Esclavos de Franco en la Isla de Saltés

Esclavos de Franco en la Isla de Saltés

Huelva Información | Rafael Moreno | 1-5-2011

El mar rodea la isla de Salthish por todas partes; en una de ellas, sólo está separada del continente por un brazo de mar de escasa anchura… Con pozos de agua dulce y hermosos jardines…

Este era el dibujo que hacía poco más allá de 1100 el cartógrafo y geógrafo hispanomusulmán Al-Idrisi de lo que hoy conocemos por la Isla de Saltés. Un paraje natural ubicado frente a las mismas calles de Punta Umbría al que la historia tenía reservada la sorpresa de convertirse en uno de los particulares presidios diseñados por las autoridades franquistas para acoger a los prisioneros republicanos de la Guerra Civil y después convertirlos, una vez pasada la criba de la comisión de clasificación, en trabajadores forzosos. Fueron los esclavos de Franco que levantaron las grandes y faraónicas obras de la posguerra. Trabajo y explotación a cambio, no de libertad, sino de escapar del pelotón de fusilamiento o la cárcel.

El paraíso aquel que veía Al-Idrisi se tornó en 1939 en uno de los 188 campos de concentración franquistas que la maquinaria represora había diseñado para purgar las culpas de lo que el ejército sublevado y la propaganda dio en llamar los rojos, los indeseables, la grasa de la patria.

Uno más de aquellos lugares donde se cocinó la desdicha de 30.000 desaparecidos, se consumó el destino forzado de 150.000 fusilados por causas políticas y se apartó de la Nueva España que estaban forjando a 500.000 personas que fueron a parar a los campos de concentración que poblaban la geografía española de norte a sur y de este a oeste, por no hablar de los cientos de miles que partieron hacia el exilio, tal y como se ha encargado de documentar el investigador Javier Rodrigo, de la Universidad de Zaragoza, en Los Campos de Concentración de Franco.

Muy poco ha salido a la luz de los campos de prisioneros que el Caudillo plantó en Huelva. La lista oficial dispuso dos en el mismo año: 1939, el de San Juan del Puerto y el de la Isla de Saltés.

Los papeles que acaba de entregar el Tribunal de Cuentas al Centro para la Recuperación de la Memoria Histórica de Salamanca, ubicado en la calle El Expolio, dan fe de su existencia y de la cruda realidad que allí se vivía. Más de 3.000 prisioneros se hacinaban en la Isla de Saltés (Punta Umbría tenía entonces unas 1.000 almas) soportando unas condiciones de vida durísimas, hambrientos, sin techo donde guarecerse del sol de plomo del verano, de las lluvias y la humedad.

Las autoridades militares prepararon nuevos centros de internamiento para enviar a los soldados republicanos hechos prisioneros tras la caída de Cataluña en los albores de lo que Franco se empeñó en llamar el Año de la Victoria: 1939. Y lo fue. Uno de esos lugares fue el de Saltés.

Viejo lugar de marineros, privilegiado enclave pesquero, almadraba y factoría. Lo mismo trabajaba las abundantes sardinas, el preciado tesoro que buscaban los galeones que venían del Levante y Cataluña a pescar, que aprovechaba la llegada de ballenas a la zona. Tan grande era la Isla que al mismo tiempo sirvió de factoría pesquera y cárcel. Por lo menos eso es lo que recuerda hoy el puntaumbrieño Jacinto Jiménez del Villar (1937) hijo de Antonio Jiménez Valle y Juana del Villar, que regentaban una pequeña tienda, un casetón de madera, donde vendían útiles y alimentos de primera necesidad a los pescadores de la temporada.

Junto a ese paraíso pesquero anidaba la miseria más vil. Tan mal vieron las cosas los militares encargados de la vigilancia y clasificación de prisioneros que no tuvieron más remedio que recurrir a la población para que literalmente no se les murieran de hambre los cautivos. Al fin y al cabo, aunque eran peligrosos para la vida social “todos eran necesarios para la victoria”, según rezaban las proclamas franquistas. Un preso trabajando para la causa fascista suponía un miliciano menos en las trincheras.

Fue entonces, cuando la hambruna se hizo patente en la Isla de Saltés, el momento elegido por el gobernador militar de Huelva, Enrique Fernández Rodríguez de Arellano, para redactar un comunicado que sirvió para reconocer lo que ya era un secreto a voces en Huelva: Recientemente se había establecido en la capital onubense un campo de concentración de prisioneros de guerra y que para el acondicionamiento de aquéllos se necesitaban colchonetas, platos cucharas y vasos. Arellano esperaba que el pueblo de Huelva entregara en el Gobierno Militar los efectos necesarios y el que no pudiera aportar colchonetas enteras, al menos que llevara tela y sacos para la confección de los efectos.

Los presos llegaban en mercantes atestados y eran conducidos sin más pertenencias que los harapos que traían puestos a la otra banda (Saltés).

El Gobernador militar no dudaba que su petición iba a encontrar respuesta: “Del desprendimiento y espíritu de sacrificio habituales, espero la aportación de este servicio para llevar a los concentrados un ejemplo real de la hermandad españolísima que preside todas las relaciones de nuestra Patria reconquistada en su unidad, grandeza y libertad por el genio militar y la inspiración política de nuestro Caudillo”.

Ese mismo día en que el gobernador militar hizo público el comunicado, casi al mediodía, tuvo lugar en el campo de concentración de prisioneros una misa de campaña.

Por supuesto, las autoridades dieron noticias a la población de la “inmensa alegría” con la que los presos recibieron, de boca del cura Marchiandarena, la llegada divina al recinto, alambrado en algunas zonas, y vigilado por un destacamento interior de carabineros y un batallón de soldados ubicados en barracones en la orilla puntaumbrieña, justo en la zona donde era accesible aquella isla. Quién iba a escapar de un lugar rodeado de agua, repleto de esteros y caños de marismas, fangosos e intransitables hasta para los mariscadores y estando frescas frases de jefes de campos similares donde por cada uno que se escapara se fusilaría a diez.

Los detenidos no tenían más remedio que esperar los resultados de la orden general de clasificación dictada para los prisioneros de guerra. Esa especie de test demoniaco los calificaba en afectos (a Franco), dudosos y desafectos. Para la confirmación utilizaban avales que se pedían a los pueblos de origen de los concentrados y que eran emitidos por los nuevos ayuntamientos, las juntas locales de Falange, presidentes de entidades patrióticas de solvencia, la Guardia Civil y el cura.

Los afectos iban entonces a las trincheras franquistas, los desafectos pasaban por un juicio militar sumarísimo con resultado de largas condenas de cárcel o muerte y los calificados como dudosos fueron condenados a trabajos forzosos, a los batallones de trabajadores. En la mayoría de los casos, mientras duraba esta investigación, los presos trabajaban en la construcción de infraestructuras, carreteras, edificios públicos, minas y cargaderos de mineral. Junto a Saltés estaba uno de los más grandes e importantes que había entonces en España, el de la Compañía de Río Tinto. Uno de los núcleos fabriles puestos por Franco al servicio de la Alemania de Hitler, tan presente en Huelva a través de la familia Klaus, del cónsul Adolf.

La utilización del preso como mano de obra (esclava y barata: cobraban 2 pesetas al día y el Estado nuevo le descontaba 1,50 por cuestión de mantenimiento, una rara intendencia, trabajaban ocho horas efectivas) había sido ya bendecida en 1937 por el Decreto 281. Allí comenzaba el proceso de reeducación y reevangelización de la Nueva España de Franco, eucaristía forzosa, reconversión política y, a veces, la delación. Los muros verticales de aquel hogar reconfortante que glosaban las crónicas periodísticas y luego el NODO.

Las ciudades y provincias no se reconocían entonces por sus catedrales o tesoros artísticos. Saltaban a la fama por el número de campos de concentración que albergaban. Unos, con mayúsculas, Castuera (Badajoz) o Miranda de Ebro (Burgos), Otros, como Montilla (Córdoba) o Huelva, inscritos con letra pequeña en la lista general redactada para justificar los gastos que ahora desvela el Tribunal de Cuentas tras mantenerlas setenta años empolvadas.

Los presos de Saltés estaban condenados, de momento, al hambre y al frío, a la sed, la desesperanza, a la espera del aval, a la humillación y el desprecio. Afectados por toda clase de enfermedades (no se sabe cuántos pudieron morir), soportaban los ataques de piojos, chinches y todo tipo de insectos marismeños. La miseria más absoluta. Chusco de pan y sardinas. Curioso. Escasísimas en aquel paraíso pesquero llamado Saltés donde hoy recuerda Jacinto Jiménez del Villar que “se podía pescar casi con las manos”.

Comer, con los dedos. Los pocos útiles que se repartían estaban usados, desechos caseros y militares. Hasta las conchas de la playa se usaban como cucharas, improvisados vasos y como pinchos.

Lo recuerda hoy el que fuera alcalde de Punta Umbría en 1987, Gregorio Jiménez Vidosa (PSOE). Tenía 12 años cuando contempló cómo numerosas familias del pueblo marinero comenzaron a organizarse para intentar ayudar a la legión de hambrientos que veían desde sus casas. “Se despertó una inquietud entre nuestras familias que va creciendo a medida que se transmite de unos a otros, sobre todo entre las mujeres, amas de casa, quizás más sensibles o más activas que el hombre en las desgracias ajenas”. Jiménez Vidosa ha querido dejar escrita su experiencia de pubertad asaeteada por los dramáticos recuerdos que la Guerra Civil llevó a su casa y la de su familia. El hoy ex alcalde, que documenta perfectamente aquellos días e incluso guarda un acta de arrendamiento a los frailes de La Rábida de la Isla, anotó en su diario que “algunas mujeres se reúnen y toman la decisión de atravesar la ría en botes y acercarse al campo de prisioneros. Conseguido el objetivo comprueban cómo vivían esos muchachos: alimento escaso y ausencia de útiles primordiales. Platos de rancho agujereados e inservibles, carencia de útiles de aseo”.

Supone que estas familias hablaron con los militares responsables del campo para que hicieran la vista gorda ante las cada vez más extendidas visitas que se hicieron al lugar. Las mujeres aportaban lo que podían y los hombres ponían los botes y los remos para acarrear lo que en febrero había pedido el gobernador militar de Huelva a la población: ayuda ante el desbordamiento de la situación y la visible y espantosa hambruna del presidio isleño.

Las mujeres que se atreven a dar el paso acaban organizándose de tal manera que, según el testimonio del ex alcalde, deciden, para no diversificar sus esfuerzos, responsabilizarse de un prisionero. Se las conocía como ‘madrinas’.

La más activa de este inusual movimiento solidario fue Bella la de Pinito. “Qué mujer. Conseguía cargas de ropa para aliviar las penurias de los presos”. Quien lo dice lo vio. Isabel Hernández Martínez (Ayamonte, 1922). Vive con su hija y a sus 88 años tiene una memoria muy fresca de aquellos momentos históricos. Aun recuerda cómo ella y sus compañeras se adentraban en los esteros en cuanto la marea lo permitía para llevar comida y ropa a los presos a los que se les permitía cierta facilidad de movimientos por la Isla, porque de los catalogados como desafectos nada se sabía ni se oía. Reconoce que en más de una ocasión desobedeció a su padre, se subió a los botes que pasaban a la otra banda. Isabel Hernández recuerda hasta partidos de fútbol en Saltés y, mirando por encima de sus gafas, pronuncia un nombre: Tomás. Dice que fue el francés preso que le tocó ayudar en el campo de concentración. Cuando lo buscaba le dejaba avisos. Y gesticula con las manos para explicar que un día “me llevé a casa su traje para lavarlo. Y después de darle las aguas, cuando lo planchaba, aun se podían ver los piojos en los pliegues de la ropa. Pero los quité”. Isabel logró sacar del campo de concentración al francés e incluso se lo llevó a casa a comer con su familia. Cree que sobrevivió a todo aquello. El lugar de la cita posee nombre de novela: La Casa del Encanto. Hasta allí llegaban con las pinzas de los barriletes agarradas a sus ropas después de pasar por el fango. “Había mucho fango, sabe”.

Ella llegó a entrar en el campo. Parece que aun escucha el piano que estaba en la casa del guarda y en el que solían tocar algunos presos. “Pero a toda la gente no la dejaban entrar allí”, rememora. Confiesa que hasta hubo noviazgos y algunas mujeres quedaban con los presos en la isla para aquellos encuentros tan inexplicables para la época y el lugar. Pero Isabel esconde los nombres de las mozas más atrevidas.

Gregorio Jiménez Vidosa explica que una vez terminada la guerra muchos de los prisioneros que fueron liberados iban volviendo a Punta Umbría para intentar reencontrarse con las familias que en aquellos momentos le habían ayudado. “A partir de ese momento se inicia una fraternal relación entre familias de Punta Umbría y otras localidades españolas que, en muchos casos, continúan en nuestros días”, apunta Gregorio en su cuaderno de notas. La hermana de uno de aquellos presos (Ramón Pico Cruz) se llamaba Julia y volvió para dar las gracias a la tía Mercedes, su madrina. Incluso montaron un hostal, El Albergue Extremeño.

Aquel movimiento vecinal incluyó también a José Antonio Cruz Barroso (Isla Cristina 1922). Un marinero que hoy vive con su familia y que recuerda aquel año de 1939 amparado por un busto de Camarón de la Isla (de San Fernando) desde su casa en el barrio de pescadores. José Antonio fue testigo de la llegada de hasta tres grandes barcos cargados de presos, cautivos que hasta traían dinero, “supongo que no valía, era republicano. Le llevamos caballas, sardinas y algunos, como Martorell o Sañudo, eran jugadores de fútbol de Cataluña.

El testimonio de Encarna García Campoy (Huelva 1927) también es esclarecedor para entender aquel entramado. “Algunos mozos llevaban hasta ropas de presos y tenían aspecto desastroso”. Encarna relata que los carabineros sólo dejaban entrar mujeres a Saltés y cuidaban que las conversaciones fueran escasas, lo esencial para darles la ayuda que podían, latas de conserva en el mejor de los casos.

http://www.huelvainformacion.es/article/provincia/963658/esclavos/franco/la/isla/saltes.html

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