Jueces contra la República: El poder judicial frente a las reformas republicanas

¿Todo comenzó con un juicio? La II República llegó a España después de
una dilatada crisis que se llevó por delante a la corona. Tras juguetear a la dictadura
con el general Miguel Primo de Rivera y vejar los últimos jirones que
pudieran existir de la Constitución de 1876, el sistema de la Restauración se había
quedado sin suelo sobre el que continuar su rumbo renqueante y agónico.
El horizonte republicano fue presentándose cada vez más próximo y deseable
a la sociedad, que ansiaba que los responsables de la crisis rindieran cuentas.

El desastre de Marruecos, la corrupción de la élite política, la represión desenfrenada
de la protesta social y la oposición demócrata, el acallamiento de
la pluralidad de identidades territoriales e intereses sociales, etc. debían comparecer
ante la opinión pública y la justicia2. Además, los problemas seculares
que venían gangrenando la historia de España exigían la respuesta que la oligarquía
tradicional y los reyes habían rehusado con virulencia. “Es sanción una
revolución”, afirmó el monárquico Ángel Ossorio y Gallardo a comienzos de
1930 en su balance sobre la coyuntura. El general había abandonado el poder
y el monarca intentaba salir indemne de su pavoneo autoritario. “Son sanción
–agregó Ossorio–, unas Cortes Constituyentes que cambian el sistema donde el
fenómeno de la tiranía se produjo”3. Ambas cosas son las que sucedieron.

La negación paladina y palaciega de un ordenamiento de derechos y libertades
públicas en que consistió la dictadura de 1923-1930 puso fin a la
ficción constitucional de la Restauración4. “En efecto –dijo el abogado Eduar-
do Ortega y Gasset en una célebre conferencia ante el Ateneo de Madrid–, en
todo ser humano reside la posibilidad de quitar la vida, pero en ninguno la de
restituirla. Algo análogo le ocurre a la Monarquía con la Constitución de 1876,
en estos momentos. Pudo destruirla; no está en el ámbito de sus posibilidades
restaurarla”5. Manuel Azaña fue más severo a inicios de 1931: “La Constitución
no existe –aseguraba–, desde 1923. El poder está vacante, de derecho.
(…) La Corona lo ocupa de hecho”. Solo una revolución sería capaz de restituir
el sentido jurídico a la vida nacional. Frente a quienes aún guardaban un
ápice de confianza hacia Alfonso XIII, Azaña respondía con dos preguntas
retóricas que sintetizaban por qué era imposible otorgarle el menor crédito:
“¿Le permitía la Constitución hacerse dictador? ¿No la violó?”6.

La transformación iniciada el 14 de abril de 1931 reconectó al Estado español
con su propia tradición constitucional, portentosa y granada en la teoría
aunque insistentemente derribada por sus enemigos. Con la partida de
Alfonso XIII inundaron la esfera pública los aires gaditanos, las melodías de
Riego, los fusiles de Alcolea y hasta la memoria de un Castelar o un Pi y Margall.

Pero, ante todo, la República sintonizó con la convulsa, esperanzadora
y vibrante Europa que había brotado bajo las cenizas de la Gran Guerra7. Sin
duda, la Constitución aprobada el 9 de diciembre de 1931 pertenece a la saga
de textos que se dio en llamar constitucionalismo de la posguerra o, una vez
conocida la barbarie de 1936-1945, constitucionalismo de entreguerras8.
Entre los rasgos de estos códigos constitucionales, cuyo primer exponente
suele cifrarse en la Constitución alemana de 1919 y que tuvo su último retoño
en suelo español, destaca la afirmación de su supremo valor normativo.

Asistimos a constituciones convencidas de sí mismas gracias a su proveniencia,
que ya no era la liberalidad de la corona ni su pacto con unas asambleas
adocenadas, sino la soberanía popular sin ataduras: constituciones, por ello,
ataviadas de herramientas para imponerse con eficacia sobre cualquier otra
norma e institución. Entre sus designios, las nuevas constituciones, que eran
novedosamente normativas por contraposición a las constituciones liberales
del Ochocientos, se encuentra el “sentido social”, como subrayó el republicano
Álvaro de Albornoz, quien asumiría importantes carteras ministeriales a
partir de 1931 además de la presidencia del TGC dos años después 9. El maridaje
entre los ingredientes liberales más revolucionarios y los más variados
componentes del socialismo cristalizó en un haz de reglas y principios destinado
a acompasar los derechos de los individuos y el bienestar de la colectividad.
Nacía un nuevo tipo de Estado, guiado por un derecho igualmente
nuevo.

Siguiendo a Emilio Novoa, jurista de raíz cristiana y sensibilidad liberal, la
nueva realidad jurídica enlazaba con las declaraciones de derechos alumbradas
por la Revolución francesa en 1789 y 1793. No obstante, dos singularidades
jalonaban el derecho del Novecientos. Destacaba, primero, “la intensidad
y firmeza con que en nuestros tiempos trata de imponerse el derecho del más
débil”. En otras palabras, la preocupación por la “justicia social”, entendida
como la protección jurídica e institucional de las “víctimas del orden social”,
integraba en el siglo XX una prioridad indiscutible10. La segunda idiosincrasia
aludía a una cultura popular y ciudadana de los derechos que, no obstante, reservaba
un cometido vital a la judicatura. Esta nota radicaba “en la exigencia
impuesta por la conciencia colectiva de las masas sociales para que los derechos
de protección del individuo y de la Sociedad no puedan ser vulnerados,
acudiendo por ello a la facultad judicial”11.
Las potestades interpretativas ejercidas por los jueces y magistrados se
asemejaban a las potestades normativas de los parlamentos y su producto,
la jurisprudencia, adquiría “un valor semejante” al de la ley12. Esto resultaba
especialmente visible en uno de los fenómenos innovadores que afectaron al
Estado y el derecho. La actividad judicial era clave para la socialización del
derecho, esto es, para la delimitación del ejercicio de los derechos individuales
con arreglo a una función o “beneficio social”. Y, puesto que esa socialización
aspiraba a garantizar los derechos de otros individuos más “débiles” y en el fondo suponía “un proceso de traslado de individualización”, también la
actividad judicial devenía fundamental para la individualización del derecho.
El tipo intervencionista o social de Estado se vinculaba, pues, con la interpretación
judicial13.

En fin, la Constitución y el Estado de nuevo tipo dependían, en gran medida,
de la administración de justicia. “En la vida práctica –puntualizó un
abogado monárquico hacia 1926–, la interpretación es tan importante, como
la ley. Es la ley en acción”14. Paradójicamente, el sistema judicial fue y siguió
siendo, en la mayoría de países, un vestigio del pasado. Y, pese a ello, todo
cuanto mudase o permaneciera en la Europa de entreguerras pasaría por manos
judiciales. El engrandecimiento de la discrecionalidad judicial era una
apuesta de la ciencia jurídica y en muchos aspectos una evidencia empírica
anterior al constitucionalismo social y democrático, aunque se intensificó a
su sombra15. Como sostuvo hacia 1919 un profesor de derecho romano que
simpatizaba con el socialismo, el foso entre teoría y práctica fue creciendo
en una época en la que no estaba claro “si todas las sentencias” brotaban de
los tribunales o de “otras fuentes” menos confesables: las causantes de los
“misterios” observados, cada cierto tiempo, en la administración de justicia16.

Los contornos de la aplicación judicial del derecho delinean, por tanto, un
problema histórico de primer orden para entender hasta qué punto se materializaron
las constituciones de la posguerra y todas aquellas normas que
desarrollaban sus mandatos de reforma17. Además, la suerte judicial de la
Constitución española de 1931 presenta una cualidad rupturista que intensifica
su relevancia histórica. No puede olvidarse que el régimen constitucional
poseía en España un factor de contestación con respecto a un pasado inequívocamente dictatorial. El papel de los jueces durante ese pasado no había sido
demasiado lustroso, por decirlo con suavidad. Al parecer de Rafael Salazar,
futuro ministro de la Gobernación en el segundo bienio republicano, numerosos
actos realizados por el directorio de Primo “y sus funcionarios” engendraban
“positiva responsabilidad penal y civil18. La magistratura que venía de
una época negra para el constitucionalismo y la mera legalidad estaba entre
las barreras que el nuevo régimen debía confrontar y, sin embargo, estaba al
mismo tiempo entre las herramientas de que todo régimen constitucional del
momento debía valerse. La centralidad de la administración de justicia para
el constitucionalismo de la posguerra adquirió, así, un énfasis especial en la
España de los años treinta.

En el caso de España, la rica historiografía especializada en la República
ha estudiado las vicisitudes atravesadas por las reformas efectuadas en
ámbitos como el militar, el policial, el eclesiástico, el regional o el educativo,
por observar la estructura de una de las obras de cabecera19. Es costumbre
señalar que, ya en el debate parlamentario alrededor del proyecto de Constitución,
se descubrió la determinación del nuevo régimen de encarar cuando
menos dos problemas estructurales que venían cobrando importancia desde
principios de siglo: la cuestión religiosa y la cuestión regional20. Lo cierto es
que la República se atrevió a abordar problemas enquistados tropezando, a su
paso, con numerosos, notables y tempranos obstáculos: los sectores carlistas
e integristas, los nostálgicos de la monarquía borbónica, los seducidos por el
totalitarismo nazi y fascista, los oficiales del ejército contrarios a la democracia,
el maximalismo de muchos anarquistas, los comunistas afines a Stalin o,
simplemente, los hambrientos y su desesperación21. Rara vez se ha explorado
la hipótesis según la cual los jueces pudieron hallarse entre esos escollos22.
A pesar de las características del sistema jurídico y constitucional, rara vez
se ha analizado qué papel tuvo la justicia en la concreción de las reformas
republicanas, en la gestión del choque entre normas, instituciones, valores
y prácticas de viejo arraigo, por un lado, y normas, instituciones, valores y
prácticas de nuevo estilo, por otro. Entre un mundo preconstitucional y un
mundo constitucional.

Tal ha sido la principal de mis ocupaciones, siquiera por el impulso sagaz
y meditado de mis maestros: el añorado Bartolomé Clavero y, especialmente,
el infatigable Sebastián Martín. Este libro es deudor de muchos años de
trabajo: los que condujeron a la tesis doctoral en 2019 y los que continuaron
después. Es, pues, hermano de otros trabajos, con los que –si se me permite
la inmodestia– éste se complementa desde el punto de vista de la temática y
con los cuales se retroalimenta desde la perspectiva de los hallazgos23. Quizá
sea así, y no pueda ser de otra manera, porque también comparten un mismo
planteamiento gnoseológico y metodológico. Cabe resumirlo en una máxima:
la búsqueda de un tipo de historia a un tiempo cultural y social acerca de la
justicia como experiencia de poder ejercitada por un cuerpo de funcionarios
públicos con independencia, al menos relativa, de las determinaciones normativas
y las escalas administrativas. Me explicaré con algo más de detalle.
En primer lugar, descuella la convicción acerca de la necesidad de acometer
una investigación a ras de archivo para, nutriéndome de los repertorios
jurisprudenciales, normativos e institucionales pero sin reducirme a ellos,
decantar las grandes líneas discursivas y las tendencias prácticas judiciales
–empíricas– merced a un método inductivo. De esta guisa, pretendo evitar
la elaboración de una historia encorsetada por el tenor literal y a veces superfluo
de las normas jurídicas, así como intento huir de una perspectiva de
cumbres que ciña el análisis a la doctrina jurisprudencial emitida por las altas
esferas judiciales. No interesan tan solo las resoluciones del Tribunal Supremo
o el de Garantías Constitucionales24. Pese a que pudieran desplegar en
cascada unos efectos orientativos, correctores o unificadores, jamás agotaron
el fenómeno de la autonomía del cuerpo judicial ni el radio de alcance de sus
decisiones. Asimismo, no son objeto de este trabajo las disposiciones legales
sobre la planta judicial, porque la fisonomía institucional de la administración
de justicia nunca fue definitiva para comprender su actividad25. Baste
con recordar que la LOPJ estuvo vigente, aunque con algunas alteraciones,
entre 1870 y 1985, sobreviviendo a todo tipo de régimen político26. En suma,
interesa clavar el compás sobre el poder judicial en acción, la práctica judicial
como práctica social ligada al poder27.

¿Cómo captarla? Principalmente, acudo a los fondos judiciales y los libros
de sentencias custodiados en archivos históricos provinciales –el de Sevilla,
el de Cádiz, el de Huelva, etc.– y otros de entidad autonómica o estatal –el
Archivo Histórico Nacional, el Archivo General de la Administración, el Archivo
de la Real Chancillería de Granada, el Arxiu Nacional de Catalunya o el
Arxiu Central del Tribunal Superior de Justícia de Catalunya i de l’Audiència
Provincial de Barcelona, entre otros–. Con el objetivo de cotejar hipótesis y
descubrir líneas de fuga, me he sumergido en otros archivos históricos provinciales
y territoriales –como los de Badajoz, Córdoba o Valencia–, archivos
eclesiásticos –el General Arzobispal y el Catedralicio de Sevilla, el de los Padres
Franciscanos de San Sebastián–, archivos castrenses –el del Tribunal
Militar Territorial Segundo, con jurisdicción sobre todo el territorio andaluz–,
archivos judiciales –el de la Audiencia provincial de Sevilla–, unos pocos
archivos privados –el de la Real Academia de la Historia, el de la Sociedad
de Estudios Vascos o los de la Fundación Pablo Iglesias– y varios archivos
públicos de distinta índole –el del Consejo de Estado, el del Congreso de los
Diputados–. El paso por los archivos municipales –como los de Aracena, Barcelona,
Higuera de la Sierra, Jerez de la Frontera, San Roque, Sevilla o Vera–
ha servido para seguir algunos procesos hasta los últimos rincones y para
comprobar la dinámica propia de la jurisdicción a su paso por las sociedades
locales. A veces, estos archivos han sido fundamentales para comprender
ciertas realidades peculiarmente esquivas. Tal es el caso de los documentos
producidos por la jurisdicción de vagos y maleantes.

En segundo lugar, esa labor empírica aspira a reunir el soporte documental
imprescindible para cultivar una historia material o más bien materialista,
una historia física o más bien microfísica –permítaseme el manido término–
de la justicia como acto. Lejos de un compromiso apriorístico con cierto utillaje
conceptual, la decisión arranca del propio campo de exploración. Fue
un jurista emblemático de nuestro período de estudio, Hans Kelsen, quien
advirtió que las constituciones normativas posteriores a 1918 se hacían realidad
“por medio de formas jurídicas distintas de las leyes, en particular por
medio de reglamentos o incluso por medio de actos jurídicos individuales”28.

Parece mentira que queramos comprender la España republicana mientras
relegamos el estudio de las actuaciones judiciales, que concretan el derecho
constitucional sobre el terreno como el propio Kelsen reconoció y que, como
dijera Pietro Barcellona, individualizan el conflicto en torno al poder29. Solo
descendiendo al rastro judicial que ha quedado en los archivos será posible
comprender la significación constitucional efectiva de aquellas prácticas, esto
es, la incidencia de la resolución judicial ya sobre el disfrute de los derechos
y libertades, ya sobre la implementación de las políticas de derecho, ya sobre
el acotamiento de los contornos de la autoridad. Quizá por medio del estudio
histórico de la maraña de decisiones judiciales se pueda arrojar algo de luz
sobre la eficacia de la Constitución de 1931, es decir, sobre la instalación del
Estado constitucional en España.

El tercer presupuesto viene definido por la delimitación del objeto de estudio.
Aunque ya se habrá deducido, procede una anotación a este respecto.

El foco de atención se dirige al juez de carne y hueso, a la maquinaria judicial
en marcha, en lugar de a las partes del litigio. Por ello, se examinará a la administración
de justicia como sujeto de la historia –uno de tantos– y como
palanca de la realización constitucional, no como la caja de resonancias de
otros sujetos, como el escenario de una contienda ajena ni, en fin, como un
árbitro neutral y aséptico que se posicionara en medio de los intereses contrapuestos
de la sociedad. No quiere eso decir que el acusador, el procesado o
el reo queden invisibilizados. Antes bien, significa que el proceso de subjetivación
desarrollado al calor de la praxis judicial nos puede decir menos sobre
el ateo, el separatista o el maleante que sobre el juez, el agente de policía, el
fiscal o el funcionario de prisiones30. Por mucho que Marx recalcara que era
el delincuente el que engendraba el sistema penal31, en cierta medida aquellos
últimos, y de modo muy privilegiado el juez, comportan la condición de
posibilidad de los primeros. La impronta del discurso que se debe indagar es
inequívoca y radicalmente judicial. Los materiales en que el discurso judicial
se plasmó hablarán sobre las partes, sí, pero de una forma indirecta y tangencial.

Por el contrario, se explayarán –contra sus propias previsiones32– acerca
de quienes suscribieron ese discurso: los funcionarios con toga. En este
sentido, si bien carecemos de estudios sociológicos sobre el cuerpo judicial
en tiempos de la República33, las técnicas biográficas han generado avances
notorios para conocer a la magistratura y la fiscalía34. La intención ahora es
conocerlas por su trabajo, por lo que hacían en ejercicio de su potestad.
Así las cosas, dirigir la lupa hacia la judicatura y la fiscalía no entraña solo
una imposición derivada del panorama bibliográfico; es innegable que hacerlo,
a propósito de la historia española, garantizará una dosis alentadora
de originalidad. Ahora bien, conviene entender que las doctrinas constitucionales
de entreguerras y en particular el cambio de régimen y la Constitución
española de 1931 exigen que se dirima cómo respondió la justicia a la
avalancha de transformaciones y encargos que se le vino encima. Este tipo
de enfoque abrirá las puertas a una historia cultural de la justicia, porque
sólo desenmarañar las prácticas judiciales permitirá despejar una vía fiable
para diseccionar la cultura jurídica predominante en la burocracia judicial.
A la larga, esta historia de las relaciones jurídicas contribuirá a radiografiar
con más nitidez la historia de las relaciones de poder y, con ello, la historia
global de la República. Aunque una combinación de formación especializada
y limitaciones propias obligue a quien firma este trabajo a circunscribir la investigación
a la materia jurídica, no se pierde de vista que el análisis histórico
ha de operar “por encima de cualquier compartimentación” si de veras quiere
producir conocimiento sobre los “hechos humanos”35. Por tanto, la historia
de la justicia que se pretende construir sentará las bases para una historia del
constitucionalismo hasta cierto punto inédita: una historia no ya “normativo institucional”
ni “doctrinal”, sino materialmente social y cultural36.

Como decía, los componentes epistemológicos, heurísticos y metodológicos
de esta obra resultan patentes en otros de mis trabajos. En parte, esta monografía
casa con mi libro Creación de Constitución, destrucción de Estado pero,
con mayor intensidad, con Ruido de togas, cuya confección se culminó antes
que el actual libro aunque previsiblemente saldrá de imprenta más tarde37.

Criterios editoriales han impuesto la publicación separada de dos trabajos que
bien podrían haberse publicado juntos; quien posea mucho interés en la materia
debería dirigirse a ambas monografías. No obstante, la separación tampoco
carece de justificación. Lo que se proponen las páginas que siguen es distinto a
lo que se ofrece en Ruido de togas, por más que obedezcan a un mismo estilo de
trabajo y a una misma matriz de conceptos. Podría decirse que la investigación
desarrollada en dicha obra discurre alrededor de un esquema hasta cierto punto
dicotómico, pues desbroza el tratamiento dispensado por la justicia a diestra
y siniestra, es decir, a las expresiones icásticas de la lucha de clases. En cambio,
Jueces contra la República pretende analizar la actitud de la justicia con respecto
a ciertas reformas eminentemente republicanas, sin más connotaciones
revolucionarias que las que pudieran suponer para las fuerzas sociales y políticas
de inclinación reaccionaria. La pregunta de partida es la misma: ¿cuál fue el
papel de la justicia durante la República española? Con más precisión: ¿acaso
pudo actuar como una fuerza opuesta a las reglas y principios republicanos,
democráticos y sociales consagrados por el nuevo régimen, a semejanza de lo
ocurrido en Alemania e Italia antes de la imposición del nazismo y el fascismo,
respectivamente38? Lo que varía entre Ruido de togas y esta monografía es el
campo de exploración, el lugar donde se buscan las respuestas.

Por consiguiente, el objetivo deja de situarse en actores e instancias medianamente
externas a las instituciones –partidos, sindicatos, organizaciones
patronales, etc.– para referirse a estas mismas. Así pues, el capítulo I analiza
la oposición judicial a la secularización del Estado, es decir, al cumplimiento
de las previsiones constitucionales relativas a la separación entre aquel y la
historia de carácter más social. Joaquín Varela Suanzes-Carpegna, “La historia constitucional:
algunas reflexiones metodológicas”, pp. 14-17.

Iglesia católica39. Para ello, se examinan algunas reverberaciones judiciales de
la relación entre Iglesia y República, como pudiera ser la contestación de los
jueces penales a los crímenes cometidos tanto por elementos del clero como
por elementos anticlericales. El estudio de las relaciones entre la Iglesia y el
Estado durante el lustro 1931-1936, mediatizadas y participadas por el poder
judicial, ayudará a comprender el alcance real de los preceptos constitucionales
acerca de la laicidad del poder público y, más aún, acerca de la capacidad
del poder constituyente para discernir las esferas terrenal y ultramundana.

El capítulo II aborda el modo en que se interpretó la autonomía regional,
una de las grandes novedades de la organización territorial del Estado contemplada
por la Constitución republicana40. Se verá, así, una línea de intervención
judicial sobre los consensos básicos que cimentaron la República y
que ensamblaban dos de las cuestiones más urgentes y apremiantes de cuantas
afrontó el nuevo régimen: la agraria y la regional. Todo esto valdrá para
calibrar cómo percibió la justicia española aquel “contacto con la factualidad”
que, por parafrasear a Paolo Grossi, produjo el surgimiento del derecho social
y el derecho agrario en la Europa de entreguerras mediante la demolición
de los constructos formales, tan abstractos como tendenciosos, que habían
definido al sujeto de derechos de la modernidad41. Debido a la peculiar manifestación
de este proceso histórico en España, la cita con la desigualdad
material también nos permitirá comprender, a la vez, cuál fue la recepción
del principio democrático y el pluralismo territorial por parte de la cultura
jurídica encarnada en el aparato judicial.

El capítulo III aborda una de las facetas que hacían de la justicia un cuerpo
clasista, es decir, contrario en concreto al derecho de libertad personal y más
ampliamente a la igualdad de la ciudadanía ante la ley y a la pléyade de medidas
y políticas que, pese a todo, aseguraron un grado inédito de integración
de las clases obreras y campesinas en el sistema político de la República42. En
efecto, el estudio de la detención gubernativa –una herencia clara del régimen
monárquico– permite vislumbrar la inercia de un sistema judicial poco
o nada interesado en subordinar la acción del gobierno y las fuerzas de orden
público a la ley, siempre que dicha acción se dirigiera a castigar las amenazas
a un orden social tradicional no inspirado, con frecuencia, en los valores
constitucionales.

Por último, el capítulo IV hace de una de las mayores innovaciones jurídicas
y jurisdiccionales alumbradas por la República su objeto de examen.
La controvertida LVM introdujo categorías y directrices de nuevo cuño en
el ordenamiento jurídico español, como la noción de “peligrosidad social”.

Este capítulo pretende poner de manifiesto cómo semejante instrumento fue
asumido y redirigido por los jueces, lo que revelará el impacto nocivo de la
normativa sobre vagos y maleantes sobre el estatuto ciudadano, por más que
las teorías penales coetáneas más vanguardistas persiguieran otra cosa43. A
fin de cuentas, se analizarán los puntos de conexión y ruptura entre la voluntad
del legislador, la interpretación judicial, las actuaciones policiales y
las penitenciarias, así como el coste que tuvo esta interacción entre ciencia,
jurisdicción, democracia y moral para la Constitución española en términos
jurídico-normativos y políticos.

Soy consciente de que el listado de reformas republicanas excede a la pequeña
muestra que aquí se brinda. Quedan en el aire muchos temas. Algunos
ya disfrutan de un tratamiento historiográfico considerable, tal es el caso de las
reformas operadas en el orden doméstico, con la capacitación civil de la mujer,
su incorporación al jurado popular, el ejercicio del derecho al divorcio, etc.44
Otros, en cambio, han merecido poca atención, al menos desde la perspectiva
jurisprudencial por la que abogo. Por ejemplo, es verdad que hay ríos de tinta
sobre los conflictos entre el poder judicial y otros poderes públicos45, o entre
la justicia, los partidos y los sindicatos46, pero muy pocas veces con base en
la práctica jurisdiccional47. El acompasamiento de la jurisdicción contenciosoa dministrativa
a un Estado constitucional a partir de 1931, por ejemplo, o el
deslinde competencial entre el fuero común y el fuero militar, son algunos de
estos temas cuyo estudio es todavía francamente embrionario48. También lo es
la jurisdicción social, cuyo escudriñamiento minucioso augura una interesante
colisión entre jueces de carrera, tribunales industriales y jurados mixtos de
composición social49. Si la cuestión colonial bajo la República se ha estudiado
poco, menos sabemos sobre su expresión judicial50. La justicia ciudadana, en
fin, con la reposición del jurado popular y la introducción de elecciones democráticas
para fletar algunos juzgados municipales, señaliza otra de las grandes
reformas con trascendencia judicial que sería bueno desgranar para clarificar
la historia de la República51.

A modo de cierre, el libro desliza algunas reflexiones que no pretenden
inventariar las conclusiones de la investigación. Son, más bien, unos últimos
apuntes generales en torno a los resultados obtenidos y su posible impacto en
el conocimiento y la percepción que tenemos tanto de la justicia como de la
República.

Una última aclaración metodológica puede ser útil. Dada la abundancia
de fuentes judiciales, he simplificado los criterios de citación con la confianza
de que se equilibren, así, las exigencias de rigor propias de una investigación
científica y la sana demanda de una lectura ágil.
En el caso de las sentencias, las mencionaré a pie de página de acuerdo con
el sistema de abreviaturas que se facilita al comienzo de este trabajo y que,
por lo demás, sigue un patrón bastante intuitivo. Por ejemplo, una sentencia
dictada por la Audiencia provincial de Sevilla quedará reflejada como “SAPSev
n.º 89 (31-X-1931)” o, si se desconoce su número, “SAPSev 31-X-1931”.
Quien tenga interés en conocer su localización concreta, la hallará con escaso
esfuerzo en el apartado de fuentes que clausura la obra: dentro del Archivo
Histórico Provincial de Sevilla, identificará tal o cual libro, fondo o expediente
acorde al tramo cronológico al que corresponda la resolución.
Tratándose de altas instancias, como el Tribunal Supremo o el Tribunalde Garantías Constitucionales, me limitaré por lo general a una cita escueta
del siguiente tipo: “STS 2-I-1933”, “STGC 8-VI-1934”… Esta jurisprudencia
puede consultarse cómodamente gracias a los distintos repertorios disponibles,
algunos de ellos en línea (Aranzadi, Tirant lo Blanch…). Es más: parte
de la doctrina del TGC figura en la Gaceta de Madrid, publicación oficial que
también puede manejarse en la red por cortesía del Boletín Oficial del Estado.
Por tanto, me abstendré de más puntualizaciones a no ser que, además de
la sentencia, resulte pertinente algún otro documento, tales como atestados,
recursos, incidentes procesales, etc. Sólo en dicha tesitura indicaré el archivo,
el fondo y el legajo donde he leído esos materiales.

Citaré con detalle la fuente primaria cuando el objeto de estudio se muestre
un tanto más escurridizo, ya sea por la pérdida de los libros de sentencias,
por tratarse de órganos inferiores o porque interese otro tipo de documentos
de ámbito jurisdiccional, entre otras razones. También, por supuesto, cuando
se estudie un sumario íntegro. Obviamente, procuraré no perder de vista la
necesidad de una cierta economía textual. Por ejemplo, al estudiar una solicitud
de indulto: “AHN, Contemp., TS, Pr. esp., Res., exp. 23/1, carp. 8, exp. de
indulto n.º 7/1934”. O al remitir a una causa penal de la Audiencia provincial
de Sevilla: “AHPS, caja 5954 (1/2), sumario n.º 482/1932”.

Los tribunales estaban compuestos por distintas salas, a su vez divididas
en secciones. Me referiré por lo usual a la sala de lo penal de los órganos –la
2ª, en el caso del Tribunal Supremo– y a la sección 1ª de los mismos. Si se
trata de otras, se desprenderá de mi propio comentario o quedará señalado
explícitamente con arreglo al sistema de abreviaturas conocido: “SAPBar n.º
7 (7-I-1932), sección 2ª”. Quien quisiera consultar las resoluciones citadas
podría ojear el aparato de fuentes archivísticas para saber a qué libro de sentencias
dirigirse entre los conservados en el Arxiu Central del Tribunal Superior
de Justícia de Catalunya i de l’Audiencia Provincial de Barcelona.

***
Sería injusto acabar estas líneas sin dejar constancia de mi gratitud hacia
las personas e instituciones que han posibilitado, enriquecido y apuntalado
esta obra. Entre quienes más han aportado con sus lecturas, críticas y
sugerencias, han de subrayarse los nombres de Sebastián Martín, Federico
Fernández-Crehuet López y Daniel J. García López. Su sabiduría es tan impagable
como su paciencia. También debo mucho a las observaciones realizadas
por los miembros del tribunal evaluador de mi tesis doctoral: Eduardo González
Calleja, M.ª Julia Solla Sastre, Francisco Espinosa Maestre, Víctor J.
Vázquez Alonso y Pascual Marzal Rodríguez. Todos ellos me ayudaron a pulir
defectos y explotar hallazgos. No es menor el agradecimiento que merece Manuel
Martínez Neira, pues siempre ha abogado por la edición de mis trabajos
y eso da cierta paz y confianza cuando tales cosas escasean.

Entre las instituciones, he de recordar mis buenos años en el Área de
Historia del Derecho de la Facultad de Derecho de la Universidad de Sevilla,
la casa de mis maestros, los ya mencionados Sebastián Martín y Bartolomé
Clavero. También ha sido fundamental mi paso por el Instituto de História
Contemporânea, en la Universidade Nova de Lisboa, la cuna de la Escola de
Lisboa. En fin, las últimas pinceladas de esta monografía las he dado en mi
nuevo taller de trabajo, la Sección Departamental de Historia del Derecho
de la Facultad de Derecho de la Universidad de Granada, que también debe
mencionarse. En todos estos lugares he aprendido y he conocido a excelentes
colegas de profesión.

Y, claro, están la amistad y la familia fuera del ámbito universitario. Soy
afortunado.

Fuente de Aynadamar, febrero de 2024.

 

Notas

1 Michel Foucault, La verdad y las formas jurídicas, p. 15.
2 Carlos Seco Serrano, La España de Alfonso XIII, pp. 659-685, 776-777 y 802-804.
3 Ángel Ossorio, Civilidad, p. 12.
4 Sobre la crisis de la Restauración y la formulación de alternativas constitucionales:
Eduardo González Calleja, Francisco Cobo Romero, Ana Martínez Rus y Francisco Sánchez
Pérez, La Segunda República española, pp. 31-60 e Ignacio Fernández Sarasola, Utopías
constitucionales, pp. 449-548.

5 Eduardo Ortega y Gasset, Nuestros deberes ante la reconstrucción de la legalidad
española, pp. 25-26.
6 Manuel Azaña, “Los rev[olucionarios] y los constituyentes”, pp. 716 y 719.
7 Sobre la atmósfera cultural de la posguerra, véase el excelente retrato de Sebastián
Martín, “Iluminaciones sobre Weimar”, especialmente pp. 680-700 para lo tocante a materia
constitucional.
8 Francisco Tomás y Valiente, Códigos y Constituciones, pp. 171-172. Balances más
recientes en Sebastián Martín, “Derechos y libertades en el constitucionalismo de la II
República” y Rubén Pérez Trujillano, Creación de Constitución, destrucción de Estado,
pp. 41-49.

9 Álvaro de Albornoz, La tragedia del Estado español, p. 129.
10 Emilio Novoa, El derecho de los débiles, pp. 136-137 para las citas y 148 para la
hiperbólica –si no ingenua– apreciación sobre unos “derechos de la personalidad” que “ya
no se discuten”.
11 Ibid., p. 155.
12 Ibid., pp. 51-52 y 60-61.

13 Ibid., pp. 115-116. Curiosamente, Mirkine-Guetzévitch abordó el dilema en términos
similares: “Todas las limitaciones sociales de la libertad –remachaba– tienen simultáneamente
un carácter individualista y de solidaridad”. Sin embargo, el insigne jurista no
apuntó que la concreción de esas limitaciones dependía, en última instancia, de la administración.
Boris Mirkine-Guetzévitch, Modernas tendencias del Derecho constitucional,
p. 111.
14 Juan Muñoz Casillas, Los poderes del Estado, p. 195.
15 Paolo Grossi, El Novecientos jurídico, pp. 34-35 y Carlos Miguel Herrera, “Entre
équité et socialisme?”. Dos muestras españolas y muy significativas de la propia época:
Niceto Alcalá Zamora y Torres, La jurisprudencia y la vida del derecho y Felipe Clemente
de Diego, La jurisprudencia como fuente del Derecho.
16 Laureano Sánchez Gallego, El descrédito del Derecho, pp. 41 y 43-44.
17 He insistido en este punto en Rubén Pérez Trujillano, “La gran olvidada”.

18 Rafael Salazar Alonso, La justicia bajo la dictadura, p. 76.
19 Me refiero al trabajo monumental de Eduardo González Calleja, Francisco Cobo
Romero, Ana Martínez Rus y Francisco Sánchez Pérez, La Segunda República española.
20 Santos Juliá, La Constitución de 1931, p. 33.
21 El empobrecimiento del campesinado y la lucha por la supervivencia fueron los
detonantes de muchas protestas, con independencia de sindicatos, partidos y supuestos
procesos de radicalización ideológica. Ricardo Robledo y Ángel Luis González Esteban,
“Tierra, trabajo y reforma agraria en la Segunda República española (1931-1939): algunas
consideraciones críticas”, pp. 21 y 24.
22 Aunque Tuñón apuntó hace décadas la importancia de la administración en el
devenir republicano –si bien no pensaba concretamente en el cuerpo judicial–, lo cierto
es que se ha avanzado poco en esa línea de investigación. Dichos avances se conocen
en unas pocas parcelas: la historia agraria (Malefakis, Riesco, Espinosa, Robledo,
Garrido-González…), la historia de las fuerzas de orden público (Ballbé, González Calleja,
Pérez Trujillano…) y la historia de los juristas y funcionarios técnicos del Estado (Martín,
Fernández-Crehuet, García López, Pérez Trujillano…). Manuel Tuñón de Lara, Tres claves
de la Segunda República, pp. 229-230 y 241-244. Edward Malefakis, Reforma agraria
y revolución campesina en la España del siglo XX, p. 335. Manuel Ballbé, Orden público
y militarismo en la España constitucional, pp. 317-396. Eduardo González Calleja,
En nombre de la autoridad, pp. 51-55. Sergio Riesco Roche, La reforma agraria y
los orígenes de la Guerra Civil, pp. 170-174 y 329-330. Francisco Espinosa Maestre, La
primavera del Frente Popular, pp. 104-106. Ricardo Robledo, La tierra es vuestra. Luis
Garrido-González, “Reforma Agraria y Guerra Civil española”. Sebastián Martín, “Génesis
y estructura del ‘nuevo’ estado”. Íd., “Modernización doctrinal, compromiso técnico,
desafección política”. Federico Fernández-Crehuet, El Leviathan franquista, pp. 43-58.
Daniel J. García López, La máquina teo-antropo-legal. Rubén Pérez Trujillano, Creación
de Constitución, destrucción de Estado. Íd., “Cuando la República llegó, la justicia ya estaba
allí”. Íd., Ruido de togas. Justicia política y polarización social durante la República
(1931-1936), capítulo I.
23 Las referencias pueden verse en el apartado de bibliografía.

24 De la producción de ambos órganos durante el lustro republicano tenemos sobradas
publicaciones. J. Luis García Ruiz, El recurso de amparo en el Derecho español. Rosa
M.ª Ruiz Lapeña, El Tribunal de Garantías Constitucionales en la II República Española.
Martín Bassols Coma, La Jurisprudencia del Tribunal de Garantías Constitucionales
de la II República Española. Jacobo López Barja de Quiroga, “La sublevación del general
Sanjurjo”. Íd., “Casas Viejas”. Íd., “La revolución de 1934: Lluís Companys, Manuel Azaña,
Largo Caballero e Indalecio Prieto”. Íd., “El atentado contra Jiménez de Asúa”. Pablo
Álvarez Bertrand, El Tribunal de Garantías Constitucionales. José Sánchez-Arcilla Bernal
(coord.), La jurisprudencia del Tribunal Supremo como fuente del Derecho penal.
Aniceto Masferrer (coord.), Los delitos contra la honestidad en España (1870-1978).
25 A este respecto, la bibliografía es abundante. Entre otros trabajos: Pascual Marzal
Rodríguez, Magistratura y República, M.ª Julia Solla Sastre, La discreta práctica de la
disciplina y Braulio Díaz Sampedro, El Tribunal Supremo en la Segunda República española.
26 Interesantes reflexiones al respecto en M.ª Julia Solla Sastre, ‘Servidores del partido
mismo’. Sintonías y desencuentros entre lo político y lo judicial en el constitucionalismo
español”, pp. 52-60.
27 He desarrollado estas ideas en Rubén Pérez Trujillano, “La gran olvidada”, pp.
409-412.

28 Hans Kelsen, “La garantía jurisdiccional de la Constitución (la justicia constitucional)”,
p. 116.
29 Pietro Barcellona, El individualismo propietario, p. 77.

30 Como decía Clavero, la documentación de naturaleza judicial o persecutoria “sirve
para dicha identificación y reconstrucción más que para la confección directa de la historia”.
Bartolomé Clavero, El árbol y la raíz, p. 76. Una opinión más optimista en cuanto a
las posibilidades de las fuentes judiciales para redactar la historia de las clases bajas que
solían y suelen cargar con la acusación en Carlo Ginzburg, El juez y el historiador, p. 109.
31 Karl Marx, “Elogio del crimen”, p. 30.
32 “Como suele ocurrir cuando se manejan registros oficiales, su mayor utilidad se
manifiesta cuando se emplean para fines que jamás soñaron sus compiladores”, según
palabras de Jim Sharpe, “Historia desde abajo”, p. 48. Nuestro fin aquí no puede ser más
inesperado: descifrar la actuación de la autoridad judicial, no la del acusado.

33 Lo más parecido es el trabajo de Lanero sobre la política judicial del franquismo,
al abordar algunos antecedentes del período republicano: Mónica Lanero Táboas, Una milicia
de la justicia.
34 Antonio Serrano González, Un día en la vida de José Castán Tobeñas. Pascual
Marzal Rodríguez, Una historia sin justicia. Beatriz Gracia Arce, Trayectoria política e
intelectual de Mariano Ruiz-Funes. Manuel Jesús Cachón Cadenas, “Agravios sufridos por
Diego Medina García”. Íd., José María Álvarez Martín y Taladriz. Antonio Sánchez Aranda,
En nombre del glorioso alzamiento nacional. Alberto Sabio Alcutén, “Patria sin tierra.
Los juristas exiliados: José Luis Galbe Loshuertos”. César Estirado de Cabo (coord.), En
memoria de Francisco Javier Elola.
35 Josep Fontana, Cambio económico y actitudes políticas en la España del siglo
XIX, p. 5.
36 Recuérdese que, según el balance de Joaquín Varela, la historiografía constitucional
se ha realizado prevalecientemente sobre tales enfoques, “normativo-institucional” y
“doctrinal”. Su propuesta consistía en combinar ambas perspectivas y conectarlas con una

37 Rubén Pérez Trujillano, Creación de Constitución, destrucción de Estado. Íd.,
Ruido de togas.
38 La literatura al respecto es ingente. La alemana ha brindado obras magistrales,
tales como Ernst Fraenkel, El Estado dual, p. 65 o Franz Neumann, Behemoth, p. 41. Puede
verse una síntesis de los casos alemán e italiano en Perfecto Andrés Ibáñez, Tercero
en discordia, pp. 107-114. Un estado de la cuestión en Rubén Pérez Trujillano, “La gran
olvidada”, pp. 392-394.

39 Arts. 3, 14.2, 25-27 y 48 de la Constitución.
40 Arts. 11-13, 15-16 y 18-22.
41 La atención a la realidad cultural, social y económica en que los derechos habían
de ser satisfechos conllevó la superación del paradigma moderno y, en otras palabras, la
inauguración de una era jurídica: la posmoderna. Paolo Grossi, El Novecientos jurídico,
pp. 39, 76, 97, 102 y 107.
42 Arts. 1, 25 y 29.

43 Por su incidencia sobre el plano de las garantías procesales, se hablará sobre los
arts. 29 y 95 de la Constitución.
44 Mary Dorsey Boatwright y Enric Ucelay da Cal, “El otro ‘jurado mixto’”. Rubén Pérez
Trujillano, “Entre los derechos de las mujeres y el poder judicial”. Sofía Rodríguez Serrador
y Rafael Serrano García, “El divorcio en Valladolid durante la II República”. Rafael
Serrano García, “Secularización, sexualidad y estereotipos de género a través del divorcio
republicano”. Sara Moreno Tejada, “La Ley del divorcio de 1932”.
45 Sin duda, destacan a este respecto los pioneros trabajos de Pascual Marzal Rodríguez,
Magistratura y República. Íd., “Intervención política y judicatura española durante
la II República”. Por lo demás, la historiografía local de la etapa está trufada de noticias sobre
el choque entre ayuntamientos y autoridades judiciales. Tres ejemplos: George A. Collier,
Socialistas de la Andalucía rural, pp. 135-136, Antonio Pérez Girón y Rubén Pérez
Trujillano, El movimiento obrero en San Roque, pp. 225-226 y Francisco Cobo Romero y
Francisco de Paula Garrido Rodríguez, La República en los pueblos, pp. 306-307.

46 Un ejemplo reciente, aunque no justifica su visión sobre las relaciones entre jueces,
partidos y sindicatos en la actividad jurisdiccional en sí, sino la imagen que de ella
forjaba la prensa y la tribuna parlamentaria: Manuel Álvarez Tardío, “Los enemigos enmascarados
de la República”.

47 Un estudio de caso local en Rubén Pérez Trujillano, “Perder los pleitos ganados”.
48 Un tratamiento sucinto del segundo aspecto en Rubén Pérez Trujillano, Creación
de Constitución, destrucción de Estado, p. 222.
49 La bibliografía sobre los jurados mixtos no es excesiva. Sobre su funcionamiento
efectivo durante la República, apenas podemos citar dos trabajos: Pedro Oliver Olmo,
Control y negociación y Mario Francisco Quirós Soro, Los jurados mixtos del trabajo en
Valencia.
50 En perspectiva jurídica, es fundamental el trabajo de José Luis Bibang Ondo Eyang,
Weimar in Africa. Íd., “La II República y el estatuto orgánico de los territorios españoles
del Golfo de Guinea”. Rubén Pérez Trujillano, “Gitanos, moros y negros ante los tribunales:
colonialismo y racismo institucional durante la Segunda República española”. Íd.,
“Justicia y orden colonial”.
51 Aunque cabe señalar dos monografías sobre el jurado popular (la pionera de Alejandre
y la menos original de Gleadow), ninguna de ellas analiza su actividad práctica. El
estudio de los juzgados municipales, por otro lado, sigue sin despertar interés –injustificadamente–
y no existen más que menciones colaterales. Juan Antonio Alejandre, La
justicia popular en España, pp. 221-244. Carmen Gleadow, History of trial by jury in the
Spanish legal system, pp. 143-150. Por lo general, los estudios siguen atados a una perspectiva
normativo-institucional y, a lo sumo, se dirigen a fuentes primarias cuyo testimonio
acerca de la acción del jurado es indirecto; a saber: las memorias anuales elaboradas
por la fiscalía. Un ejemplo en José Miguel Payá Poveda, Justicia, orden público y tribunales
de urgencia en la II República, pp. 143-154.

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