y el ensañamiento tan particulares en infinidad de poblaciones de toda la geografía peninsular que cayeron bajo el dominio golpista o que quedaron en zona republicana. Aunque no en todas, y es importante subrayarlo para evitar análisis sesgados donde la violencia sea omnipresente, cuando hubo autoridades locales que con riesgo de su vida se negaron a contribuir a la destrucción de vidas humanas. Para este último caso vuelvo a remitirme al Retaguardia roja (2019) de Fernando del Rey, que creo que captó magníficamente las dinámicas de largo alcance y la complejidad que rodeó el despliegue de la violencia, todo lo cual sigue precisando de más investigaciones pormenorizadas en lo referente al caso republicano y revolucionario.
No creo que rompa ningún consenso historiográfico al señalar algo que me parece lógico, porque además es constatable y rastreable por medio de las fuentes, a saber, que hubo un diálogo en las dinámicas de radicalización de ambas retaguardias. Ambas violencias se alimentaron entre sí en las primeras semanas porque en su alcance último y en sus formas fueron contingentes. Estas no flotaban en el aire ni respondían siempre a un plan claramente prefijado, sino que a menudo cobraron vida condicionadas por el grado de éxito percibido por los contemporáneos en el triunfo o cancelación del golpe de Estado, dependiendo de qué lado hablemos. Estas violencias dependieron de múltiples variables a veces desatendidas: los perfiles concretos al frente del poder en cada punto de la geografía (la dirección flexible, tal y como conceptualizó Julio Prada en La España masacrada, 2010) y los equilibrios de poder en cada punto de la geografía; el ritmo de las operaciones militares y el grado de resistencia creciente con que se encontraron, con la consiguiente frustración; los miedos sociales dominantes en cada zona y la capacidad de las fuerzas dominantes para imponerlos como lectura de la realidad; la porosidad del contacto entre la zona republicana y golpista a través de evadidos, refugiados o individuos liberados en las zonas recién ocupadas, que fue constante, así como los contactos muy intensos entre españoles al sur de Francia; etc. Solo a partir de todo esto podemos conocer en toda su complejidad y magnitud las particularidades inherentes a cada zona, los proyectos políticos que convivían en ellas y las diferencias cualitativas entre las violencias que desplegaron, entendidas estas como herramienta de dominación y control territorial.
Evidentemente, no creo en los esencialismos ni en el mal encarnado, sino en la racionalidad que hay detrás del empleo de la fuerza y la violencia en el ejercicio del poder, y en que vale la pena revisar las lógicas que hicieron posibles las violencias, por si pudiera enriquecer unos análisis que necesariamente deben ser complejos, tanto en el conjunto general como en lo particular de cada caso. Tampoco creo en la equiparación, porque tengo muy claro, y creo que queda patente en el artículo inicial, que todo lo que ocurrió a partir del 17-19 de julio de 1936 fue el fruto de una jerarquía de hechos donde toda la responsabilidad última recae sobre los golpistas, que con su asalto violento al poder pusieron en jaque al Estado y generaron el marco propiciatorio y excepcional para el desarrollo de una revolución. Puedo asumir las posibles particularidades de Aragón, pero en todo caso serían las de cualquier otro territorio golpista con frentes cercarnos, es decir, una parte sustancial de las zonas que controlaban los sublevados en el verano y el otoño de 1936.
Lo que yo intento hacer, amparado en multitud de fuentes muy diversas y en un trabajo historiográfico riguroso, es un acercamiento complejo a la mentalidad de los perpetradores sublevados, que más allá de su predisposición a utilizar la violencia actuaron movidos por el miedo y el deseo de anticipación ante un posible colapso de su posición desde dentro. La posibilidad de que tal cosa pasara puede parecernos remota a la luz de lo que sabemos, pero en la niebla del momento jugó un papel capital sobre las actitudes sociales y políticas de las autoridades, que normalmente dispusieron de mucha menos información y claridad que nosotros, y de una parte de la sociedad afín a los golpistas, que sentía que golpeando duro a los potenciales elementos resistentes se anticipaban a que tal escenario pudiera darse. Así lo reflejaba en 1940 el jefe de la V División Orgánica, general Miguel Ponte, cuando hablaba del “enemigo interior” y afirmaba que “la desmoralización de los rojos de Zaragoza era tan grande por las medidas tomadas contra ellos y la vigilancia en que se les tenía, que nada se atrevieron a hacer”. Repito, fue un miedo real y decisivo que marcó lo sucedido en 1936 de manera indeleble, en un juego de expectativas y anticipación al estilo de lo que propuso Christopher Clark en su estudio Sonámbulos (2021) sobre las causas de la Gran Guerra.
Existen más razones para pensar en el peso decisivo que tuvo la contingencia a la hora de activar la eliminación sistemática de vidas humanas indefensas. Muchas veces, el repunte sostenido de las cifras tuvo lugar tras las giras y visitas de importantes dirigentes golpistas por el territorio que controlaban, caso del propio Franco, Mola o Millán Astray, entre otros. Estos compartían las experiencias de cómo se estaba manejando la situación en otros lugares y portaban consigo directivas orales sobre cómo se debía proceder en lo sucesivo. En Zaragoza fue decisivo un viaje fugaz de Mola el 9 de agosto de 1936. Es por eso que a principios de ese mes hay un cambio muy notable tanto en las cifras, que empiezan a sumar varias decenas por día durante muchas semanas, como en las formas, marcadas por la ocultación y la utilización de lugares concretos en las ejecuciones, dejando atrás el abandono de cadáveres en plena calle, tal y como se había dado en los primeros días. Ángel Alcalde sostiene que esto fue posible por la posición de fuerza en la que se sintieron los golpistas después de recibir confirmación de la ayuda italo-alemana a finales de julio, cuando muchos actores como el propio Mola creyeron que todo estaba perdido. Creo que además hubo otros factores. En primer lugar, la doctrina securitaria de los golpistas, de muy largo alcance en sus experiencias de gestión del orden público y de las operaciones militares en el Protectorado, y la lectura catastrófica que hicieron de su propia situación en los territorios que ya controlaban. En segundo lugar, la certeza de que el golpe había fracasado en sus planteamientos iniciales y de que se estaba transformando en una guerra de duración indefinida, la cual exigiría un esfuerzo material y humano cada vez mayor y, por tanto, la necesidad de mantener y acrecentar las simpatías que pudiera generar su causa a nivel exterior, ocultando la violencia propia y visibilizando la del otro. En esto último tuvieron un éxito mediático abrumador a nivel global.
Por todo lo dicho, creo que vale la pena tomarse en serio a los perpetradores, situarlos en el foco del análisis, tratar de escucharlos y de comprenderlos, por terrible que resulte. Hacerlo nos deparará muchas sorpresas. Quienes conspiraron en la primavera de 1936, comenzando por el propio Mola, tenían muy claro que cualquier asalto al poder tendría que estar organizado a un nivel muy capilar, eso lo ha explicado perfectamente la historiografía. Sin embargo, enfrentar la resistencia con la que se encontró el golpe cívico-militar requirió de altas dosis de inteligencia; recursos económicos, sociales y culturales de lo más variado; conexiones a nivel internacional; una percepción de la realidad radical y distorsionada, etc. El análisis de las principales figuras que estuvieron al frente de los asuntos en la Zaragoza de 1936 nos sitúa ante un grupo de hombres con características bien definidas: formaciones educativas avanzadas en ámbitos técnicos diversos y contribuciones a la transferencia de conocimientos en sus campos; alianzas matrimoniales al más alto nivel; estancias recurrentes en el extranjero para la compra de patentes, para el impulso de sus carreras profesionales o para la adquisición de conocimientos; éxito en el mundo de los negocios, desde las harineras y cementeras hasta las constructoras, la correduría o la educación, pasando por la producción energética.
Muchos de estos rasgos caracterizaban a José Derqui, primer delegado de Orden Público de Zaragoza, arquitecto de la maquinaria eliminacionista zaragozana y más tarde jefe superior de Policía en toda la zona golpista; Carlos Portolés Serrano, encargado de la movilización de industrias civiles en la V División Orgánica y de la obtención de divisas vía Francia; Antonio Torres Bestard, impulsor y vocal de la crucial Junta Recaudatoria Civil en Zaragoza y delegado de Orden Público responsable de la última gran saca de julio de 1937 en la capital aragonesa. El 18 de julio de 1936 todos ellos eran comandantes de estado mayor supernumerarios, dedicados a sus negocios particulares, pero plenamente imbricados en la tela de araña de la conspiración. Todos ellos serían decisivos en la movilización de elementos civiles, en la consecución de recursos económicos y en la organización y despliegue de las políticas eliminacionistas, donde tenían sus propios intereses como empresarios en plena Gran Depresión y ante la amenaza que para ellos encarnaba el programa del Frente Popular. Si no vamos a los fondos archivísticos adecuados y no trabajamos a las figuras con la exhaustividad que precisan no podremos conocer ni sus motivaciones, ni la lógica concreta de sus decisiones ni las agendas político-económicas que había detrás de ellos.
Si podemos saber cuán decisivos fueron hombres como estos, por mucho que se empeñaran en borrar sus huellas, es en parte gracias a sus hojas de servicios. También por las suspicacias que generaron entre los oficiales que habían hecho toda su carrera en el Ejército, que tenían estilos de vida mucho más frugales por cuestiones salariales, de manera que veían a los primeros como intrusos, en tanto que supernumerarios, que durante la guerra se aprovecharon del prestigio del uniforme para medrar e impulsar corruptelas de todo tipo, cosa que he analizado en mi obra con cierto detalle. Este tipo de conflictos dieron lugar a informes surgidos al calor de los cambios de personal y autoridades en las principales instituciones de las divisiones orgánicas, documentación que en parte está custodiada en el Archivo General Militar de Ávila. También dio lugar a las denuncias cruzadas entre unos y otros en la competencia por el poder, en un intento por destruirse que a veces motivó procesos sumarísimos custodiados hoy en los archivos militares territoriales o en los archivos de los juzgados togados militares. Solo necesitamos trabajar con amplitud y comenzar a tener los nombres adecuados para empezar con las pesquisas. Un caso paradigmático es el del delegado de Orden Público de Ferrol, el oficial de la Guardia Civil Victoriano Suanzes, como ha explicado recientemente Miguel Alonso en su artículo “La forja de un perpetrador” (2025).
Acabo consciente de que me dejo cosas, pero también de que este es un texto ya demasiado largo. Efectivamente, las milicias de Falange y del resto de organizaciones ultras existían antes de la guerra, pero a nivel cuantitativo y cualitativo su poder antes y después del 18 de julio de 1936 es incomparable, ya que es a partir de entonces cuando devienen auténticas organizaciones de masas con capacidad de condicionar la vida política y social. No hablo ya de las milicias ciudadanas “acolor” como Acción Ciudadana, en el caso de Aragón, porque si bien sus cuadros estaban organizados en Zaragoza capital desde 1934, pues se trataba de militares retirados cercanos a la UME, de ningún modo estuvieron nutridas de efectivos antes del golpe de Estado. Lo mismo puedo decir en referencia a lo ocurrido en Italia y Alemania. Por mucho que hubiera asesinatos políticos selectivos, como el muy sonado e impactante de Giacomo Matteotti, y otras formas de violencia, como la puesta en marcha de Dachau en marzo de 1933, que fue presentado con orgullo por las autoridades alemanas como un espacio modelo de reeducación de enemigos políticos de la comunidad nacional. Nada de lo ocurrido hasta entonces en ambos países es comparable en escala y naturaleza a lo que ocurrió en la España golpista del verano de 1936, hasta el punto de que en las zonas rebeldes tuvo que recurrirse a las estrategias de ocultación consabidas y se evitó visibilizar públicamente las matanzas, aunque hubiera referencias veladas a estas en la prensa del momento. Estas diferencias vienen dadas por la abierta, decidida y generalizada resistencia que se vivió en España frente al intento de asalto al poder por parte del fascismo, igual que las políticas eliminacionistas italianas y alemanas surgirían al calor de la emergencia de la resistencia partisana en el primer caso y de la capacidad de la Unión Soviética para resistir el embate del Eje en el Este. No lo digo yo, lo dijo el propio Himmler en los discursos de Posen de octubre de 1943.
Creo firmemente que conviene superar las visiones historiográficas jerárquicas en las que España solo puede aspirar a ser un país periférico influenciado por los países del entorno del mar del Norte y los Alpes. Es bien sabido que de facto existió una internacional blanca con influencias multidireccionales, cada vez mejor y más explorada por una historiografía europea a la que le ha costado sacudirse tipos ideales y modelos de análisis. La mejor muestra del impacto global de la guerra civil y del proceso de construcción del para-Estado golpista la encontramos en los fascinantes fondos de la secretaría particular de Franco, en el Archivo General de Palacio. Allí se revela en toda su magnitud la gran cantidad de adhesiones y la admiración que despertó la obra de los rebeldes entre sectores muy diversos de las sociedades de todo el Norte Global, que expresaron el deseo de que sus países pudieran beneficiarse de una eventual maniobra de salvación similar al 18 de julio y de un hombre providencial como Franco, porque a sus ojos así aparecían una y otro. En definitiva, la guerra civil española fue un factor de radicalización central en la Europa de los años treinta, así lo vivieron contrarrevolucionarios de todo el continente, como el líder fascista belga Léon Degrelle, para quien aparecía como la primera pieza de un posible efecto dominó que podía precipitar a todo el continente en una revolución comunista. Aún con todo les sorprendió la brutalidad con la que se emplearon las autoridades golpistas, como le ocurrió al propio Degrelle, que a principios de 1939, en una visita al frente de la Ciudad Universitaria, denunció ante el general Saliquet la recurrente eliminación de prisioneros de guerra republicanos a manos de las fuerzas franquistas. Tres años después, en pleno Frente Oriental, donde combatió como voluntario y jefe político de la Legión Valonia, tal praxis devendría absolutamente lógica y corriente para él.
Fuente: Conversación sobre la historia



