¿Por qué España no tiene un museo de la dictadura, la resistencia y la libertad?

Es lo que se preguntan muchos españoles que visitan el Museo do Aljube en Lisboa, capital del país donde pervivió durante casi cuarenta años la dictadura de Oliveira Salazar.

Muchos recordamos el impacto que tuvo la llamada Revolución de los Claveles portuguesa en aquellos años de la primera Transición. No fueron pocos los jóvenes españoles que quisieron vivir aquella experiencia in situ, con las expectativas puestas incluso en que algo así podría suceder en España. Pero aquí no disponíamos de un ejército harto de su misión colonial. El espíritu castrense estaba empapado de franquismo hasta los huesos, como se demostraría años después (1981) con el intento de golpe de estado del 23 F. La nuestra fue una dictadura que acabó  con la consunción del general, como era de prever.

A Franco se le enterró con todos los honores  bajo sagrado y ahí estuvo, al pie de la gran cruz del valle de Cuelgamuros, durante mucho más tiempo que el de su propia dictadura, hasta solo hace unos cuantos meses en que sus huesos fueron despachados con una ceremonia de desalojo que fue tratada de modo inusitado por la radiotelevisión pública estatal y con unas no menos aparatosas medidas de seguridad. En lugar de verificar la segunda inhumación de los restos del general con la mayor discreción, la noticia tuvo una dimensión mediática excesiva, muy distinta al proceder que siguió Portugal desde el momento mismo  en que falleció su dictador, enterrado en un modesto sepulcro de su pueblo natal, sin que hasta allí se dirigieran peregrinaciones o se celebraran misas masivas o cualquier tipo de homenaje póstumo.

Resulta bastante ilustrativo el diferente final de uno y otro régimen y el dispar enterramiento de sus respectivos dictadores para comprender el muy distinto tratamiento con el que se juzga ese pasado en uno y otro país. El ejemplo más evidente lo tenemos en el Museu do Aljube. Resisténcia e Libertade, ubicado en Lisboa desde hace unos años y convertido en museo de la dictadura de más larga duración en Europa occidental. Son pocos los españoles que dejan de visitarlo cuando viajan a la capital portuguesa, hasta el punto de que quizá sean los extranjeros que más interés sienten por su contenido, a falta del que no encuentran en España.

En el edificio que actualmente ocupa ese centro estuvo el lugar de detención y la prisión en la que eran torturados y encarcelados los presos políticos durante el régimen de Oliveira Salazar. El edificio contaba con precedentes históricos en esa misma línea, pues durante los siglos XVI y XVII fue cárcel eclesiástica y en el XIX fue prisión de mujeres. Se calcula que entre 15.000 y 20.000 personas fueron detenidas por la policía política portuguesa (PIDE) entre los años 1933 y 1974. Esos son los datos del balance represor de sus más de 4.000 agentes, tanto en la metrópoli como en las colonias.

Una visita el museo permite  diferenciar la exposición a la que podemos asistir en sus tres plantas. En la primera encontramos las particularidades políticas de la dictadura salazarista y las luchas clandestinas llevadas a cabo por quienes la combatieron, con imágenes y documentos de las publicaciones y diversas organizaciones comprometidas en esa lucha. En la segunda planta se hace un recorrido por los distintos centros de detención, las prisiones y campos de concentración, y sobre todo la lucha dentro de las cárceles. En un gran panel podemos observar las diferentes torturas que realizaba la policía política y una exposición de lo que serían las celdas del centro de detención. La tercera planta está dedicada a las colonias portuguesas en los territorios de ultramar, con un gran listado a modo de colofón donde aparecen todos los demócratas asesinados por el régimen. No falta, por supuesto, un espacio dedicado a la Revolución de los Claveles, con un gran álbum de fotografías anteriores a la fecha histórica del 25 de abril de 1974.

El museo dispone de un gran centro de documentación con libros y manuscritos del periodo dictatorial, así como un auditorio en donde se celebran con frecuencia conferencias y presentaciones de libros vinculados con ese largo periodo de la historia portuguesa. Su actividad es notoria, sobre todo si se compara con la del Centro Documental de la Memoria Histórica de Salamanca, cuyo restaurado, espacioso y costoso edificio no solo está vacío del fondo documental que permanece en el viejo edificio desde hace casi diez años, sino que es infrautilizado para contados eventos, habiendo supuesto en su día una importante inversión para el gobierno central, de cuyo Ministerio de Cultura depende.

No hay ciudadano español que después de visitar el Museu do Aljube (aljibe en español)  no se pregunte por el que no tiene su país y pudo haber tenido en 2008. En ese año, bajo el gobierno de Rodríguez Zapatero -que había aprobado meses antes la Ley de Memoria Histórica-, se derribó el edificio que podría ser equivalente al museo lisboeta de la dictadura: la antigua cárcel de Carabanchel. El solar quedó abandonado desde entonces y solo el antiguo hospital fue utilizado como Centro de Internamiento para Extranjeros (CIE).

El pasado 20 de mayo, tal como leímos no hace mucho en este mismo periódico, la Plataforma por un Centro de Memoria en la Cárcel de Carabanchel envió una carta certificada al Ministerio del Interior para solicitar ese espacio para recuperar, transmitir y reflexionar en torno a las luchas populares y la represión política durante el periodo y la dictadura y la transición. El Ministerio del Interior del gobierno progresista de coalición denegó la petición alegando “planeamiento urbanístico sobre esos terrenos”. Algo similar ocurrió años atrás con la Plaza de Toros de Badajoz, derribada por el gobierno del socialista Rodríguez Ibarra, habiendo sido uno de los lugares del país donde se perpetró quizá la mayor de las masacres por parte de los vencedores de la guerra incivil, sin que apenas quede constancia memorial de la misma para quienes visitan la ciudad y conocen ese trágico episodio de su historia.

Transcurridos más de cuarenta años desde la instauración de la democracia, España, a diferencia Portugal, carece de un lugar equivalente al Museu do Ajube. Seguimos pendientes de lo que se proyecte  en el antiguo Valle de los Caídos después de la exhumación de los restos del dictador. Un total de más de 33.000 combatientes de la Guerra de España ocupan los osarios de esa basílica, de los que 28.000 lucharon en las tropas del ejército vencedor y se los conoce -según la fórmula franquista- como “caídos por Dios y por España”. Más de 21.000 perdieron la vida combatiendo al fascismo, en defensa del Gobierno republicano, de los que más de 12.000 no están identificados. Todos los restos mortales de los vencidos fueron trasladados a la basílica a partir de los años cincuenta, sin que sus deudos tuvieran noticia de su nueva ubicación.  

Sería de desear que más pronto que tarde -sobre todo porque se ha hecho muy tarde- se erradicase de una vez la significación dictatorial que tuvo ese monumento –en donde permanece sepultado fundador de Falange, José Antonio Primo de Rivera-, máxime porque, además de la impronta fascista del edificio, suma al enterramiento de las víctimas del franquismo el trabajo esclavo de los presos republicanos que lo construyeron en la posguerra.

Otro lugar que debería merecer una reseña histórica en la memoria democrática de este país, idéntico en sus funciones al que supuso el centro de detención de Aljube, es la antigua Dirección General de Seguridad en la plaza de la Puerta del Sol de Madrid, sede actual del gobierno autonómico de esa región. Sigue faltando en sus muros, después de cuarenta años de democracia –quizá por la sucesión de gobiernos de la derecha-, una mínima placa conmemorativa que recuerde a los demócratas  torturados en esos calabozos. Uno de los sicarios, el torturador Pacheco (alias Billy el Niño), se nos murió hace un par de meses del virus de la corona. Lo hizo con todas las medallas puestas en su solapa por el trabajo realizado y porque nadie se atrevió a quitárselas, cobrando por ellas del presupuesto nacional hasta el fin de sus días. 

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