La sombra de Franco
Se cumplen ahora cincuenta años de la muerte de Francisco Franco. Su figura y obra siguen envueltas en la polémica y ahondan en la división de los españoles. Conviene repasar las causas de este desencuentro y buscar las claves de un pasado tortuoso que hoy llega deformado –¿Intencionadamente?– a los españoles
No hay una única verdad sobre el franquismo sino varias interpretaciones, tanto si lo dice Agamenón como si lo dice su porquero. Lo que sí aparece claro en el horizonte actual es la ruptura de los consensos establecidos en los años de la Transición, llegando hoy a posturas apologistas y detractoras del mismo Franco; apenas hay maniobras conciliadoras. Y si las hay, están calladas.
Una voz relevante dijo en plena Guerra Civil que de aquel enfrentamiento saldría un dictador u otro, dependiendo de qué bando ganara. Visto así, el franquismo es fruto amargo de la historia, un fracaso mayúsculo que trató de parchear los problemas que se habían fraguado desde el siglo diecinueve y no se solucionaron en el veinte: la nefasta práctica política, la cuestión social, el movimiento obrero desbocado, los pujantes nacionalismos, las reformas fallidas, la falta de temple y tacto de los dirigentes que pretendieron cambiar este país en 1931.
España era un país atrasado en el concierto europeo. Ortega y Gasset anunció que los culpables de aquel retraso eran los botarates y tardígrados, energúmenos de toda condición y separatistas, crecidos de derechas y fanáticos de izquierdas. Todos eran culpables. Hemos gritado mucho, pero solucionado poco. El ruido y el vocerío en España han sido una seña de identidad nacional para anunciar que estamos aquí –acaso por frustración– para que no nos pisen.
Dos siglos en permanente crisis
Hoy, en el aniversario de medio siglo de sombra franquista, bien podemos retomar el punto de arranque. Desde 1800 hemos tenido la historia más turbulenta de Europa occidental. Se nos acerca Grecia, incluso Portugal, pero sin rebasarnos. Un bagaje de más de dos siglos con nueve constituciones, cuatro guerras civiles, incontables refriegas coloniales, trece sonoros golpes de Estado, decenas de intentonas golpistas, trescientas declaraciones de estado de excepción o guerra, casi un centenar de gobiernos en el siglo diecinueve, innumerables vaivenes entre regímenes autoritarios, constitucionales y democráticos, variopintas dictaduras… Este violento tobogán no puede llamarse ‘modernización accidentada’ sino un prolongado fracaso como nación.
Con esos mimbres, el presente resulta un suspiro en el que pesa demasiado el pasado, quedando demostrado que no aprendemos de los viejos errores. Decía Pío Baroja que en España siempre ha pasado lo mismo: el reaccionario lo ha sido de verdad; en cambio, el liberal ha sido muchas veces de pacotilla.
Por ejemplo, la Primera República. Fue una esperanza frustrada. Una trágica lección de demagogia, irresponsabilidad y sueños de grandeza federal. Imposible cambiar en once meses un poso de siglos. El país se subió a lomos del obrerismo, el federalismo y el cantonalismo: un atragantamiento imposible de digerir como nación.
En los albores del siglo veinte llegó el reinado de Alfonso XIII, el período más corrupto y chaquetero de nuestros últimos siglos. Lo dice Paul Preston. Las etapas posteriores fueron saltos en el vacío. Agotado el turno canovista y la dictadura de Primo de Rivera, los dirigentes de la Segunda República no aprendieron de los errores pasados y trituraron a la Iglesia y al Ejército, rompieron la alambrada de las fincas de los terratenientes y convirtieron el país en un ensayo anticlerical, estrecho y vengativo. Aquellos dirigentes se crecieron por la arrogancia de las urnas y no miraron para atrás. La Segunda no aprendió nada de la Primera. Por eso, la España eterna, de instinto cainita, esperó el momento de su venganza.
Una República desbordada por los extremos
Franco, como otros militares, vivió los años de la Segunda República con desconcierto, cegado por la idea de que España se resquebrajaba, convencido de que las reformas no modernizaban nada y que las izquierdas y las derechas solo aumentaban la radicalización y los extremismos. Con unos gobiernos desbordados, los comunistas y los anarquistas juraron odio eterno a la CEDA y a Falange. Unos veían a Hitler y Mussolini como el ejemplo a imitar; otros a la URSS de Stalin. A medida que se fue desgastando aquella frágil república, disminuyó el número de los que creían en democracias liberales al estilo de Gran Bretaña o Francia. Crecieron los extremos y se estrechó el centro; la tormenta perfecta.
La prueba de fuego, después de la Sanjurjada y tras Casas Viejas, fue la Revolución de Octubre de 1934: un paso de gigante hacia el abismo, capitaneado por políticos que trataban de emular a Lenin. Las cuencas mineras de Asturias y las limítrofes de León y Palencia albergaban un proletariado dispuesto –por las bravas– a tomar el poder. Franco, al mando de la Legión, dio una lección a la que consideraba execrable república de políticos que jugaban con fuego. Fue un aviso, pero nadie extrajo conclusiones. En febrero de 1936, Largo Caballero dijo –en tono ufano– con las urnas aún abiertas: “Si ganan las derechas, tendremos que ir a una guerra civil”. Se puede prender la mecha sólo con la palabra.
Ante declaraciones de semejante calado, se afianzó la mentalidad de los militares africanistas, entre ellos, Franco, un general receloso, el menos comprometido con la conspiración militar de Mola, pero pronto el Caudillo de aquella causa. La violencia se riega bien con obreros explotados, braceros en la miseria, empresarios despreciados, una Iglesia quemada por pirómanos anónimos y un ejército deforme, con 600 generales, algunos de los cuales, tenían el fuste curtido, tipos duros y represores tras la experiencia de Marruecos, dispuestos a convertirse en justicieros. Los españoles ya se odiaban y mataban antes de que llegara Franco, pero entonces el nivel cainita se desbordó.
Parece que ya nada resulta novedoso. Hemos sido un país contagiado de siglos con guerras, violencia, opresión, reyes incapaces, ministros corruptos, obispos fanáticos, luchas contra el moro, Inquisición con un mecanismo infame de delación, insolidaridad e individualismo a raudales. Y la envidia como pecado capital, además de una falta atroz de cultura que nos ha puesto en manos de charlatanes, aprovechados y buscavidas.
Paso de buey y diente de lobo
Girón de Velasco decía que a Franco le caracterizaba el paso de buey, el diente de lobo y la capacidad de hacerse el bobo. Pero fue la astucia la que le convirtió en Generalísimo, para dirigir una guerra lenta y metódica, hasta el exterminio total del enemigo, mientras ponía en marcha una política fascistoide, que situaba bajo su brazo autoritario a falangistas y carlistas. Pensó solo en sí mismo cuando practicaba una represión cruel en la postguerra, con la idea de aniquilar contrarios para mantenerse en el poder, bajo un concepto que resumiera un ideario de amplio espectro social: el nacional-catolicismo, es decir, la unidad de la patria y la fe católica. Lo del brazo en alto sólo fue un adorno de postal, de hecho, le duró hasta que cayó Hitler.
La guerra había acentuado la división de los políticos republicanos –cada cual tiraba para su lado– y Franco, claro, echó cimientos para construir su propio reino. La Historia enseña algunas cosas con nitidez, pero hay una que se repite machaconamente: el poder alimenta al poder. Y más si lo dirige un militar simplista, capaz de centralizar y prohibir libertades, bajo una obediencia sin límites, con las pretensiones de un nuevo César para la España eterna.
En los años de guerra y postguerra se instaló el miedo, que siempre ayuda al poderoso: trincheras de desgaste, un avance implacable de conquista e imposición, cárcel, juicios sumarísimos, tribunales represores, paredones de fusilamiento. La república se había debilitado en manos de políticos ineptos, mientras se llenaban de españoles los cementerios, las cárceles y los senderos del exilio. La clase dirigente republicana vio venir el final y se puso a salvo, en el extranjero, donde siguió la pelea de corral y los insultos entre líderes de fracción.
Franco demostró astucia para ganar y mandar, para liderar el gobierno, el ejército, el partido único y el Estado. Cuatro poderes en una sola mano. Le duró 36 años. Pocos entendieron la maniobra en tiempo presente, porque lo fácil era decir que el enemigo estaba acechando: comunistas, sindicalistas, liberales, ateos, republicanos, masones, demócratas, liberticidas. Para distraer a los españoles y de paso entusiasmarlos, los años de postguerra se llenaron de desfiles, campamentos, congresos eucarísticos, procesiones de vírgenes, visitas de obispo, arcos triunfales hechos con tomillo, letras doradas de Arriba España, efigies del Caudillo, cartillas de racionamiento, estraperlistas con palco y barrera…
Un dominio absoluto del relato
La nota de color en el país del hambre la puso Evita Perón con su visita oficial, enjoyada y embutida en abrigos de pieles. Traía –además de trigo argentino– un ropero de 64 vestidos para lucir en la España pobre. La otra nota colorista, de calado patriótico, la protagonizaron los falangistas desfilando por un camino de pétalos de rosas, mientras portaban en andas los restos de José Antonio Primo de Rivera, a lo largo de quinientos kilómetros, de Alicante a El Escorial. Exhibiciones de patriotismo, imágenes del NO-DO, radio, revistas y prensa ideologizados para buscar la unidad de acción y de pensamiento, asentando con ello una nueva moralidad pazguata, aderezada con una obediencia ciega a la autoridad. ¡Franco manda, España obedece!
Este país aprendió a obedecer sin perder nunca el miedo, y la Iglesia, agradecida, acogió a Franco bajo palio. Los empresarios, financieros y estraperlistas llenaron sus bolsillos, mientras los pobres agachaban la cabeza o buscaban trabajo en el extranjero. Sucedió en el campo, que subsistió gracias a los muchos que se marcharon lejos. Luego vino un ligero aperturismo de la mano de EE.UU., que puso sus bases militares en España y perdonó al dictador su dictadura. Aquel fue otro episodio de maquillaje que permitió al protagonista respirar tranquilo y llegar a viejo en el mullido sillón.
Con maña y disimulo, Franco fue desprendiéndose de los viejos dinosaurios falangistas en el Gobierno y llamó a los tecnócratas del Opus Dei, tipos preparados, capaces de asentar un desarrollo económico, más que cultural y social. Los que hoy recuerdan y añoran a Franco, se fijan en los años del desarrollismo, practicando la amnesia con etapas anteriores. La memoria y el sentimiento son selectivos, por eso se acuerdan sólo del Seat 600, la TV, los pantanos, los electrodomésticos, el pisito, el pantalón de tergal, la paella de los domingos, el bikini de las extranjeras y el despertar de las clases medias. Muchos españoles nacidos en el siglo pasado sólo recuerdan el desfile de los pequeños éxitos. Por eso la sombra de Franco es alargada; también por la abundancia de golfos populistas y muchos indocumentados que se han dejado engañar por etiquetas falsas del bienestar y confort, después de depositar la cartilla de racionamiento en el baúl del olvido.
Democracia postfranquista
Los políticos de la democracia también han jugado con la frágil memoria de los españoles, haciendo esperpentos del franquismo. Se ha exagerado la lucha de la oposición antifranquista, tanto interna como externa, se ha contrapuesto la dictadura en crudo con las libertades en abierto y los españoles se han dividido al suscitar la cuestión y el anonimato de los huesos enterrados en fosas comunes. Muchos han esgrimido el orden de la España de Franco frente a tanta libertad, desorden, caos, terrorismo y separatismo. Algunos sectores sociales no se prepararon para asumir una democracia, que es sinónimo de tolerancia, librepensamiento, justicia social y libertad por los cuatro costados. Asumirlo exige convicción, constancia y respeto.
¿Es mejor la vara? Parece que algunos lo prefieren. Otros niegan que hubiera vara con Franco. Y puede que no la vieran nunca, sobre todo si miraban para otro lado, si vivían desvinculados, si solo iban a lo suyo, si el miedo no les dejaba otra salida, si callaban frente a una injusticia, si, en resumen, eran bueyes de carga, silenciosos y tozudos. Se lleva mejor el yugo siendo buey que toro.
La sombra de Franco comenzó a prolongarse cuando se apagó la luz de El Pardo. Incluso antes, en 1973, cuando asesinaron a Carrero Blanco y se vio al invicto Caudillo convertido en un anciano encogido que lloró frente a la viuda del almirante, mientras un Parkinson avanzado fulminaba la imagen del flamante general.
Dos frentes quedan hoy por liquidar para que esa sombra disminuya en tamaño: que los políticos dejen de ser irresponsables con el pasado cuando éste resulta doloroso y que los huesos de todos los muertos que no están en la tumba familiar se reúnan con los de su sangre. Sólo desde la transparencia se puede abordar lo más oscuro. Quedan 11.000 cadáveres por recuperar, sin desmerecer los 9.000 exhumados en los últimos años.
Se cumplen cincuenta años sin Franco. Que en los próximos cincuenta, sólo figure en los libros de texto, para que nuestros jóvenes sepan –de verdad– lo que ha sido nuestra historia reciente, una sucesión de hechos más trágicos que un drama de García Lorca, que –tramoyas del destino– aún sigue desaparecido.



