Sin pasado no hay mañana.
José Antonio Martín Pallín. Magistrado del Tribunal Supremo
Hace algún tiempo, en este país, un grupo de ilustrados y de líderes del incipiente movimiento sindical consiguieron sentar las bases jurídicas, políticas y sociales para que los españoles pudieran recuperar el tiempo perdido que nos separaba de los Estados modernos y de la cultura democrática. La Constitución de 1931 recogió los valores sembrados por los liberales y añadió algunas aportaciones que habían sido extrañas a nuestra tradición, dominada por el pensamiento reaccionario.
Esta expansión política y cultural de nuestros estrechos y anticuados moldes no fue posible culminarla en un plazo razonable. No es el propósito de estas líneas, ni sería posible en el marco de un artículo periodístico, analizar y profundizar en las causas del fracaso y de la involución. Una vez más en nuestra historia, una parte del Ejército se puso al servicio del pensamiento más reaccionario y se erigió en valladar frente a la modernidad, defendiendo los intereses de los sectores sociales que veían peligrar sus privilegios.
El fracaso que supone para una nación el enfrentamiento entre conciudadanos culminó con la victoria de los que se alzaron en armas contra la legalidad constitucional más avanzada de nuestra historia.
El parte de guerra de los vencedores es premonitorio. Su contenido resulta estremecedor. Nos retrotrae a las guerras expansionistas de la Roma imperial. No tiene precedentes en la historia contemporánea declarar cautivo a un ejército vencido. Los romanos ya advertían solemnemente a sus enemigos: ¡ay de los vencidos!
Las mentes más arcaicas de nuestro panorama cultural consiguieron imponer sus concepciones e incorporar al ideario franquista “la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional que inspirará su legislación. El ideal cristiano de la justicia social inspirará la política y las leyes”.
La venganza fue cruel y especialmente selectiva. La obsesión del régimen personal de Franco se centró inicialmente en los masones y comunistas, estableciendo una ligazón entre ambos que causaría la hilaridad de cualquier historiador, ajeno a nuestras peculiares vicisitudes históricas. La reina de Inglaterra no llegó a visitar España, pero, en aplicación estricta de la ley, debería haber sido condenada a treinta años de reclusión.
Resulta significativa la saña con la que se persiguió a los maestros que habían dedicado su vida a sembrar los valores de la cultura moderna en las aldeas y ciudades de nuestra Patria. Manuel Rivas, en su novela La lengua de las mariposas, refleja de manera patética y desoladora el contraste entre la cultura de los vencidos y la ignorancia de los vencedores. Hace unos días leí emocionado una esquela en este diario. El único recuerdo, patrimonio y orgullo de la fallecida y de su familia era, haber sido “maestra de la República”.
Los consejos de guerra sumarísimos, sin las más mínimas garantías de un proceso de una sociedad civilizada, funcionaron como una maquinaria aniquiladora de la cultura o de las simples convicciones democráticas. Su furia e inhumanidad resultan verdaderamente sonrojantes, para los que participaron en aquellas parodias de juicios, que llevaron al paredón a más de cuarenta mil vencidos por el hecho de haber tomado parte en lo que sarcásticamente denominaban “auxilio a la rebelión”. Incluso un criminal de guerra, como Himmler, en una visita a nuestro país, quedó impresionado por la ferocidad de la represión y aconsejó un poco más de templanza. En la historia contemporánea no se conoce un genocidio con formas legales de mayor entidad y número de víctimas. Los historiadores han tenido la oportunidad de examinar las causas penales y su lectura creo que ilustra, mucho más que cualquier desahogo literario, la arbitrariedad con la que se persiguió a los vencidos cuando ya se había alcanzado el fin de la Guerra Civil.
Para los nostálgicos del franquismo que idealizan la figura de una de las personas más sanguinarias e insensibles ante la tragedia de la muerte, convendría recomendarles su lectura. Si las cartas de la historia se hubieran barajado de distinta forma no hay duda de que el sitio del dictador hubiera sido el banquillo de un Nuremberg español. Si esos asesinatos masivos se hubieran ejecutado en nuestros días su destino hubiera sido la Corte Penal Internacional.
Las cosas y las sendas de la historia contribuyeron a mantenerlo en el poder como baluarte contra el comunismo, sin importarles a sus vergonzantes aliados los crímenes contra la democracia que se habían cometido y continuaban ahora a menor ritmo e intensidad. Enrocado en el poder personal su megalomanía fue un obstáculo insuperable para dar paso a un cambio monárquico-liberal, que habría llevado a España a formar parte del embrión de la actual Unión Europea que se estaba gestando. Un mínimo gesto de grandeza le hubiera permitido facilitar la entrada de las libertades que sólo pudimos disfrutar después de su muerte. Días antes se despidió de este mundo ordenando cinco ejecuciones con el mismo tenebroso ritual de los tiempos iniciales. Perdimos casi veinte años que nos habrían permitido haber avanzado en desarrollo industrial, tecnología e infraestructuras.
En su prepotencia e impunidad realizaron la más asombrosa pirueta jurídica que recuerdan los siglos. Se autoamnistiaron en el Decreto de 23 de septiembre de 1939 declarando que los asesinatos cometidos entre el 14 de abril de 1931 y el 18 de julio de 1936 por “afinidad con la ideología del Movimiento Nacional”, no eran delictivos.
La Iglesia Católica asistió impasible y sin una sola crítica al fusilamiento de miles de compatriotas, alguno incluso de profundas convicciones religiosas. Se puso, sin dudarlo, del lado de los vencedores. Las campanas doblaron sólo por sus muertos y colocaron sus nombres en las fachadas de las iglesias. Para los vencidos sólo quedaba el servicio de asistencia in artículo mortis antes de comparecer ante los pelotones de ejecución. Nunca han pedido perdón, ni realizaron la más mínima condena, individual o colectiva, contra la masacre a la que asistían impávidos y reconfortados por los auxilios espirituales que prestaban.
Ahora, algunos pocos supervivientes y los familiares de los muertos reclaman, de manera serena y sin el menor espíritu de venganza, que les dejen enterrar a sus muertos y se restablezcan sus derechos. Si nadie ha tenido el valor de pedir perdón habría que recordarles las palabras de Manuel Azaña ante la tragedia que se estaba produciendo: paz, piedad y perdón. El discurso del político republicano, al que la derecha de este país ha rendido tributo, pronunciado el 18 de julio de 1938, debería ser difundido en los centros escolares. Su materialización en el momento presente debe hacerse en el seno de la representación popular de todos los españoles. Una ley que anule todos los consejos de guerra sumarísimos como incompatibles con una sociedad civilizada y como tributo a los que sufrieron la muerte sin tener la más mínima posibilidad de defenderse, cerraría definitivamente las heridas del pasado. Los jueces del Tribunal de Nuremberg dijeron claramente que, los países que asumen los valores universales de la paz, la justicia y el reconocimiento de la dignidad del ser humano, no pueden permanecer impasibles ante los actos de barbarie. Los familiares tienen derecho a este reconocimiento y deben contar con la ayuda del Estado para encontrar a los muertos desaparecidos. Las sombras de su recuerdo necesitan encarnarse en los restos enterrados en la tierra común de todos los españoles.
Algunos han intentado rescatar su memoria acudiendo a los tribunales para que revisen y anulen los procesos que les llevaron ante el pelotón de ejecución.
La respuesta que han recibido no puede ser más desalentadora. El Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional, escudándose en un descarnado formalismo legalista, les han contestado que, al fin y al cabo habían sido ejecutados “con sujeción al procedimiento que, en aquel momento, el ordenamiento jurídico tenía establecido”. Más recientemente el Tribunal Constitucional en relación con los consejos de guerra, días antes de la muerte de Franco, rechaza el amparo, y declara que no puede revisar una “dramática condena a muerte” que fue un acto del “poder público” anterior a la entrada en vigor de la Constitución. La frase final es lapidaria: “La dura realidad de la Historia no puede soslayarse en lo jurídico con procesos de revisión indefinida”.
El positivismo jurídico proporcionó a Hitler las bases teóricas de un “derecho” acorde con su proyecto de muerte. Prestigiosos juristas alemanes que consiguieron soslayar los juicios de Nuremberg llegaron a sostener, sin rubor y sin rectificar, que entre los fines de la pena estaba “la eliminación de los elementos dañinos al pueblo y a la raza”.
En la legislatura pasada y la presente se han puesto en marcha “proposiciones no de ley”, que tienen el propósito de condenar un golpe de Estado liberticida y promover las condiciones para restaurar a las víctimas en sus derechos expoliados.
Al morir el dictador las fuerzas políticas alcanzaron un pacto ejemplar y alumbraron una Constitución que, lo admitan o no los nostálgicos del franquismo, supone el aniquilamiento político del entramado seudolegal del régimen. Paradójicamente el sistema democrático de la Segunda República, que habían derrocado por las armas, reaparece casi literalmente en muchos artículos de la Constitución de 1978. Los cautivos y desarmados de 1939 habían hecho renacer la democracia.
Los consejos de guerra sumarísimos, celebrados durante la Guerra Civil y una vez terminada ésta, están al margen de cualquier sistema jurídico y carecen de la más mínima legitimidad. Su ilegitimidad resulta insubsanable al igual que toda la legislación nazi que consagró la eliminación de sectores de la población alemana.
La fórmula derogatoria que anula todo el entramado “jurídico” del régimen franquista y su extensión analógica a cuantas disposiciones se opongan a la Constitución permiten dar este paso.
El derecho como encarnación de la justicia no puede soportar la convivencia con leyes aberrantes. John Rawls (Teoría de la Justicia) nos recuerda que un tirano puede cambiar las leyes sin previo aviso y castigar a sus súbditos con las leyes que le plazcan, pero nunca podrá construir un sistema jurídico respetable para las conciencias de los ciudadanos. Si las leyes son injustas deben ser abolidas.
Recobrada la soberanía estamos en condiciones de anular las leyes dictadas por quien la secuestró durante cuarenta años.
Hugh Thomas, uno de los hispanistas que más ha estudiado la Guerra y la pos-Guerra Civil española, nos advierte en una entrevista reciente que: “Quien olvida el pasado se enfrenta con un porvenir incierto”.